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DOSSIER

Scorsese: La era DiCaprio (tercera parte)

La filmografía de Scorsese está cargada de imprevistos, que son los proyectos inesperados e imposibles de conectarse -a priori- más que por algunas recurrencias formales. La era DiCaprio estuvo más imantada de imprevisibilidad, así el siguiente salto fue el de Los Infiltrados, remake de un policial hongkonés que llegó a convertirse en saga y acá, algunos, descubrimos en un Festival de Mar del Plata. Los Infiltrados mantiene la premisa de Infernal Affairs (el film hongkonés): un grupo mafioso local infiltra a un joven, Colin (Matt Damon), en la academia de la policía local, quien escala peldaños hasta ocupar un puesto importante en un escuadrón de elite.

Como contracara, ese escuadrón inserta en el grupo mafioso en cuestión, a un joven oficial, Billy (Leonardo DiCaprio). El juego de los perfiles psicológicos invertidos es lo que resulta más interesante de Los Infiltrados porque destruye la idea preconfigurada que podemos tener sobre lo que Scorsese podía haber hecho con el texto fuente, es decir una nueva variante de un film de mafiosos. En los primeros minutos, el director coquetea con esta posibilidad, presenta al personaje de Costello, que interpreta Jack Nicholson, en una versión más desgarbada de lo que podría ser un mandamás local que “vende” seguridad a cambio de billetes, especies y favores personales. Su relato en off podría indicar que el protagonista es él, que todo gira alrededor del manejo de su pequeño emporio, en los suburbios de Boston. El emplazamiento no es azaroso, porque Scorsese mantiene ese coqueteo inicial durante unos largos minutos e invita a pensar que un reducto bien irlandés como Boston y su periferia, es un nuevo contexto para que Scorsese abra su arcón mafioso, hoy ajeno a su cosmovisión italoamericana.

La composición de una clase obrera irlandés no difiere demasiado de la italiana, eso que veíamos en el comienzo de Buenos Muchachos. Las diferencias están en los tiempos, en Los Infiltrados la juventud irlandesa de los suburbios de Boston está relacionada a partir de las pérdidas; los muertos en las calles. Ser policía o ser un delincuente de poca monta surgen como únicas opciones, separadas por una línea delgada. Por tal motivo, el personaje de Damon es el más rico, el que más capas desprende a lo largo del relato. Su cambio es gradual desde que se convierte en policía, su ascenso es raudo pero a la vez su lealtad a Costello se mantiene y a pesar de ciertos cuestionamientos, continúa enviando información sobre redadas y demás procedimientos contra su jefe verdadero. La lealtad, como código inquebrantable sin importar la procedencia mafiosa, es también una correspondencia, casi de sangre, porque Costello es un padre antes que un jefe, y utiliza a su favor la manipulación contra su “hijo” pródigo. El proceso de crecimiento para Colin en la fuerza es también un proceso de duda. La duda, que se disipa lentamente durante el relato, está en el quiebre de la lealtad; recién en esta idea se tira sobre la mesa el primero de los rasgos temáticos habituales de la filmografía de Scorsese. Ese quiebre de lo establecido, no importa si es una institución religiosa o la mafia, irrumpe casi siempre en sus historias para zarandear aquello que, al parecer, nadie se anima a quebrantar. Como contracara es la primera vez que el director posa su mirada sobre la institución policial y lo hace a la par de los mafiosos. Aquí convengamos que representan a un escalafón social inferior al de Buenos Muchachos, una clase baja-indigente que se conforma con robos pequeños, dominar un barrio y diseminar miedo a la población local. En el primer aliento de grandeza, el pequeño reino de Costello se cae a pedazos. Su negocio más ambicioso es descubierto por el quiebre de los códigos, Colin decide la vida “legal”, la que tanto le ha costado conseguir: casa propia, una bella esposa y -todavía- una carrera prominente en la fuerza. El traicionar todos estos ítems equivale a la ruptura con un pasado desechable y la conjura contra su “padre”. En el mundo de Los Infiltrados no hay lugar para los delirios de grandeza. Si hablamos de delirios, tenemos que hablar de Leo DiCaprio.

Hay una vuelta de tuerca en DiCaprio, luego de su apenas aceptable interpretación en El Aviador, porque se despega por completo de la letanía física y mental que le representó interpretar a Howard Hughes y como consecuencia, tener que aparecer en pantalla durante casi todo el metraje. Que la historia -aquí- esté partida entre tres protagonistas, le da ciertos descansos para componer un personaje que tiene demasiados conflictos. Al igual que Colin, su antagonista fantasma, sufre la crisis de ser un irlandés de clase baja y para peor, el agente Dignam (Mark Whalberg) se lo recuerda constantemente. Billy sufre su estadía en lo de Costello, su trabajo insalubre, que incluye ser golpeado y cuestionado para probar su lealtad; así todo lo conduce a un desequilibrio que debe callar. El proceso que se gesta en este personaje, a diferencia de Colin, es el de una implosión inevitable. DiCaprio da una muestra fehaciente de madurez, un crecimiento que hizo paralelamente con otros directores hasta alcanzar su punto álgido en J. Edgar, obra maestra de Clint Eastwood.

Los Infiltrados es la película más personal de Scorsese de la era DiCaprio, contra todos los pronósticos sortea dos grandes probabilidades: la de calcar por completo la historia del film original y la de hacer una versión más moderna de un cine de “wise guys” en clave irlandesa. La inquietud del director por mantenerse inerte a la falsa modernidad del cine de su país, cada vez más adepto a las obras corales y las reversiones, le permite tomar distancia de sus proyectos anteriores. Scorsese mantiene el paso firme que elude el género de mafiosos, venerado por sus fanáticos que esperan siempre su próximo proyecto para ver una nueva historia que recoja todos los motivos de ese cine particular. Declarado por el propio director, Los Infiltrados es su único film que tiene una trama, si bien es discutible esta aseveración, la realidad es que la estructura (ya pre armada por tratarse de una remake) le sirve para testear los valores y los preceptos, y quizás allí, en esa armonía entre los motivos scorsesianos y el género, se halle la mirada consensuada entre el público y la crítica que derivó en el cúmulo de premios recibidos (incluidos los Oscar).

La Isla Siniestra sorprendió -no gratamente- al público y la crítica celebratorias de Los Infiltrados, como siguiente paso de la carrera de Scorsese. Es el regreso de una mirada cinéfila menos acanalada y más escondida bajo la superficie de varios elementos. En primer lugar, una oscuridad que traspasa la pantalla; podríamos seguir con una trama poco interesante de ser develada que se desarrolla para excusar lo que se mueve como placas tectónicas, el cine más clásico. Scorsese infla en los detalles su pasión por el cine, ya en el plano que abre el film vemos el film noir en la vestimenta de DiCaprio y Mark Ruffalo, los agentes que se dirigen en barco a una isla/ gran hospital psiquiátrico, contorneados por una espesa niebla que se abre simplemente para presentarlos, sumada a unas primeras líneas que parecen salidas de algún film de Howard Hawks. Que el lugar de la historia sea una isla, apartada del territorio continental de Estados Unidos, colabora con la atmósfera lúgubre casi de ensueño que se subvierte rápidamente en una pesadilla. Scorsese ensancha los márgenes de su cine sin traicionar el pasado, representado por un género amado por las clases populares hasta mediados del siglo XX, canonizado por la crítica más académica durante la Nouvelle Vague y reciclado más tarde por el posmodernismo (recordar Blade Runner). En este incipiente diálogo con los géneros y el cine clásico hay un juego dialectico con los temas de siempre del director, que son aquellos relacionados con la psicología y la sociología, inquietudes que no cesan de revolotear por su cabeza.

El rechazo de cierto sector del público, que esperaba un policial menos oscuro y una resolución menos asociada a la de un rompecabezas resignificado, hizo que La Isla Siniestra devolviera a Scorsese al terreno de un director de altibajos. Nada más desacertado, nada más cómodo que estancarse en la superficie o en el manto oscuro y poco arriesgado que bucear por los recovecos: en las actuaciones (especialmente la de DiCaprio, ya perfectamente engarzado como pieza scorsesiana) y en una puesta en escena calma, compuesta por movimientos de cámara leves y emplazamientos de planos fijos, se halla esa mirada agrupada, ordenada y seria sobre el cine clásico estadounidense. En los tiempos actuales, imposibles de clasificar con una palabra o con un sintagma, parece ser que la canonización del film noir no tiene validez, como si se tratara de un mito transmitido oralmente sin posibilidades de ser comprobado. Particularmente como si La Isla Siniestra fuese una locura, un pifie de Scorsese por querer tratar de una manera más experimental y densa a una trama que proyecta una realización más sencilla. En esta cuarta colaboración de la dupla Scorsese/ DiCaprio se desnuda finalmente, como cuando se le quita una sábana blanca a un monumento, una obra sólida narrativamente pero feroz en el ida y vuelta de la historia del cine. El talento del director de El Lobo de Wall Street es perfectamente consciente de que no necesita anunciar su cinefilia, ni mucho menos su mirada reflexiva con carteles de neón o con reciclados que huelen a homenaje melancólico.

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