A Sala Llena

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Un hogar mas allá de cualquier cosa posible…

Un hogar mas allá de cualquier cosa posible…

Me pregunto si un solo momento de felicidad perfecta, vale la vida entera y la muerte. Es una pregunta difícil, tal vez la más difícil de todas. ¿Vale la pena venir al mundo, vale la pena atravesar el miedo, la soledad, la angustia, la enfermedad, la locura, la terrible sensación de no haber hecho suficiente, la difícil tarea de pactar con una justicia cósmica que no entendemos, las dudas, el dolor?.. No lo sé, de hecho, desconfío de las personas que lo saben. Pero trato con todas mis fuerzas de creer que sí. Trato todos los días de creer que significamos algo, algo profundo, verdadero y sin lo cual el universo no sería el mismo. Las personas suelen pensar que el mundo sigue andando hagamos lo que hagamos, estemos o no estemos; yo prefiero creer que el mundo se modifica a diario por cada pequeña y diminutícima cosa que vamos haciendo. Quiero creer que somos, si o si, imprescindibles para el universo, que nuestra vida y nuestra muerte, cambian todas las cosas, por más que estemos sumergidos en el espejismo de que no.

La duda y la desesperanza suelen convertirse en compañeros casi permanentes de viaje, de quien piensa y repiensa el valor de su propia existencia. Los sabios suelen encontrar peligroso el hecho de estar sumido en esos devaneos por demasiado tiempo. ¿Qué soy, qué significo, por qué sufro, por qué sufren los que amo, qué servicio tengo que prestar, qué es lo que tengo que aprender? Algunos van a yoga, otros a la iglesia, otros se matan en el gimnasio, ayudan a los animales, hacen trabajo voluntario… Pero es difícil llenar el espacio de LA PREGUNTA.  Los que más o menos estamos amando un poco, centralizamos el aprendizaje allí, en el amor y, si tenemos buena fortuna, encontramos algún otro lugar que nos haga las veces de escuela, de guía… Yo he tenido algo de suerte y pude tener un pequeño número de lugares en los que abrevar para aprender algo. La danza primero, la literatura después y finalmente y más que nada, el cine. El cine es el bebedero blanco y refulgente en el que trato de saciar mi sed, de calmar mi angustia, de mitigar mis miedos, de encontrar sentido, de revisar mi espíritu, de congelar el tiempo, de detener a la muerte. Para mí no hay bálsamo más poderoso ni catalizador más efectivo. Puede que esté sonando un tanto fanática pero es la verdad: Me refugio en el cine, como me refugio en la noche en los brazos de mi hombre.

En mis tempranos veinte,  mis ataques de pánico se sucedían casi diariamente. La verdad, la cosa se me puso bastante cuesta arriba. Estaba en una escuela de danza, entrenado como una fiera, sin mejorar demasiado, sintiéndome infinitamente frustrada. Mi marido vivía a 700 kilómetros y yo lo extrañaba como si no hubiera un mañana. La “patología” estalló con todo su poder y casi no había nada que yo pudiera hacer al respecto.  Cuando entendí que bailar ya no me estaba haciendo feliz, de verdad pensé que las cosas se acababan para mí.  Escribía un poco, pero sin disciplina, lo único que me gustaba era estar con mi esposo y,  aparte de eso, no sabía qué carajo hacer de mi cuero. Fue entonces cuando encontré a la escuela de cine y me salvó.

Cada minuto que paso mirando películas o hablando de películas o pensando en películas, es un minuto maravilloso. Nada me deslumbra más que la pantalla de cine gigantesca e iluminada. Me conmueve hasta la fibra más remota y siempre, absolutamente todas las veces, me enseña algo sobre la naturaleza humana y el sentido de la vida y de la muerte.

Hoy es una de esas columnas, en las que elaboro una lista de películas. Solo que esta lista es muy particular. Tiene algo fundamental y profundamente especial. Esta es mi lista trascendente, mi lista maestra. La lista que pelea contra todo y gana contra todo. Mi lista campeona, mi lista de la verdad. Porque hay cosas contra las que tenemos que desplegar una lucha distinta, una lucha interna, una lucha callada sin aceros. Una de esas  guerras cuyas victorias no tienen rimbombancias, pero que modifican nuestra naturaleza para siempre. Luchas que nos conmueven y nos cambian las raíces de lugar. Para esas, yo he descubierto, que el cine se vuelve imprescindible.

La primera película de mi lista (y sépase que el orden es hijo de la casualidad y no de la importancia) es: La Guerra de los Mundos, la versión de 1953. La vi por televisión cuando tendría unos siete u ocho años y de ella aprendí que hay gente que valora más la verdad que la vida. Recuerdo que pasé muchas noches meditando sobre eso con mi pequeña cabecita. Me atormentaba pensar que el mundo estaba en manos de esas personas. Porque para mí, a esas alturas, no valía la pena morir por nada. Este film no puede faltar en ninguna lista que pretenda detener el transcurrir de los acontecimientos.

La segunda debe ser, sin dudas, El imperio Contraataca. No recuerdo que aprendí de esa película, pero si puedo decir sin un ápice de duda, que fue la primera cinta en la que la pasión me traspasó. La escena del congelamiento de Han con las famosas líneas entre él y Leia “_ I love you. _ I know” hace que las cosquillas me duren hasta ahora.

La tercera deberá ser grupal. No puedo elegir solo una de las historias de la maravillosa Nora Ephron, de entre sus guiones y sus cintas. Podría nombrarlas a todas, pero elegiré algunas, para que el lector interesado puedas hacerse con ellas rápidamente y en caso de necesidad: Sintonía de Amor, Tienes un Email, Julie y Julia (que, por cierto, acabo de ver) y Cuando Harry Conoció a Sally de la que ella fue guionista solamente y por la que se ganó un Oscar. Estoy segura de que en cualquier lista luchadora que se precie de tal, no pueden faltar estos títulos. Son esos que, como quien dice, le ponen las rosas a las espinas.

En cuarto lugar está Alguien Tiene que Ceder de Nancy Mayers, en quinto Los Aventureros de Robert Enrico, en sexto El Padrino 1, en séptimo La Novia Polaca, en octavo lugar Pequeño Buda de Bernardo Bertolucci, en noveno Una Chica al Rojo Vivo y en décimo: todo el resto de las películas que existan y las que vayan a venir hasta que se terminen los tiempos.

Ahora que la miro bien, esta lista tal vez no sea la campeona, si no una de las muchas campeonas que tengo. Es el cine, a fin de cuentas, quien es mi campeón. Las películas que amo y que me han enseñado y de las que he aprendido, son incontables y creo que de alguna manera se han convertido en una especie de faro de esperanza.  El cine se yergue en la oscuridad como una antorcha que viene a echar luz sobre la angustia que la noche prolonga y que el miedo atiza. Tal vez no cure enfermedades, ni descubra continentes, pero es un elixir tibio, un espejo compasivo que nos amiga con la existencia y nos ayuda a soportar la idea de que vamos a morir. Un pacto alucinatorio de prolongación temporal.

Supongo que algunos creerán que estas listas, que estas películas, que estas columnas, no sirven absolutamente para nada, y eso es algo que no puedo discutir.  Pero cuando avanza una pena, cuando una aflicción nos gana la mente y el espíritu, cuando pasamos la mayor parte de las horas del día fatigando nuestro pensamiento con preguntas dolorosas y seguimos respirando, suele venir muy bien abrigarse un poco, tirarse al lado de alguien que nos ama y enroscarnos como gatos a ver una película. Creer en un hogar más allá de cualquier cosa posible. No resuelve nuestros problemas, no nos quita los dolores, pero por unas horas mitiga nuestras penas.

Y, a veces, eso es lo único que nos queda por hacer.

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