Manu es un adolescente común y corriente: tiene una banda de rock, toca el bajo, se reúne con sus amigos en la playa donde cada tanto hacen algún partidito de fútbol sobre la arena húmeda, sale con una piba con la que quiere tener su primera vez y tiene charlas personales con su padre, un tipo amoroso que parece comprenderlo como nadie. Manu también tiene un secreto. Ese secreto, que reprime en lo más profundo de sus entrañas para que no salga a la luz, hace que de todas esas cosas solo pueda disfrutar de una: andar por ahí con su mejor amigo Felipe, el guitarrista de la banda. Con él pasa la mayor cantidad del tiempo componiendo, pero también hablando de mujeres, jugando a los video juegos o preparando y arreglando una furgoneta escondida en el bosque para usarla como telo en sus encuentros sexuales con chicas.
El secreto que guarda Manu está relacionado a su mejor amigo. Manu lo mira de otra forma, lo contempla, parece querer expresarle sentimientos mediante canciones. Manu entonces tampoco parece disfrutar del todo la compañía de Felipe. Un deseo ardiente encarcelado lo persigue y atormenta. No puede sacarlo. Escupirlo sería la solución, pero también una posible condena. Así que empieza a fantasear. En esa película mental donde dirige y actúa sus deseos aparece su amigo desnudo, los dos muy cerca. Manu le toca el hombro, otras veces solo se recuestan y se observan como si algo fuese a concretarse entre ellos: un beso, una caricia erógena, una triunfante y aliviante cogida. Las fantasías eróticas que recorren el relato jamás abandonan el deseo porque nunca consuman el acto sexual. Manu no dice nada pero habla en sus sueños y su hermanita lo escucha siempre, amenazando con comprender lo escondido. Manu no dice lo que siente, pero lo entendemos de todas maneras. Sus miradas, atenciones, deseos y sueños nos lo expresan. Somos testigos de su tormento identitario, aun cuando ese mundo que habita parece ignorarlo.
Manu habita una película sensual y amorosa, siempre interna, emocional, dentro de otra película donde se lo ve perdido, desorientado. Esa película/laberinto se llama Sublime. Dueña de una sensibilidad singular en la que el director hace de la ciudad un laberinto interno donde el protagonista intenta encontrarse para poder hallar así una salida a esa encrucijada psicosexual, pero sin jamás abordar con subrayados su temática, ni hacer de aquella una tragedia remanida sobre la intolerancia o los horrores que aquejan a nuestra sociedad. Como el mundo en el que juega y se esconde Manu, dominado por adolescentes, la película toma un poco de ese tono donde el drama jamás desborda a sus criaturas sino que las salpica con un humor que le quita peso. Al fin y al cabo estamos hablando de pibes confundidos en una sociedad (al menos la que vemos en la película) con todo tipo de conflictos personales pero jamás bajo el yugo del juicio hacía el prójimo. El ejemplo más grande es el personaje del padre de Manu, que puede apenas cruzar palabras con su hijo y aún así alentar y comprender en cada decisión.
Sublime es, sin ir más lejos, una mezcla entre el cine de Gus Van Sant y el de Campusano, pero con mayor fluidez narrativa que el primero y más prolijidad estética que el segundo. El montaje tiene momentos brillantes, como la secuencia donde Manu compone una canción y cada línea de esta lo sitúa en distintos espacios temporales, o las ya mencionadas fantasías sexuales del protagonista, que se alinean y acoplan a la realidad de Manu con el transcurso del relato. Sublime es, sin ir más lejos, un coming of age con todas las letras.
(Argentina, 2022)
Guion, dirección: Mariano Biasin. Elenco: Martín Miller, Teo Inama Chiabrando, Azul Mazzeo. Producción: Laura Donari. Duración: 100 minutos.