Sí, uno bien podría hablar de la primera vez que vio La guerra de un solo hombre, recordar semejante impacto. O de la lectura de un libro de Edgardo Cozarinsky en algún viaje memorable, y de cambiar mensajes con él en esas horas, desde un tren que se acercaba a una de las maravillas del mundo. O los famosos desayunos con champán y de la capacidad de Edgardo de mirar, analizar y conversar, de su talento múltiple para dotar, con uno o dos pases de magia veloz, de mayor gracia al mundo. Ya han aparecido muchos obituarios sobre Edgardo, y hasta este artículo extraordinario de Pablo Gianera, uno de esos que prueban que con Edgardo Cozarinsky no solamente se fue un artista multifacético sino además una forma de estar en el mundo que, al menos hoy, se siente irremplazable. Leer la nota de Gianera, claro, nos acerca una vez más a la singularidad fulgurante de Edgardo.
Y ahora vayamos al centro de este texto, porque el objetivo de estas líneas es hablar de un momento del que seguramente no haya mención alguna en los otros artículos que se escribieron y que se escribirán sobre la vida de Edgardo. Lo que sigue es, probablemente, un detalle, que algunos verán como una nimiedad, pero que creo que no debe perderse. Además, tuve la suerte de ser uno de los pocos testigos de una contagiosa y expansiva fascinación de Edgardo por una película en particular, que seguramente casi nadie recuerde. Era el cuarto Bafici, el del año 2002, una edición de las más complicadas (y eso que las hubo). Más allá de los asuntos económicos cruciales y acuciantes, se sumaron incluso más problemas. El jurado principal, el de la competencia internacional de largometrajes, estaba integrado por seis personas. Apenas iniciado el festival ya quedaban cinco, porque uno que supuestamente iba a estar todo el evento se fue apenas comenzó el festival, ya ni recuerdo el motivo. De esos cinco que quedaban en pie uno tuvo un problema de salud a la mitad del evento y se tuvo que retirar del jurado. Y entonces quedaron cuatro: un canadiense, una taiwanesa, un surcoreano y Edgardo. Un jurado reducido en un tercio de sus integrantes (bueno, la reducción del valor del peso frente al dólar había sido aún más drástica en esos meses). En la deliberación final, en un lugar muy de fin de siglo XX en Puerto Madero, estaban los cuatro miembros del diezmado jurado. Y yo estaba ahí también para organizar la cena y para llevar las actas e informar los premios a la organización, etc. Los premios que se otorgaron los pueden buscar fácilmente -bueno, no tanto- en Internet. Pero yo quiero hablar de un premio que no se otorgó, porque Edgardo no encontró quórum, socios o cómplices. Y es el premio que Edgardo quería dar a la película singapurense Chicken Rice War, sobre la que Quintín había escrito esto en el catálogo del festival: “En esta versión de Romeo y Julieta, los Montescos y Capuletos son dos familias chinas que tienen puestos contiguos de venta de comida en el mercado. La relación entre los enamorados se desarrolla a raíz de la representación de una obra de teatro (adivinen cuál) en el colegio. Es la clase de films que (como The Iron Ladies el año pasado) se supone que los festivales serios no deben exhibir y menos aún dentro de la competencia oficial. Para mentes más desprejuiciadas puede ser, en cambio, una ráfaga de frescura, una celebración de la ingenuidad y una entrada (seguramente por la ventana) en la desconocida cinematografía de Singapur. No sabemos si Shakespeare se estará revolviendo en la tumba, pero seguramente lo viene haciendo desde los tiempos de Zeffirelli y Shakespeare apasionado sin que el hecho despierte demasiadas protestas.”
Cuando Edgardo vio que no iba a ser posible conseguir un premio para la película (estaba solo contra tres) intentó que se destacara con alguna mención especial la actuación de Jonathan Lim por su personaje de Hugo A Go Goh. Pero tampoco pudo, la suya era realmente la guerra de un solo hombre. Edgardo no logró que se premiara a Hugo A Go Goh, pero yo siempre recordaré su genuina fascinación por la película y el brillo de sus ojos al elogiar a ese personaje, ese brillo que nos decía que Edgardo había encontrado algo singular en el mundo y que, como siempre, tenía la generosidad de compartirlo con nosotros.