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CRÍTICAS - CINE

Aguas Turbulentas

Aguas Turbulentas (Troubled Water, Noruega, 2008)


Director: Erik Poppe Guión: Harald Rosenløw-Eeg Musica: Johan Söderqvist Fotografia: Ingeborg Klyve, John Christian Rosenlund, Elenco: Trine Dyrholm, Ellen Dorrit Petersen, Fredrik Grøndahl, Trond Espen Seim, Angelou Garcia, Henriette Garcia, Terje Strømdahl, Anneke von der Lippe, Frank Kjosås, Jon Vågenes Eriksen Productora: Coproducción Noruega-Suecia-Alemania; Paradox Spillefilm A/S. Distribuidora: IFA Cinema.
Duración: 90 minutos.

La historia es poseedora de  una interesante estructura: dos perspectivas diferentes de un hecho trágico, un accidente o un homicidio: el efecto de esto sobre el entorno y una forma de enfrentar una cruel realidad tajante y frontal; Aguas Turbulentas es una historia triste sobre lo que provoca la muerte de un hijo, el estar involucrado en esa experiencia, el perdón divino y el terrenal, la reinserción en la sociedad luego de cumplir una condena y la verdad.

Jan Thomas es presentado durante su ultimo día en una prisión de Oslo, se trata de un joven desgarbado que se retira tras cumplir su condena sin grandes esperanzas, una carta de recomendación y la dirección de una iglesia donde se presenta y  seduce como organista. Durante las dos primeras partes del film a Thomas  (el primer nombre lo deja de lado como si esto apartara el pasado de su nuevo camino) se le van presentando oportunidades que sabe aprovechar para poder reconstruir de a poco una vida normal.  Los recuerdos sin embargo lo asechan cuando se involucra sentimentalmente con Anna, ya que su pequeño hijo Jens paraliza a el organista, su imagen casi fantasmal evoca al niño del que fue acusado de quitarle la vida.

Es una interpretación silenciosa la de Pai Hagen Sverre, quien ofrece una doble personalidad: la de un joven que supo tener un pasado rebelde, se lo penó  por ello y cumplió la condena, a su vez no hace un mea culpa ni por asomo, genera esto una terrible violencia en el espectador ya que  cuando se lo enfrenta opta por callar. 

En el momento en que Agnes , la madre del niño , aparece en pantalla  es cuando el film cambia la óptica de los hechos, otorgándole un ritmo más acelerado que acompaña el sentir de una madre en apariencia resuelta (luego de mucho trabajo) con respecto a la desaparición de su hijo, cuando casi por casualidad encuentra a Jan en la iglesia. Se obsesiona con el, se obsesiona con la idea de su hijo, busca respuestas y se pierde en el dolor infinito. Agnes es encarnada maravillosamente por Trine Dyrholm, una maestra, una esposa con dos hijas adoptadas y un marido que la ama eternamente.

Es ella quien logra dar vuelta la nueva situación de Jan, quien durante gran parte del film parece estar haciendo las cosas bien, no hizo lo más importante para seguir: enfrentar un hecho del cual fue participe activo y culpable. La intensidad de Agnes traspasa las barreras; se la ve intentando lidiar con lo cotidiano sin poder desprenderse de ese niño el cual le fue arrebatado…

La trilogía de Erik Poppe comienza con Schpaaa (1998) film que cuenta la historia de un grupo de adolescentes maltratados que se involucran en una banda vinculada al narcotráfico, continúa con el film Hawaii, Oslo (2004) historia coral que trascurre durante el día más caluroso del año en Oslo y culmina con

Aguas Turbulentas, una historia que cuenta con la intensidad de la música que puede producir un órgano tubular de iglesia y la complejidad del choque de dos perspectivas desesperadamente diferentes.

Por Julia Panigazzi

 

Esta película fue preestreno exclusivo del Ciclo Nuevo Cine Noruego exhibido en la Sala Lugones del Teatro San Martín y en Pantalla Pinamar 2011.

Culpa, redención y perdón. Básicamente, esas son las tres palabras que dominan este melodrama noruego, que cuenta con algunas situaciones similares a las que viven los personajes de los Dardenne. En sí, el argumento parece una combinación entre El Niño y El Hijo.

Jan Thomas secuestra por divertirse a un bebé. Accidentalmente este se escapa y muere. 8 años después sale en libertad condicional y trata de rearmar una nueva vida, encontrando trabajo como organista de una iglesia protestante. Allá conoce a Anna, la pastora de la misma. Ella tiene un chico muy parecido al que Jan había secuestrado. Mientras que la relación de Anna y Jan prospera, el chico empieza a sentir verdadero cariño por el muchacho que sale con su madre. Debido a su pasado, Jan rechaza, en principio al niño, y a la vez esto lo obliga a mentirle a Anna. Su vida prospera hasta que aparece la madre del chico que murió en sus brazos. A partir de este momento conoceremos, el otro lado de la historia, el de la víctima.

Poppe crea un relato de tensión que se va construyendo lentamente. Un melodrama hecho y derecho con interpretaciones frías y austeras, propias del comportamiento de los países escandinavos. La primera mitad de la película, que se centra en las relaciones que Jan crea, en su camino de “redención” son lo mejor de esta película, especialmente por la sólida interpretación del protagonista, Pål Sverre Valheim Hagen. Los problemas surgen cuando a la mitad de la obra, se cambia el punto de vista. El suplir de la madre por la pérdida del hijo. Si bien es cierto que la historia de Jan se estaba agotando, a esta altura del metraje, también es verdad que mostrar el proceso de aceptación de la muerte y el posterior reencuentro con el asesino posibilitan que el relato construya una trama obvia, previsible, cercana a los guiones de Guillermo Arriaga (21 Gramos, Camino a la Rendención), pero un poco mejor dirigida.

La densa, profunda, pero verosímil actuación de Ellen Dorrit Petersen hacen esta mitad, un poco más visible, aunque no lo suficiente para notar que el relato ha caído. Algunas situaciones están demasiado forzadas en pos de que se “resuelvan” los conflictos.

Poppe integra una estética interesante: usando teleobjetivos que dejan a los protagonistas en primer plano, fuera de foco, en función de demostrar que siempre detrás de cada uno hay un historia que se oculta, que uno no puede juzgar a la persona por lo que ve a primera vista.

Aguas Turbulentas es un drama que posee atributos cinematográficos, pero cae en las típicas tentaciones de los culebrones clásicos con moralina y feliz conciliador incluidos. Como en el cine de los Dardenne, el golpe bajo es reemplazado por ciertas sutilezas del lenguaje, que logran separar un poco al espectador de la historia. Pero si quieren que sea honesto, lo que realmente la salva son las soberbias interpretaciones. El resto es discutible.

 

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Sinceramente, muy sinceramente, está película es una de aquellas que me irritan hasta la cólera; pero no por ser malas; sino por lo buenas e interesantes que podrían haber sido y que venían siendo hasta caer estrepitosamente bajo a último momento. Al respecto, me gustaría contarle, querido lector, una pequeña “máxima” que me tiró hace un tiempo un profesor, queriendo guapearme al enterarse de que iba a empezar a redactar crítica, a quién detesto enormemente; pero que, dadas las circunstancias, debo, muy a mi pesar, darle la más absoluta razón: “Una mala película, que arranca como tal, no tiene en absoluto posibilidades de remontarse en ningún punto del metraje. Por otro lado, tené en cuenta que una buena película, en cualquier momento puede irse a pique”.

Lamentablemente, la presente es un ejemplo concreto de esto último.

Un joven, paseando por un parque, jugando, quizás, a iniciarse en el delito o a delinquir como simple pasatiempo pseudo-adolescente, termina matando a un niño. Quizás no estamos absolutamente seguros de la intencionalidad del hecho, pero sí tenemos la certeza, o por lo menos a mi no me quedó ninguna duda, acerca de la responsabilidad de este joven frente a esta muerte. Más tarde, condena cumplida a medias, por buena conducta, sale con la condicional. Como buscando una suerte de perdón divino, se mete en una iglesia como organista. Hasta acá todo venía muy bien. Una elipsis y, por ende, progresión dramática admirable que, como mencionó Rodolfo arriba, me hizo acordar a los Dardenne, donde se vale de lo no dicho, de lo no explicado. Al igual que en El Hijo, no tenemos certeza de que es lo que ha sucedido, del porqué de todo ello. La película hasta cierto punto se vale de este recurso. La muerte del niño parecía ser, por más grave y aberrante que suene esto, apenas una excusa para mostrar todo el problema de redención de este personaje cuando debe retomar su vida. El hecho inevitable de tener que seguir viviendo, donde la condena no es la cárcel, sino la vida misma.

Ahora bien, todo esto se cae porque, justamente, la película juega a explicarlo todo, a la exposición total, de las formas más literales y banales posibles, amparándose en una suerte de compilado de moralejas cristianas acerca de porque Dios creó el pecado y a los pecadores. Lo único interesante que gira en torno a la cuestión con la iglesia, el órgano y su música como conductora de lo dramático, el cual me hizo acordar un tanto a Bergman en Luz de Invierno, es la paradoja que ronda al protagonista, durante todo el segmento que se dedica a contar su lado de la historia. La paradoja en torno al deseo de querer rehacer su vida, dejar atrás el pasado, y, por esto, acercarse de alguna forma, aunque sea como músico, a lo religioso, pero al mismo tiempo, sin dejar una pizca del pasado atrás, puesto que no asume ninguna responsabilidad frente a lo sucedido, es decir, frente a su pecado y, para colmo, se involucra emocionalmente con la sacerdotisa y su hijo, enfermizamente parecido al que murió en sus manos, como un intento, quizás, de redimirse frente a lo sucedido. Esta paradoja es, al menos para mi, el punto más cumbre de la película. Pero como mencionaba antes, a la hora de las conclusiones, la película juega a la moraleja fácil, a tratar de cerrar todo su discurso con palabras, y en ello pierde gran parte de las riquezas que venía construyendo en su desarrollo.

Cuando el montaje se decide a contarnos el otro lado de la moneda, el de la madre que perdió a su hijo, en mi opinión, la película se agota. Vuelve sobre sus pasos, muestra lo tapado, se esmera en no dejar nada al azar, pero a su vez, termina en una redundancia empalagante, interminable, donde se nos explica y re-explica todo el suceso de la muerte de dicho niño; y con esto no sólo borra todo posible rastro de inexactitud respecto a la trama, sino también todo posible rastro de reflexión que se valga del fuera-campo, de lo que queda sin contar, de una posible resolución que se niega a dejar en manos del espectador y queda impostada en una moral artificial por parte de sus personajes.

Por Martín Tricárico 

 

 

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