Los tramoyistas a la vanguardia.
Casi siempre la sinceridad de las road movies y sus viajes iniciáticos o de redención -en el devenir narrativo cumplen la misma función- constituyen ese plus característico que separa al género del resto del panorama cinematográfico. Mientras que en el pasado esta dialéctica de la transformación explícita estaba centrada en personajes vinculados a una militancia quizás abstracta pero definitivamente contracultural y/ o subversiva, durante las últimas décadas se ha producido una especie de actualización doctrinaria que relativizó el componente crítico de antaño y en su relectura new age de los tópicos clásicos puso en primer plano a aquellos secundarios que representaban a la triste burguesía biempensante.
Así las cosas, desaparecida la ética del cambio social de los protagonistas de Busco mi Destino (Easy Rider, 1969), Carretera Asfaltada en dos Direcciones (Two-Lane Blacktop, 1971) o Vanishing Point (1971), hoy sólo queda el derrotero solipsista y de manual de autoayuda de Hacia Rutas Salvajes (Into the Wild, 2007), El Camino (The Way, 2010) o la presente Alma Salvaje (Wild, 2014). En este enroque de la vida en los márgenes por un exorcismo individual vía la evasión hacia la naturaleza más inhóspita, se licuaron todas las utopías y el existencialismo se encuentra enjaulado, a merced de estos tramoyistas que de golpe saltaron a escena sin tener mucho para aportar al desarrollo ni el ímpetu para hacerlo.
En esta oportunidad es precisamente la película de Sean Penn la que oficia de modelo para Alma Salvaje, una vez más con otro adalid del despojo material/ espiritual en plena travesía de autodescubrimiento o algo así. Cheryl Strayed (Reese Witherspoon) decide recorrer a pie un circuito típico de la costa oeste norteamericana, desde la frontera con Canadá hasta su homóloga con México, para “comprender” la muerte de su madre, su divorcio y años extenuantes condimentados con promiscuidad y drogas. La sucesora de la maravillosa El Club de los Desahuciados (Dallas Buyers Club, 2013), el opus anterior de Jean-Marc Vallée, está sustentada en un periplo entre crudo y preciosista repleto de flashbacks con una edición fragmentada en sintonía con aquel glorioso cine indie de las décadas de los 60 y 70.
Si bien resultan indudables la profesionalidad del realizador y sus buenas intenciones, el film no pasa de ser un muestrario estándar de los recursos contemporáneos del género, todo para colmo enmarcado en una labor apenas correcta de Witherspoon en un papel que pedía a gritos a un intérprete de la talla de Matthew McConaughey (tampoco podemos obviar que una prodigiosa Laura Dern termina opacando a la susodicha como su efervescente madre). Un pulso moderadamente disruptivo y cierta visceralidad extraña para el Hollywood actual compensan en gran medida la falta de originalidad, sin embargo no pueden hacer milagros en lo que respecta a la levedad retórica y ese cristianismo anacrónico que ensalza al narcisismo y su trabazón con el dolor más hueco y los comportamientos autodestructivos…
Por Emiliano Fernández