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CRÍTICAS - CINE

El repostero de Berlín (The Cakemaker)

(Israel, Alemania, 2017)

Guion y dirección: Ofir Raul Graizer. Fotografía: Omri Aloni. Música: Dominique Charpentier. Elenco: Tim Kalkhof, Sarah Adler, Roy Miller, Zohar Shtrauss, Sandra Sade, Tamir Ben Yehuda. Distribuidora: Mirada Distribution. Duración: 113 minutos.

El axioma señala que lo que importa en cualquier forma artística no es tanto el qué sino el cómo. El Guernica de Picasso, la novela Distancia de rescate de Samanta Schweblin, el Bolero de Ravel o el documental Toda esa sangre en el monte, actualmente en cartel, niegan esa afirmación: todas ellas tienen un “qué” muy fuerte, y ninguna desatiende el “cómo”. En líneas generales, el axioma es correcto: el arte es antes que nada forma. En la forma está el contenido. Si algo tiene de bueno El repostero de Berlín, ópera prima del israelí Ofir Raul Graizer, es el modo en que narra una historia tan poco original, que más de una película previa ya la contó antes.

Un hombre se enamora de un extranjero, sabiendo que está casado. Varios meses más tarde, sufriendo su ausencia, va a visitarlo a su país y se encuentra con una lúgubre sorpresa. Traba entonces contacto con la viuda, que tal vez represente para él algo del amor ausente. Para poner nombres y datos: el israelí Oren viaja todos los meses a Berlín por cuestiones de trabajo. Allí conoce al pastelero Thomas, dueño de un café. Se hacen amantes y Thomas parte a Jerusalén, donde traba contacto con Anat, su viuda, y con su pequeño hijo. Anat también es dueña de un café donde sirve comida kosher, autorizada por el rabino. Le faltan productos de repostería, y allí, sentado a una mesa, hay un parroquiano rubio y apuesto, que habla en alemán y se especializa en preparar delicias dulces. ¿Alguien dijo que en este guion, escrito por el propio Graizer, las piezas no estaban armadas para encajar como en un Rasti?

¿Pero no pasaba algo parecido en Casablanca, donde de todas las ciudades del mundo Ilsa Lund y su marido iban a parar justo allí donde estaba su ex (dueño de un café, también)? ¿O en cualquier buddy movie, donde los protagonistas son el reverso perfecto uno del otro? ¿O en Nueve reinas, donde todo está armado en función del final sorpresa? Hay guiones buenos, muy buenos, geniales, y hay otros que sirven como escenario para que la película se pare en algún lado y así desplegar su número. Éste es uno de esos casos. No solo hay varias películas previas en las que se arma un triángulo hombre-amado/amada-viudx, sino que –desde La fiesta de Babette para acá– hay muchas más en las que la comida y su preparación funcionan como metáfora del deseo, del disfrute, del placer. No conviene pedirle originalidad a la trama de El repostero de Berlín. Es que no hay que buscar lo propio de la película en su trama sino en una fisicidad específica que claramente Graizer sabe filmar, y que se manifiesta tanto en los personajes con más cuerpo como en un modo de construir la narración, que no tiene nada de gratuito y que convierte a la película en un paradójico objeto singular, en tanto se erige sobre una base vulgar.

El repostero de Berlín tiene un tono quedo, muchos silencios, más miradas que diálogos, voces trémulas, planos justos y homogeneidad visual. El tono se corresponde, claro, con la circunstancia de duelo que atraviesan los personajes. Pero también influye que Thomas mantiene ante Anat el secreto de su relación con Oren, lo cual hace de él un personaje en estado de contención. La actuación de Tim Kalkhof es excelente, ya que no confunde contención con hermetismo. Por el contrario, su Thomas todo el tiempo parece a punto de franquearse, pero queda en ese punto porque la situación se lo impide. No le va muy en zaga lo de la francesa Sarah Adler en el papel de Anat. En su caso, la tensión es entre el duelo y el anhelo que siente por ese desconocido que le permite reconectarse con un marido que ya no tiene.

Más allá de que amasar de a dos la masa de repostería es, en su combinación de fuerza y tacto, una referencia tal vez demasiado obvia a la sexualidad, la escena erótica entre ambos es notable. Si bien debe haber en su historia casi tantas escenas de sexo como de muerte, al cine le resulta más difícil filmar el sexo que la muerte. La mayoría de las escenas de sexo filmadas durante estos cientoveintipico de años son mecánicas, artificiales, exteriores. Salvo las de Hitchcock, que era capaz de filmar besos como si fueran orgasmos. Tomándose todo el tiempo necesario, Graizer, Adler y Kalkhof construyen pausada y tentativamente el acercamiento entre ambos y crean sensorialidad a través de roces leves, suaves, lentos. Se trata de una forma de sexualidad más femenina que masculina, si recurrimos a estereotipos. Tal vez sea ésa la clave para que el cine pueda empezar a filmar bien el deseo y el sexo: pasar de la burda mecánica masculina a la lenta intensidad femenina. De ser así, El repostero de Berlín habrá quedado como modelo a seguir.

 

 

 

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