A Sala Llena

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Una pelopincho Iron Man

Una pelopincho Iron Man

Debo decir que el calor me está rompiendo un poco la paciencia. Necesitaría que alguien inventara una pelopincho permanente. Una pelopincho Iron Man. Un traje pelopincho para ir de acá para allá sumergida en agua. Una especie de forro gigante de pelopincho, con una escafandra y un celular acuático. Necesito estar en el agua. Por estos días parece ser el único medio que me acepta de manera hospitalaria. Fuera, en la Tierra, estoy verdaderamente para atrás. La presión baja, arrastrando las ojotas, no queriendo mover un solo dedo para nada, echada comiendo alfajores, aumentando el tamaño de mis cráteres de celulitis, reteniendo líquido, con la cara hinchada como una manopla de horno. Para rematarla, mi mente crea fantasmas horripilantes. Tumores de hipotálamo, de hipófisis, insuficiencias renales y hepáticas, problemas de tiroides, en fin… Ando con el síndrome despuntando el vicio. Mi médico de cabecera, básicamente, me dice que me deje de romper la camiseta, pero ya saben cómo soy. Un índice un poquitito corrido de lugar en un análisis, y arranca todo el periplo de locura. Y en esta época del año, es medio una fija que empiece con alguna ñaña. Además, con el bendito calor, todo me da una fiaca insoportable. No quiero mover un solo dedo y me tapa el quilombo. Anoche, con tal de no fatigarme, fui capaz de dormir con una frazada, ¡si, una frazada de invierno!, para no tener que levantarme a cambiar la sábanas. Algo le cayó a la sábana de arriba, no sé si chocolate, mate cocido o vómito de gato, así que la saqué y la metí al lavarropas, dejando todo el resto del juego puesto y solo la frazada para que nos cubriéramos, porque ni que vinieran degollando me pondría a cambiarlas a esas horas de la noche y con la fatiga que llevaba. Terminamos durmiendo en pelotas, cubiertos por una manta y con el aire prendido en 27 grados dándonos en los pulmones. ¡YPIKAYEI MOTHER FUCKER, YPIKAYEI!

Así que, así están las cosas. Mis gatos echados, las sábanas sin cambiar, el entusiasmo que no llega y el calor aplastándome la mente. Y como si eso fuera poco, siempre están allí las redes sociales para desviarme de cualquier cosa verdadera que pueda estar por hacer. Es tan cómodo meterse a hablar pavadas en Facebook o Twitter, es tan confortable ver inmolarse diciendo estupideces a los amigos, los familiares y a millones de desconocidos, que resulta muy difícil, casi imposible salir de ese magnífico colchón de confort y realmente mover el culo. Mover el culo y hacer algo por la vida, por la existencia, por justificar el aire que entra en nuestros pulmones que, aunque a veces parezca no tener sentido alguno, está allí como un brillo dorado iluminando nuestro cuerpo. Siempre digo que me gusta más el verano que el invierno, y siempre en verano, cuando no estoy en el agua, termino preguntándome por qué.

Estoy acá, escribiendo párrafo tras párrafo, poniendo puntos y aparte y puntos y seguido, aprovechando las pausas para ver minas en bolas en la red. ¡Qué cosa seria, loco! Así no se puede. Tengo la musculatura acalambrada de estar al pedo y sin que se me caiga una sola idea. Y estoy tan desconcertada por todo lo que está pasando a mi alrededor, que cada cosa que intento escribir, cada noción con la que quiero meterme, me parece una soberana estupidez o, como menos, una redonda muestra de superficialidad.

Me pregunto cómo hablar de cine, cuando los medios de comunicación nos están dando día y noche un espectáculo tan difícil de capear.

La verdad es que hay momentos en que no sé de qué hablar. Y créanme, yo nací recitando “Todos los Patitos”, así que callarme es bastante raro. El lunes 19 me fui a presentar mi película a General Pico; en la sala terminamos siendo cuatro gatos locos, incluidos mis viejos, mi chuchi y yo. La gente estaba por los bares mirando los noticieros. Contemplando la nueva espectacularidad: el desarrollo dramático y argumentativo de la noticia. Contra eso no hay tutía.

Fue raro, bizarro. Parecía que todo iba a ir barranca abajo. Pero para mi sorpresa, terminó siendo divertido, estimulante y entrañable. Acabamos yendo a comer pizza todos juntos y a charlar de cine y de la película. La sala del INCAA era gloriosa. Rosa Fuerte se vio bella y se escuchó perfecta. Muy elegante, muy garbosa, como es ella. Y cada persona con la que me encontré, resultó ser única, apasionada y maravillosa. Y hablamos de películas, de actores y de festivales, y nos empinamos un par de cervezas y flotó en el aire un verdadero espíritu de camaradería. Porque como siempre digo, hablar de cine es tan lindo como verlo y hacerlo.

A mí, hablar de cine, me salva.

Ayer vinieron compañeros a tomarse unos mates. El equipo entero de Día de la Marmota tuvo su primera reunión del año. Y, por supuesto, no paramos de hablar de cine. Mis amigos tal vez no lo notaron, pero una renovada electricidad me corrió por la sangre. Estaba pachucha y la conversación me sacó del letargo, de la alucinación y de las visiones apocalípticas. No digo que me devolviera el apasionamiento, pero eso es cuestión de dos o tres charlas un poco más encendidas y listo. Y esta columna, en este mismísimo momento, me está rescatando. Porque el cine salva. Porque la ficción verdadera (y ahí te metí un gol de media cancha) salva y siembra.

Ustedes se preguntarán hacia dónde voy con todo este divague, con toda esta especie de observación inconducente. Y voy a una sola cosa: el agradecimiento y el compromiso.

Siempre dije que esta columna me había rescatado, me había salvado de algo, de un monstruo horrible, rosado y gelatinoso. Y hoy quiero aprovechar para ratificar mi compromiso con ella y para ahondar en mi gratitud para con A Sala Llena.

Yo estoy aquí. Yo estaré aquí, por lo menos mientras me dé el hipotálamo. Vaya a saber qué anda dando vueltas por allá.

Y hoy más que nada, espero que ustedes, también estén allí.

¡Vos, el de allá atrás, tragá la provoleta y acercate también! ¡Porque acá hablamos de cine y nos rescatamos todos!

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