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Festivales

#IFFR54 | Un viaje al corazón de los festivales de cine – Cuarta parada

1.  ¡Todas las películas del mundo!

El catálogo de la recién finalizada edición del festival de Rotterdam pesa 1 kilo y poco más de 100 gramos. (Debo reconocer, no sin cierta vergüenza, que me tomé el trabajo de tomarle el peso al libro en cuestión). En su interior, obviamente, se encuentran las sinópsis, comentarios críticos y fichas técnicas de 489 títulos (también me tomé el trabajo manual de contarlos, así que disculpen si el número no es exacto) entre largos, cortos, y otros (ya llegaremos a esos “otros”). Aunque si sumamos las charlas, diferentes actividades, y las instalaciones (estos son algunos de los “otros”) llegamos a un número de 711 actividades a las cuales los participantes y espectadores del festival tenían la posibilidad de acceder luego de adquirir las respectivas entradas. Si seguimos revisando las 416 páginas del catálogo (editado en papel de calidad, tapa de cartón, etc.), nos encontramos con más información sobre su staff y organización. El festival cuenta con un total de 11 programadores sólo para los largometrajes (el título en inglés es: “Selection Committee Members Features”) y otros 7 programadores dedicados exclusivamente a los cortometrajes. Luego aparece una categoría más titulada “Scouts”, que consta de 6 personas. Hay un grupo más de programadores, dedicados, también exclusivamente, a otra sección titulada RTM, dedicada a trabajos y artistas relacionados con la ciudad de Rotterdam, este es un equipo compuesto por apenas 3 personas. 

La programación del festival está compuesta por 16 secciones, 3 de ellas competitivas, 9 temáticas y 4 dedicadas a autores. De estas secciones, por ejemplo, la llamada Harbour (la particularidad de esta sección según el catálogo es: “Haciendo eco de la identidad de ciudad portuaria de Rotterdam, Harbour ofrece un refugio seguro para la gran variedad del cine contemporáneo que promueve el festival.”) contiene 77 títulos, mientras que Cinema Regained, dedicada a la historia del cine a través de documentales y restauraciones, apenas llega a contar con 43. Limelight, la sección dedicada a las películas ganadoras y favoritas de otros festivales, tiene 48 títulos. Debo reconocer que no termino de entender las diferencias entre las secciones Harbour y Limelight. Mientras en la primera están las nuevas películas de Albert Serra, Miguel Gomes y Wang Bing, en la otra aparece Spermageddon (2024) de Tommy Wirkola y Rasmus A. Sivertsen, una animación noruega sobre las simpáticas aventuras de un grupo de espermatozoides dispuestos a realizar su trabajo. Si me guío por las descripciones de las secciones, me parece que ese trío de autores están más cerca de las candilejas que los espermatozoides noruegos, pero vaya uno a saber, el mundo del cine autoral es muy cambiante. 

Podríamos continuar analizando datos y números del catálogo, su extensión lo permite, pero la información que podemos extraer de todo esto es eso: simplemente información. Información que puede ser leída e interpretada de muchas maneras posibles, que es justamente el problema que plantean los festivales con semejante cantidad de títulos. ¿Cómo analizar un evento en el que un espectador sacrificado (incluso muy sacrificado) apenas podrá ver o asistir a un porcentaje muy menor en relación a la totalidad de lo ofrecido? Aquí alguien podría argumentar que criticar el exceso de películas es quejarse de lleno, y no le faltará razón. Más aún cuando en nuestro país los festivales luchan por mantener una cierta dignidad en sus presupuestos y propuestas. Alguna vez un asiduo espectador del festival de Mar del Plata, esos que se pagan su entrada, me decía que no le parecía tan mal el muy evidente recorte en la cantidad de títulos que venía sufriendo el festival, ya que de esta manera todo su grupo de amigos veían, más o menos, las mismas películas y podían así compartir el mismo festival. Y esto es lo que no ocurre en Rotterdam. Dos espectadores pueden atravesar todo el festival sin siquiera cruzarse en una misma sala, ni haber visto ninguna película en común. Repito, esto no es una crítica, sino mi argumento ante la imposibilidad de saber cómo se escribe, o se crítica, sobre un festival con casi 500 títulos. Veamos lo que dice Vanja Kaludjercic, la directora de Rotterdam, en las palabras introductorias del catálogo, en donde presenta la edición de este año: 

“Cada invitado debe trazar su propio camino a través de la variedad de películas, encontrando conexiones (o quizás eligiendo aceptar la falta de ellas) entre obras que abarcan géneros, estéticas y mundos. A veces, el punto más importante es que estas películas simplemente existen una al lado de la otra.”

La frase no responde a mis dudas, ¿por qué habría de hacerlo?, sobre cómo afrontar, y enfrentar, una crítica a semejante festival, pero al menos deja en claro las intenciones de la responsable artística del evento. Trabajar como programador en un festival con la posibilidad de ofrecer semejante volumen de films, es un sueño, asistir como espectador, es bastante frustrante, ya que lo que ningún programador aceptaría reconocer es que en esa cantidad de títulos es inevitable que la mayoría sean malos. Y a veces uno tiene la mala suerte que, justo, esos sean los que uno se decidió a ver. 

Pero antes de comenzar, me gustaría señalar una, otra, curiosidad del catálogo. Entre los programadores del festival resalta el nombre de Olaf Möller, un mítico personaje del mundo de la programación y los festivales. Una persona de una erudición única, de esos cinéfilos que suele decirse que vieron todas las películas que existen o están a punto de hacerlo. Möller no solo parece saberlo todo de la historia del cine, sino también de la situación política y social de cada país de las películas que presenta. (Y además tener una opinión tajante sobre esos temas, como ya veremos más adelante). El austriaco Olaf representa como nadie el espíritu actual del festival holandes: tenerlo todo, que en su caso sería: verlo todo. Es tanto el entusiasmo con el que Möller presenta sus películas que de sus textos escritos para el catálogo, 26 de ellos terminan con un signo de admiración. Como homenaje a ese entusiasmo va el título de estas crónicas que, de antemano, se declaran superadas por tantas películas y tanto apasionamiento. ¡Allá vamos! 

2. Educación física

Las películas con temáticas deportivas ya no son lo que eran. O tal vez el público holandés ya no guste tanto del deporte. Quizás se deba a tantos fracasos acumulados con su selección de fútbol o vaya uno a saber. Pero tanto las funciones de Les arènes (2024) de Camille Perton, como la de Julie zwijgt (Julie Keeps Quiet, 2024) de Leonardo Van Dijl, la primera dedicada al fútbol y la segunda al tenis, no consiguieron llenar las salas en las funciones a las que asistí. Aunque en verdad, ninguno de estos títulos trata sobre los mencionados deportes, sino que los utilizan como excusas argumentales. En el primer caso para denunciar a los inescrupulosos agentes de ventas (de futbolistas, no los agentes de ventas de películas, aunque compartan lo inescrupuloso), y la otra los abusos de un entrenador a sus jóvenes alumnas. También comparten ser óperas primas que, seguramente, desde su concepción fueron pensadas para terminar en alguna sección de Cannes. Una lo logró, la de la joven tenista. La otra, la del joven futbolista no, pero estoy seguro que habrá sido vista por los comités de selección, no sólo de Cannes, sino de varios festivales grandes. Podría argumentar que la presencia de los hermanos Dardenne en Julie… seguramente ayudó a su inclusión en la Semaine de la Critique, pero también es cierto que entre las dos, es la más rigurosa y prolija. La que salió mejor. De todas maneras, en ambos casos se trata de directores esforzados y trabajadores al igual que sus protagonistas, a los que lo único que los amenaza de realizar sus sueños es el mundo exterior y sus problemas, ese mundo real que nunca, a pesar de temas tan “candentes”, hace su aparición en ninguna de las dos películas. Les arènes y Julie zwijgt (Julie Keeps Quiet) es un cine de alumnos prolijos. 

3. Historia argentina

Dos, de las tres películas argentinas programadas en el festival, forman un doble programa que seguramente, de enterarse, habría hecho las delicias de los actuales responsables de las políticas cinematográficas y culturales en la Argentina: ¡Caigan las rosas blancas! de Albertina Carri y ¡Homofobia! de Goyo Anchou. (Casualmente, ambos títulos llevan signos de admiración, algo que seguramente hizo las delicias de Olaf Moller.) La nueva película de Albertina Carri, quizás las más ambiciosa de su filmografía, comienza con aires a El estado de las cosas (1982) de Wim Wenders, aunque aquí la directora no abandona el rodaje en busca de dinero para seguir rodando, sino más bien harta del rodaje y las convenciones del cine. A partir de esa decisión la película adopta la deriva (esa palabra tan cara al cine moderno) en su trama y también en sus formas cinematográficas y se lanza, como sus protagonistas a recorrer otras maneras, de vida y de cómo narrar una historia. El final de la película plantea un misterio sobre el futuro de la obra de Carri, y no solo por lo que ocurre en la Argentina y su cine. 

Me pierdo ¡Homofobia! (2024), como tantos otros títulos, pero aprovecho para citar una parte del texto de Möller en el catálogo del festival: 

“Goyo Anchou es uno de los cineastas argentinos más aventureros y francos políticamente hablando; no es de extrañar que el culto a la muerte del neoliberal Javier Milei le haya despertado su imaginación”.

Lo que supone Möller sobre Anchou y su película es algo, pienso, que debería ocurrirle a todos los realizadores argentinos. ¡Homofobia! tuvo su estreno en la pasada edición del BAFICI y fue exhibida en Contracampo (ese espacio creado por un grupo de cineastas locales como forma de reclamo ante lo que ocurre en la actualidad con el cine en la Argentina), en donde también participó Monólogo colectivo de Jessica Sarah Rinland, luego de su paso por el Festifreak y su estreno mundial en Locarno. Rinland, como William Hudson, es anglo-argentina (o quizás al revés), pero esa dualidad no es un tema de su cine. Luego de una ya extensa serie de cortometrajes, y con el simple recurso de alejar (sólo un poco) su cámara de los personajes retratados, logra algo que estaba ausente en sus obras anteriores: emocionar. Aquel mito de la distancia justa entre quien filma y quien es filmado (la película está realizada mayormente en material fílmico), se hace realidad en Monólogo colectivo, una de las películas del año.

4. Ciencias sociales

Tres de los títulos ganadores de las competencias del festival son un claro ejemplo del perfil de la programación en las secciones competitivas. Tanto Fiume o morte! de Igor Bezinović (Croacia, Italia, Eslovenia), gran premio del jurado y de FIPRESCI, como L’arbre de l’authenticité de Sammy Baloji (República Democrática del Congo), premio del jurado, y The Visual Feminist Manifesto de Farida Baqi (Siria, Líbano, Alemania, Suecia, Países Bajos), premio del Jurado Joven, tienen en común provenir de países con escasa producción cinematográfica y menor presencia en los festivales grandes, pero realizados con apoyo de países con dinero y poder. Excepto L’arbre de l’authenticité, aunque el catálogo nos informa que su director vive entre su país y Bélgica y, conociendo la cantidad de apoyo que reciben los artistas en ese país, es difícil pensar que no tuvo algún tipo de ayuda de su país adoptivo, aunque no figure en los créditos. La película trata, justamente, sobre la colonización sufrida por la República Democrática del Congo a manos de Bélgica. Lo otro que tienen en común es que los tres títulos se mueven en ese género conocido como “híbrido”. Esto es, obras que mezclan el documental con la ficción, formas tomadas de las artes contemporáneas o artes audiovisuales, y demás recursos que de tan modernos ya parecen antiguos. Se trata de películas esforzadas, tanto en sus producciones como en sus decisiones formales, a las que se les nota el trabajo y el paso por decenas de mercados y manos. Algo que deja en claro esos mix de países productores. Es un cine que ya no es una mirada al mundo, como le gustaba al finado Bazin, sino un trabajo esfuerzo de reconstrucción de unos mundos que, según los directores, son así. Y, claro, los tres también se ocupan de temas candentes de la época: el ascenso de los extremismos ideológicos, el colonialismo y el feminismo. Son películas convencidas de antemano de sus creencias y lo dejan muy en claro en su concepción. Trabajos profesionales hechos para ser tomados en serio. Incluso cuando, a veces, apelan al humor, como en Fiume o morte! Son, al fin de cuentas, el tipo de cine que justifica la existencia de los mercados en los festivales. Que es, justamente, el lugar de donde proviene y pasó mucha parte de su vida profesional la directora del festival de Rotterdam. Y si vemos los jurados de todas las competencias, también veremos que la mayoría de ellos provienen, también, del mundo de la industria. Gente que ya sabe cómo hacer películas y recorren los mercados de cine explicando a los jóvenes directores, desde cómo relacionarse con un programador hasta de donde extraer el último dinero antes de comenzar un proyecto. Los participantes del mercado de Rotterdam de este año fueron 2.200. Un dato que dice mucho.

Una pequeña anécdota para dejar el tema, por ahora, antes de quedar como un anciano que le grita a las nubes. 

Europa sigue siendo un continente rico. Y me refiero al dinero. A pesar de las quejas, basta ver las asistencias a los festivales y las cantidades enormes de películas que se siguen produciendo en, y gracias a, sus países. Ni hablar que casi el 90% de los agentes de ventas de películas pertenecen solo a Francia. 

En una pasada edición de un festival que se realiza en el sur de Chile, uno de los jurados fue un prestigioso programador (alguien que cuando le tocó hacerse cargo de la dirección de uno de los lugares más simbólicos del mundo de los festivales no supo estar a la altura, algo que nos pasa a casi todos) y contaba que en la escuela en donde enseña cine, al finalizar el año escolar, los alumnos realizan un corto con un costo de 20.000 dólares. Un monto similar a la producción del largometraje de una directora argentina que también formaba parte del jurado. Pienso, de paso, en otra película argentina que recorrió el mundo ganando muchos premios y cuyo costo fue bastante similar a la cifra dicha anteriormente. Es que la mayor crisis del cine es la que crearon, y se crean, los propios cineastas. 

(Entre nosotros, las dos películas locales a las que hago mención son: Las cosas indefinidas (2024) de Maru Aparicio y Los tonos mayores (2024) de Ingrid Pokropek y, obviamente, son mejores que las ganadoras en Rotterdam por una simple cuestión: son películas -y realizadoras- que miran al mundo para después hacer sus obras. Y esa sea, quizás, la diferencia entre el cine y los “objetos audiovisuales” que tanto gustan en Europa últimamente). 

5. Historia

Volvamos al entusiasta Olaf Möller. Una de los 43 títulos presentados en la sección Cinema Regained fue Negligence (1953) de Ali Kasmaie, título de origen iraní de una época diferente, antes de la revolución de 1979, y de que las cosas se volvieran muy complicadas para los cineastas y para la población en general, pero aquí nos ocupamos sólo de los amigos realizadores, así que no nos extenderemos en el tema y todas sus complicadas ramificaciones. Hablando de iraníes, también hay que decir que en esta edición estuvo presente Mohammad Rasoulof con su exitosa telenovela The Seed of the Sacred Fig (2024), que debe ser uno de los títulos que más recorrió el mundo y en el cual nos detendremos con más detalles en próximos textos. 

En la presentación del catálogo, Möller escribe lo siguiente: “Esta es una de las delicias de IFFR 25 que no se pueden perder, porque quién sabe cuándo Negligence volverá a proyectarse en un cine cerca tuyo” y en la presentación cuenta que la copia, una digitalización de un master en verdaderas malas condiciones, fue prestada por el gobierno iraní. Algo sobre la que nadie preguntó, ni siquiera yo, pero que incluye muchas cuestiones interesantes para discutir. A pesar del pedido y la recomendación del austríaco, la sala no se llenó, con esfuerzo podríamos decir que apenas un poco más de la mitad de las butacas estaban ocupadas. Al otro día, un par de amigos españoles se burlan de mí y me preguntan si me entregaron una medalla por asistir a dicha función. La historia de la película, que bien podría haber sido la de un melodrama (melodramón, para ser más exacto) de algún país latinoamericano de la misma época, nos cuenta la vida de un hombre exitoso, hasta tiene chofer propio, quien debido a sus noches de juerga y alcohol termina perdiendo todo su dinero, a causa de esto se verá obligado a tener que realizar trabajos tan esforzados como alejados de su hogar. En uno de esos viajes, el villano de la película intentará conquistar a la esposa de nuestro héroe quien descubre a los (casi) infieles in-fraganti. Lo que lo llevará a abandonar el hogar junto a su hijo. Más tarde, en uno de sus trabajos perderá la vista y el contacto con su vástago, quien se transformará en un niño de la calle. Las escenas en las que el padre ciego se cruza con el niño sin que ninguno de ellos se entere de la presencia del otro provocaron más de una risa en la audiencia. Mientras volvía al hotel, ya de noche muy tarde y en una ciudad casi vacía y congelada, hoy en día todas las ciudades cierran temprano, me preguntaba si había valido la pena asistir a esa función y ver esa película perdida en la historia del cine. La respuesta fue que sí, pero también me preguntaba sobre el capricho de los programadores (con aires de historiadores) a la hora de mostrar y presentar títulos que, la mayor de las veces, el único valor que tienen es el histórico. Negligence, que se completaba con el documental Tehran, An Unfinished History (2025) de Saeed Nouri, es un película muy mala, bastaría compararla con algunas argentinas de la misma época para notar la pobreza narrativa y formal, pero criticarla por sus valores artísticos suena fuera de lugar. Al final me doy cuenta que la idea del cine, y sus rescates, se parecen mucho a la de la directora del festival cuando dicen que lo más importante es que las películas existan unas al lado de las otras. Es decir: las malas al lado de las buenas. Una idea del cine que deja afuera la crítica y que los festivales no miran con mala cara, al contrario.

6. Música

Los biopics sobre músicos famosos son un género bobo, como decía aquel cantautor español. Basta ver Segundo premio (2024) de Isaki Lacuesta y Pol Rodríguez y A Complete Unknown (2024) de James Mangold sobre el eterno Bob Dylan. Son películas con las que uno se pregunta si sus autores tienen noción o conocimiento del arte de sus retratados. Segundo premio tiene un único truco “cinematográfico”: decir que no se trata de una película sobre la banda Los Planetas. Aunque en verdad sí se trata sobre ellos. Lo que sigue después de esa aclaración es una película parienta de Tango feroz: la leyenda de Tanguito (1993) de Marcelo Piñeyro. Lo que me lleva a preguntarme si es posible, por ejemplo, realizar una película dylaniana. La respuesta viene de la mano de Pavements (2024) de Alex Ross Perry, que no es una, sino, al menos, cuatro películas sobre la banda Pavement: un documental sobre su vuelta a los escenarios, otro sobre la creación de un museo dedicado a ellos, otro los ensayos de un musical de Broadway (titulado: Slanted! Enchanted!) utilizando su música y una biopic con actores famosos interpretando a los miembros de la banda y sus allegados, entre ellos Jason Schwartzman como dueño del sello discográfico Matador Records. Pavements es una licuadora cinematográfica que, al igual que la banda, se pasa de lista para su propio bien, pero eso (de nuevo, al igual que la banda) le otorga su gracia y personalidad. Alex Ross Perry, además, estrenó mundialmente aquí una de las, desde ya, películas del año: Videoheaven (2025) un documental inspirado en Los Angeles Plays Itself (2003) del gran Thom Andersen, armado a partir de imágenes de los videoclubes en las películas de las décadas de los 80 y 90. Pero no se trata de un ejercicio de nostalgia, sino de un verdadero ensayo sobre el cine norteamericano de esos tiempos pasados, con la voz de la actriz Maya Hawkes leyendo los inspirados análisis del director. Prometo volver a hablar de estas dos grandes películas. 

Y para despedirnos, nuevamente Bob Dylan. 

Al final de A Complete Unknown el Bob Dylan interpretado por Timothée Chalamet se toma la moto y desaparece. En la vida real, el Dylan que volverá será otro. Un truco que volverá a repetir a lo largo de toda su carrera y un sentimiento que quiso capturar de manera demasiado literal Todd Haynes en su I’m Not There (2007), una gran película sobre pero que esperemos no sea la definitiva. Lo que seguramente no esperaba Dylan, ni ninguno de nosotros, es que en uno de esos retornos la cultura y el arte iban a estar de nuevo en manos de los Pete Seeger del mundo, esos personajes que le exigen a los artistas tener un “mensaje”. Es que los tiempos siempre estuvieron cambiando. Y últimamente para peor.  

Nos volvemos a encontrar en la Berlinale en donde veremos si se trata de un nuevo oso o el mismo que  simplemente volvió de hibernar.

Hasta pronto.

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