En el imaginario popular, la ciencia ficción está ligada al futuro, a los años o siglos que vendrán. Pero también puede tratar sobre el presente, sobre un pasado alternativo o —incluso— sobre ningún tiempo.
Tundra, de José Luis Aparicio, se ubica en esta última tradición atemporal, en la que también se inscriben clásicos como Stalker, de Andrei Tarkovski, o Alphaville, de Jean-Luc Godard. Los tres casos respiran futurismo distópico, aunque sin postular un año ni una ubicación en el mapa.
La ciencia ficción, en estas películas, es un clima, un estilo. Al verlas, pensamos, “Este es el mundo que se viene, aunque quizás ya estemos ahí, quizás siempre estuvimos ahí”.
La trama de Tundra es un sostén para las imágenes. Conocemos a Walfrido, un inspector eléctrico cubano que sueña con una Mujer Roja. (Así la nombra y así aparece en los créditos al final de la película). En estos momentos oníricos, la pantalla se vuelve monocromática y se tiñe completamente de un rojo oxidado y sangriento.
Cuando no está divagando, Walfrido se dedica a su trabajo. Visita la casa de una familia humilde y les deja una multa por una conexión eléctrica ilegal. Ignora sus plegarias: que no hay dinero, que no hay trabajo, que pronto regularizarán su situación. Walfrido defiende la validez de la multa: ¿por qué dejan prendida la tele —les reclama— si no pueden costear sus gastos eléctricos?
La hija del matrimonio persigue a Walfrido por la ciudad, por su oficina, hasta por el baño. Le pide empatía y misericordia. Se convierte en la conciencia corporeizada de Walfrido.
Ahora bien, ¿dónde está la ciencia ficción en todo esto? ¿No se trata de un drama sobre la vida en Cuba? Bueno, sí y no. Estamos —claramente— en Cuba, aunque también no lo estamos. Walfrido vive en un país sin nombre. Y junto al resto de sus vecinos, convive con una lenta y perezosa invasión ¿extraterrestre? Hay bichos de grasa y tentáculos y viscosidad en las calles y las viviendas. Apenas se mueven pero la gente no se resiste porque a nadie le quedan energías para defender su tierra.
Como en toda distopía clásica, hay un gobierno dictatorial y Orwelliano en el fondo. Las paredes de la ciudad están empapeladas con flyers que muestran la sigla OBDC. Leyendo en voz alta: “obedece”. (La sutileza no es la intención acá). ¿Cuál es la relación entre el gobierno y los alienígenas lovecraftianos? No queda claro. Quizás sean la misma cosa o no. Quizás los monstruos sean consecuencia de la apatía, la pobreza y la desesperanza. Para los ciudadanos de este país sin nombre y fuera del tiempo, poco importa: gobierno y alienígenas pertenecen a una misma y apabullante normalidad, que con los años convirtió a todos en sonámbulos. Los bichos del espacio exterior (o interior) ni atacan ni avanzan. Simplemente están ahí, en el techo del dormitorio o el asfalto de una carretera.
Queda claro que José Luis Aparicio pretende usar el género distópico como espejo de su realidad cubana. En el 2020, formó parte del llamado Grupo del 27N, una treintena de artistas, cineastas y activistas que, el 27 de noviembre de ese año, se presentó frente al Ministerio de Cultura para exigir una audiencia con las autoridades —luego concedida— y reclamar libertad de expresión y transparencia judicial, entre otros puntos.
La participación de Aparicio no fue casual. Unos meses antes, su documental sobre el músico Mike Porcel, Sueños al pairo, había sido imprevistamente retirado de la Muestra Joven del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). La decisión no pasó desapercibida. Varios colegas de Aparicio sacaron sus películas de la Muestra para solidarizarse con él. Y la misma Junta Directiva de la Muestra tomó distancia del Instituto al denunciar, desde su cuenta de Facebook, “El filme ha sido censurado por la Presidencia del ICAIC debido a diferencias políticas e ideológicas”.
Sueños al pairo se estrenó, finalmente, en el BAFICI del año pasado. Y ahora Aparicio vuelve con una distopía que, aunque situada en ninguna parte y en ningún momento, es difícil no interpretar como la Cuba de hoy según Aparicio, una expresión de su descontento y frustración.
Dicho eso, Tundra no es un panfleto. La bajada de línea es evidente, pero Aparicio construye una atmósfera ambigua, lúgubre, a veces mordazmente cómica. Hay símbolos que parecen obvios hasta que dejan de serlos. La Mujer Roja, ¿quién es? ¿Es la personificación del deseo (sexual o de cualquier tipo) del trasnochado empleado eléctrico? ¿El último baluarte de su humanidad? Cerca del final, ella (o alguien que se parece a ella) tiene sexo con los monstruos tentaculados. ¿Por qué? ¿Acaso todo deseo, en esta distopía, termina infectado y pervertido? ¿O será que hasta el deseo más personal, más privado, es solo otro sistema de control? La Mujer Roja como doble agente: una distracción de la realidad social.
Molesta un poco, eso sí, que los personajes femeninos de Tundra tengan roles tan pasados de moda que son prácticamente bíblicos. La Mujer Roja, sensual, pecaminosa; la hija del multado, virginal, santa. Son cartas que baraja el guión en su juego de sentidos, alusiones y analogías. Es lo peor de la película.
Lo más logrado, mientras tanto, son los movimientos de cámara, la ambientación, la atmósfera, el uso de la arquitectura corroída, bares de mala muerte, el vacío urbano. Tundra aprovecha todo el bagaje del género distópico. A veces torpemente, sí, como con los flyers de OBDC. Y otras, sin mucha originalidad: el bar donde termina Walfrido parece un pastiche de otros bares distópicos: los de Lynch, el de Tarkovski en Stalker, el de Bela Tarr en Damnation. Pero en cada imagen, incluso las más trilladas, hay potencia y eficacia. Los espacios son memorables: el triángulo de neón que decora el fondo del bar, el edificio abandonado y esquelético donde Walfrido charla con un colega, el descampado donde unos niños juegan al lado de un alienígena durmiente. Y lo que siempre llama la atención es la aparente despreocupación de los protagonistas, su encogimiento de hombros. No hay ni rebeldía ni épica acá, solo un interminable desgano.
(Cuba, 2022)
Dirección: José Luis Aparicio. Guión: Carlos Melián. Elenco: Mario Guerra, Neisy Alpízar, Laura Molina, Jorge Molina y Jorge Enrique Caballer. Producción: Leila Montero. Duración: 30 minutos.