(Argentina, 2019)
Guion, dirección, investigación y producción: Pablo Reyero. Dirección de producción: Eleonora Menutti. Dirección de fotografía: Pablo Reyero. Sonido directo: Juan Pablo Lucas. Montaje: Lucas Boran. Duración: 107 minutos.
Hay dos ideas de paisaje rondando el documental de Pablo Reyero, quien desempeñó varias funciones en la obra. Ambos bocetos construyen una mirada atenta sobre las tradiciones ancestrales de los mapuches y los huincas. Detengámonos primero en una concepción de <<paisaje>> que no implica embellecer artificiosamente un lugar y sus habitantes, aunque los planos generales de Neuquén, persistentes a lo largo de toda la obra, nos embarguen no pocas veces. Paisaje, tomando a Merleau-Ponty, sería lo que nos enseña qué es algo mientras se está en ese sitio. Entonces, la disposición de ciertos elementos (geográficos, topográficos, climatológicos, fluviales…) nos habla de un lugar vivido como existencia, no como mero sitio de “paso”. De entrada, hay que notar la paradoja con el título Paso San Ignacio.
Ahora, Reyero toma dos elementos centrales de la imagen cinematográfica para que paisaje no implique algo externo, ni siquiera para nosotros que somos espectadores. El primer elemento, lo podemos intuir, son los planos generales de las tierras neuquinas en contraste con planos americanos o planos medios para las entrevistas de habitantes mapuches. Las conversaciones se despliegan por parejas. Y ellos son quienes van quedando de una cultura diezmada por el clima, las migraciones y, actualmente, la falta de agua. Reyero no recurre a la condescendencia para retratarlos, pero tampoco pierde la oportunidad para que las palabras de ellos, sus cantos contadísimos y por momentos remotos, nos hagan sentir que estamos frente a una despedida. Que no haya melancolía en este saludo final, sino una mirada con templanza, es un logro de los realizadores.
El segundo rasgo es la voz en off, fuera de plano pero que pertenece a estos habitantes solitarios o desolados, sobre todo Gerónimo y Susana, Lucho y Elba, Sebastián y Ercila, Laureano y Miriam. Sus relatos que giran en torno a las huidas frente al dolor, sus anécdotas y creencias donde confluyen posibles extraterrestres, dioses bastante alejados del catolicismo o su árbol genealógico; conforman una cosmogonía en apariencia alejada de nosotros, más citadinos y dispersos. Es aquí donde paisaje no significa belleza, sino percepción. Estas voces que bañan varios fragmentos de la obra nos dirigen la mirada, ya no hacia algo en la imagen cinematográfica, sino hacia lo que somos en sí.
Esto que parecería pseudo-filosofía para algunos está remarcado en el hecho de la distancia entre la mirada y el referido paisaje. Casi todos los planos se alejan tanto de los sujetos como de los lugares que vemos. Pero esta distancia frente a la aridez no impide que haya una cercanía con la feminidad. Hay unos pocos primeros planos dedicados a la emoción y la soledad de las mujeres que arman cierta confidencia entre espectador y obra. Como si frente a la distancia geográfica y física que nos embarga, la emoción nos pudiera inquietar apenas por un instante. Queda de parte de cada espectador fijar si ese quiebre provoca empatía o más lejanía, pero relativizar la postura no empobrecerá lo desolador de estas tierras.
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