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CRÍTICAS - CINE

Todos Tenemos un Plan, según Elena Marina D’Aquila

Las aguas bajan turbias

Dueña de un ritmo narrativo muy fluido y de una fotografía, a cargo de Lucio Bonelli, notable y clave para la construcción de los climas de suspenso, Todos Tenemos un Plan es una película en la que cada personaje tiene más de un rostro y esconde más de lo que muestra. Los gemelos Pedro y Agustín son dos caras de la misma moneda. Agustín, como bien dice Adrián -el personaje interpretado por Daniel Fanego-, es un cagón  que utiliza a su hermano como vehículo para escapar de su vida insatisfactoria y frustrante. Este personaje, una vez que se adueña de su ropa y hasta de su involuntaria tos para que nadie sospeche del engaño, llega a la región del Delta, que también tiene dos caras: la de las imponentes mansiones donde viven los ricos y la de los ríos nebulosos, silenciosos que funcionan como una madriguera para los criminales como Adrián y su pandilla, para ocultar cuerpos e incluso como vía de escape sigilosa luego de quemar una casa. En este entorno, el rol que ocupa la naturaleza en la película es fundamental: la zona del Delta funciona como una jungla por momentos laberíntica, con una densa arboleda, donde Agustín debe subsistir con lo poco que sabe del lugar.

En el comienzo, Rosa –Sofía Castiglione- cuenta desde la voz en off que cuando las cosas van mal en la colmena hay que reemplazar a la abeja Reina. En la película, el reemplazo de la Reina se da a través del intercambio de Pedro por Agustín. Siguiendo la jerarquía de las colmenas, Rubén -interpretado por Javier Godino- vendría a ser la abeja obrera, o sea, el que se ensucia las manos, el “che pibe” de Adrián, un zángano (dicho explícitamente por Rosa) y, lógicamente, el villano de la película. En este contexto, todos los personajes masculinos tienen el mal adentro de una forma u otra, mientras que los femeninos -Rosa y Claudia- representan la inocencia. Claudia, la esposa de Agustín, personifica lo maternal, la rutina. En cambio, Rosa encarna lo nativo, genuino, incierto y salvaje, como la naturaleza. Viggo Mortensen, en tanto, encarna a los hermanos, cada uno con su vocabulario, su personalidad y circunstancias de la vida en la que se encuentran. VM se pone en la piel de ambos y logra transmitir verosimilitud con su interpretación.

Por otro lado, el film tiene una puesta en escena muy meticulosa que incluye -entre otros detalles- el libro “Los desterrados” de Quiroga, que leen los gemelos. Desde lo visual, contiene escenas impresionantes como la de la muerte en la bañera y la onírica proveniente de la mente de Agustín. Una escena mínima pero lograda magistralmente por la directora es la de la anciana que habla en guaraní. Cuando Agustín –que ya finge ser Pedro- le pregunta a otra mujer qué dijo la anciana y se nos muestra la mirada de Rubén, es posible darnos cuenta de que seguramente Pedro hablaba ese idioma y Agustín, no, sin necesidad de que eso esté subrayado. Es a través de estos pequeños momentos que los personajes van descubriendo quién es él en realidad, en una película con un sólido guión y escenas de una tensión inusual en el cine argentino. Y eso no es todo: también cuenta con un guiño sobre Viggo y su fanatismo por El Cuervo.

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