A Sala Llena

0
0
Subtotal: $0,00
No products in the cart.

#CANNES77 | Cannibalismos 07: A ilha dos amores

#CANNES77 | Cannibalismos 07: A ilha dos amores

En los últimos Cannibalismos salía a relucir la screwball comedy a costa de Volveréis y Anora. En Spectateurs!, Arnaud Desplechin no habla de comedias, pero sí de Stanley Cavell a propósito de su libro The World Viewed, un estudio de la ontología del cine en relación con la vida. El título en inglés de la película de Desplechin es “Filmlovers!”, vamos, “cinéfilos” y no solo “espectadores”, si bien esta visión de la cinefilia está asociada a la experiencia de la sala, al espectáculo. A lo largo de una docena de capítulos, en los que se alterna el documental en primera persona con la reconstrucción autobiográfica desde la ficción y a partir de su alter ego, Paul Dedalus, Desplechin va desgranando su visión del cine, en un primer momento con su ontología, después con la experiencia personal, con un mayor peso de la vertiente espectatorial que la creativa. Algunos de estos capítulos son magníficos, como el dedicado al impacto que le produjo Shoah y que le lleva hasta Tel Aviv para entrevistar a la escritora Shoshana Felman. Otros, la mayoría, son demasiado superficiales o abordan grandes temas tan solo con pequeños apuntes. Lo pensaba cuando aborda la representación de los pueblos nativos a partir de Cheyenne Autmn, de John Ford, y enlaza de inmediato con The Exiles, como confiando en que el espectador reconozca la película de Ken MacKenzie y pueda establecer las oportunas conexiones. En ese momento me acordé de Thom Andersen y de cómo un verdadero documentalista le habría sabido dar su verdadera dimensión a un tema tan apasionante.

Leyendo ahora el press-book de Grand Tour me encuentro que la siguiente declaración: “Como en las screwball comedies americanas de los años treinta y cuarenta, la mujer es la cazadora y el hombre la presa. (…) Cambiar entre perspectivas masculinas y femeninas es lo que convierte la comedia en un melodrama.” Ni se me pasó por la cabeza asociar a Grand Tour, de Miguel Gomes, una de las mejores películas que han pasado por Cannes en la última década, con la screwball comedy, si bien es cierto que ese esquema que presenta a la mujer como cazadora y al hombre como presa constituye la síntesis de su estructura. En esta confluyen dos decisiones, complementarias y sucesivas, que arman toda la dialéctica pasado-presente en la que se sustenta toda la película. En primer lugar tendríamos el rodaje de la parte contemporánea, que se lleva a cabo en 2020, con la pandemia por el medio, que al principio emprende el propio Gomes con un pequeño equipo y que luego continuarán otros operadores, dirigidos a distancia. Son meras imágenes documentales de los lugares del sudeste asiático donde se va a suceder la ficción: Rangoon, Singapur, Bangkok, Saigón, Shanghai, Chongqing, etc. Pero estas imágenes servirán para elaborar el guion, la historia que llevará a dos personajes, Edward y Molly, a recorrer todas esas ciudades hasta perderse en un bosque cerca del Tíbet. 

La segunda fase de Grand Tour comprende ya el rodaje de la ficción propiamente dicha, realizada toda en estudios lisboetas y en Cinecittà. Puro artificio: la historia ambientada en 1918 es recreada como el cine del pasado, con decorados, realzando ese tono entre antiguo y melancólico, la recreación de un mundo y una película que no existió (Raya Martin) y que parte de esa visión colonialista que tenía el cine de aquel entonces. En cualquier caso, esta es una película que se duplica en varios sentidos: el temporal y el de la propia historia, narrada desde un doble punto de vista. Una duplicidad que, tengámoslo en cuenta, sirve a un mismo relato. Porque la parte contemporánea, la documental, es mucho más que un mero escenario que ha servido de inspiración para construir la ficción. En realidad, en buena medida y de una forma más acusada en la primera mitad, la ficción se asienta sobre las imágenes documentales, siguiendo una fórmula bien conocida en la que el paisaje sirve de apoyo a la voz en off, unas veces aplicando, ya que antes salía a relucir, el modelo de Lanzmann, “el lugar y la palabra”, otras para fabular desde el ensayo o la ficción. Esto último es lo que hace Gomes, de tal forma que su historia de 1918 se proyecta sobre las imágenes de 2020, buscando acomodo en estos lugares que un día fueron colonias y que hoy, al menos en algunos casos, son de los más prósperos del mundo. Ese es el contraste con el que juega Gomes, una historia del pasado que se sirve de los mimbres de entonces y que se confronta con el presente. También con sus voces, porque la lengua del narrador cambia según en qué país estemos.

Por el contrario, aunque sus protagonistas son británicos y la película se ambienta en Asia, la ficción está hablada en portugués, pues ya decía que aquí lo que dominaba era el artificio, asumido como tal, eso sí (por si había alguna duda, ahí queda el penúltimo plano de la película). Quizás no sea muy adecuado hablar de documental y ficción pues todas las imágenes de Grand Tour cuentan la misma historia, aunque sí sea oportuno diferenciar entre el rodaje en exteriores y en estudio. Porque es en este último donde intervienen y habitan los actores que dan vida a Edward (Gonçalo Waddington), Molly (Crista Alfaiate) y los demás personajes. La historia en sí parece una variación sobre el tema de los “amores de perdición”, solo que en manos de Gomes el filtro es el de la ironía, con esa Molly tan tozuda como descreída, o con esa risa ridícula que rompe cualquier pretensión dramática de muchas de las situaciones. Pero es una historia de “amores de perdición” invertida o poco abocada a la “perdición”. En su primera parte tenemos a Edward esperando a Molly en Rangoon. Llevan siete años de compromiso y ella viaja a Birmania para la boda. Minutos antes de que llegue su barco, Edward huye, primero a Singapur, luego a Bangkok, hasta que llega a China y, de alguna manera, lo perdemos camino del Tíbet. Él sabe que Molly lo está persiguiendo porque de vez en cuando le llegan sus telegramas, sin que nunca llegue a saber a ciencia cierta cómo consigue localizarlo, hasta que deja de recibir esos telegramas. Es entonces cuando la película vuelve a Rangoon y vuelve a contar la historia desde la perspectiva de Molly. Este es el tercer “grand tour” de Grand Tour: la filmación documental, el viaje de Edward y el viaje de Molly. Este último permite construir un personaje mucho más complejo y moderno, el de una mujer que persigue al hombre, el del prototípico personaje femenino de una screwball comedy que, en tanto cazadora, no dejará de acechar a su presa.

Grand Tour tiene mucho del cine anterior de Miguel Gomes (y las comparaciones con Tabú van a ser inevitables), pero creo que es mucho más interesante si la vemos desde otra perspectiva, la de su relación con otros cineastas portugueses. La historia podría encajar perfectamente en ese universo de los amores de perdición de Manoel de Oliveira (la presencia de Diogo Dória parece una declaración de intenciones), quién habría acentuado el melodrama y el teatro sobre la distancia irónica y la reflexión en torno al sentido de estas historias en el presente. Pero creo que el referente más obvio es el de Paulo Rocha: con Grand Tour Gomes ha filmado su A ilha dos amores.

Dejá un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

También te puede interesar...

BUSCADOR

Generic selectors
Solo coincidencias exactas
Búsqueda por título
Búsqueda en contenido
Post Type Selectors

ÚLTIMAS ENTRADAS

Recibe las últimas novedades

Suscríbete a nuestro Newsletter