A Sala Llena

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DOSSIER

Historias de gente común

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Relatos Salvajes marca el regreso al cine de Damián Szifrón, con una película de corte episódico bajo el signo de estos tiempos: la violencia, la cual aparece como el eje direccional de todos los segmentos. El nutrido elenco que incluye a Ricardo Darín, Darío Grandinetti, Érica Rivas, Leonardo Sbaraglia y Oscar Martínez -entre otros- aporta una cuota más de expectativas para lo que es sin dudas uno de los acontecimientos del cine nacional de este año.

Advertencia: este texto contiene spoilers.

La maldición episódica.

Relatos Salvajes es un film episódico. Sobre este sintagma casi nada se escuchó al término de la función de prensa e incluso es algo sobre lo que poco se ha hablado desde entonces. Es curioso como algunas organizaciones formales bien evidentes pasan de largo para la crítica, que se encolumna rápidamente en el análisis de una sola dimensión, aquí la temática. Precisamente, la violencia social como cordel que une a las seis historias es una marca que se hace evidente como parte de un procedimiento desprendido de la organización narrativa del film. Y esa organización tiene una historia en la Historia del cine, los relatos episódicos arrastran un peso extra desde la largada: dividir en fragmentos el interés del espectador, es decir, seducirlo varias veces, principalmente con distintos protagonistas y con distintas historias. De alguna manera, repetir el acto de seducción es una de las claves para entender el fracaso de los episodios dentro de una película, por más conexión temática que haya entre ellos.

Cuando el eje temático es más general y la unión es forzada al extremo se da el caso de La Dimensión Desconocida (1983), un homenaje a la serie de ciencia ficción que Spielberg, Dante, Miller y Landis se encargaron de dirigir, al recrear cada uno un capítulo. La declaración de amor de la infancia de todos ellos no bastó para eludir el fracaso que resultó esta empresa. Claramente todos ellos exhiben en sus filmografías particulares una relación fiel con la cinefilia, con una dialéctica comprendida por sus producciones cinematográficas en un diálogo con el cine anterior: el de la infancia y el de la adolescencia. Otro film con la misma estructura era Historias de Nueva York (1989), que unía a un tridente de cineastas consagrados de la ciudad. Lamentablemente recibió las mismas críticas negativas y la poca repercusión del público que el proyecto de Spielberg sobre La Dimensión Desconocida. La idea inicial era narrar historias con Nueva York de fondo, si bien Francis Coppola se desplazaba un poco geográficamente con su segmento Life Without Zoe, aunque también lo hacía en un sentido solemne respecto a las dos historias de sus compañeros, quienes se mostraron más relajados en sus segmentos.

El curioso caso de Damián Szifrón.

El caso de Damián Szifrón es curioso porque si bien es un director que tiene una filiación con el cine de género -el policial, el fantástico en todas sus formas y principalmente la comedia- su carrera es parecida a la de un auteur que se toma tiempos largos para retomar proyectos, es así que desde Tiempo de Valientes han pasado ocho largos años hasta Relatos Salvajes. La comedia era el género del cual se evidenciaban más rasgos en sus series, Los Simuladores (éxito monstruoso en la TV argentina) y Hermanos y Detectives (una variante familiar de lo que podría ser una buddy movie). En la primera, la cinefilia o el diálogo de su producción con el cine de su infancia y adolescencia (películas, personajes, situaciones puntuales de una trama, citas, etc.) aparecían siempre con un peso dramático, no eran simples guiños sino que esa muestra de un cine aprehendido se mostraba como parte de una dialéctica. El humor de Los Simuladores casi siempre se daba por tener una narración en la que los cuatro personajes principales sabían más que los personajes de turno, las operaciones de simulación siempre se gestaban a partir de una tensión del verosímil que se estiraba al máximo, basta con recordar la misión de Milazzo, villano que se convirtió en un enemigo silente pero omnipresente en la segunda temporada. En Hermanos y Detectives la pasión por lo detectivesco ocupaba casi todo el territorio cinéfilo (y “seriefilo”, si existe el término) pero también había un paseo por clásicos de Conan Doyle y los posteriores exponentes de la serie negra, aunque la formalidad de una buddy movie se posaba por encima de los otros rasgos mencionados.

En el medio de sus dos éxitos televisivos, Szifrón hacía sus dos primeras películas: El Fondo del Mar (2003) y Tiempo de Valientes (2005). Su opera prima indagaba en la paranoia de un hombre con su novia; el suspenso y la comedia nerviosa se trenzaban con una narración siempre al borde del absurdo no buscado. La segunda experiencia cinematográfica mostraba una filiación genérica con su proyecto de TV –Hermanos y Detectives– aquí bajo la clara premisa de dos personajes opuestos (un policía y un psiquiatra) unidos a la fuerza en una situación de aventura extraordinaria. Luego de las primeras pruebas de fuego, el salto a una producción algo más ambiciosa parecía ser el estadio siguiente de su filmografía: lo que siguió fue un exilio a España a trabajar en una nueva versión de Los Simuladores para ese país, lo que también se puede leer como el comienzo del ostracismo en la carrera de Szifrón. Desde entonces no sobraron los rumores sobre el posible regreso al cine del “niño maravilla” del cine de género nacional, casi como una necesidad para mantener flameante esa llama casi negada y definitivamente maltratada por muchos oportunistas.

Seis círculos de la violencia.

Volvió un día y con seis historias todas cortadas por la misma tijera. Como cada film de episodios, Relatos Salvajes evidencia una conexión temática entre todas sus historias para tejer el relato; la forma de su organización narrativa. El eje temático es, sin dudas, la violencia cotidiana, que se aparece repentinamente y nos toma de sorpresa. No por nada el prólogo es la única de las historias en la que los personajes están en un espacio del que no pueden escapar, el cual se hace más claustrofóbico en el momento que se destapa la sorpresa: el plan de un personaje fuera de campo. Lo que sigue es una secuencia de títulos rústica y metafórica pero no por eso menos efectiva, que no hace más que reconfirmar el humor incómodo, corrosivo y hasta satírico; así el prólogo como buen prólogo se encarga de presentar el tema, el tono y los límites.

Más allá del promisorio comienzo, Relatos Salvajes asoma en su horizonte la filiación en lo desparejo con la historia del cine episódico. La historia de la joven camarera y la veterana cocinera en un perdido restaurante del interior bonaerense se construye bajo el rigor del suspenso más psicológico, el cual -a través de la historia- le presenta a sus personajes diferentes posibilidades con potables finales bien opuestos. Si bien el in crescendo del corto progresa fluidamente -bajo los cánones del suspenso bien aplicados-, el final aflora precozmente y busca esconderse bajo el efectismo de la violencia bien física y gráfica (hasta este punto la violencia era verbal). Tan acelerado resulta el desenlace que ni siquiera hay lugar para un epílogo, la resolución no deja espacio siquiera para expresar algún sentimiento, probablemente la estructura de cortometraje es la que colabore con este vacío final porque el desarrollo dramático de los personajes y sus relaciones (en un puñado de minutos) no es sencillo de ejecutar, no importa el tono o la atmósfera genérica en el que se inscriba.

El exterior soleado del siguiente episodio marca desde el inicio el contraste absoluto con la historia del bar. Un auto de alta gama se desplaza por una ruta panorámica de Salta, su conductor (un cuarentón que reconfirma el status social que se esbozaba con el plano inicial del vehículo) sufre el “jueguito” de un auto ochentoso y despintado que no le permite el paso. Cuando finalmente puede superar a su rival ocasional, no tiene mejor idea que propinarle un insulto xenófobo al pasar. Este acto tiene su resignificación metros más adelante porque el señor del auto caro queda varado al costado de la ruta. La lucha de clases se da de manera bien tangible, el conductor de clase baja al alcanzarlo descarga toda su furia, mientras el cuarentón busca defenderse al llamar a la policía (institución que siempre parece ser requerida por aquellos que vilipendian al Estado). La variable de la violencia física aquí juega en otra liga; en la de una progresión que escala peldaños, hasta llegar a un punto en el que lo material es sustituido por decisiones suicidas. El auto al borde de la pendiente y el intento de estrangulamiento con el cinturón de seguridad conforman dos de las situaciones de acción mejores logradas, en términos de tensión, verosimilitud y tiempo interno del cine nacional. El rulo de este segmento desnuda parte de la ingeniera diabólica y cínica de un Szifrón que se calza -al menos por un plano- el traje de los hermanos Coen.

Si hasta este momento la idea de que “todos podemos perder el control” (el más importante de los varios tag lines que tiene la película en sus dispositivos de difusión) no surgía explícitamente, el corto que tiene como protagonista a Ricardo Darín, hoy como un ingeniero que busca llegar pronto para el festejo del cumpleaños de su hija, aquí se materializa ferozmente. Como en todos los episodios, el azar aparece como una misteriosa e intangible variable, en este caso para invitar al protagonista a participar del maravilloso universo de la burocracia estatal, representada por las instituciones que antes de abogar por un orden buscan recaudar vorazmente sin atender mínimamente el menor de los atenuantes. Así es que este hombre incrementará su ira a partir de varios sucesos de una misma índole. El episodio en cuestión es el único que se desarrolla con saltos temporales, todos hacia delante. Hay un pequeño guiño formal a El Padrino, luego del clímax, cuando los diarios reflejan en sus tapas el suceso de la explosión, las cuales aparecen con marcas de agua y con un piano como banda sonora, similar a la escena posterior a la venganza de Michael Corleone contra Solozzo y McCluskey, en el restaurant.

Szifrón, quien siempre se mostró crítico de los medios de comunicación (a través de sus trabajos en TV mayormente), en el siguiente episodio agudiza una temática frecuentada por los noticieros: la impunidad de los conductores que atropellan y huyen de la escena del siniestro. La estructura de thriller regresa y la variable del tiempo es utilizada para marcar el encadenamiento de situaciones que elevan la tensión al máximo, la cual se da particularmente en este corto por cambios repentinos en el accionar de los personajes (solo el joven culpable es el que tiene un objetivo claro: entregarse). Ninguno de los otros lo escucha, todos los que lo rodean le dictan con seguridad lo que debe hacer, de alguna manera la juventud del culpable es lo que determina algo de pulcritud entre tanta miseria. El director deja un margen para el humor -a pesar del escenario dantesco que se vive en la casona de San Isidro donde se desarrolla este thriller- pero no es más que ese humor que se veía en el capítulo de los conductores en el paisaje salteño, ese que corroe porque genera nerviosismo, aquí articulado con la tensión de un tácito tiempo límite. El gancho final aparece como una maza de justicia, que no cierra con el moño cínico del episodio de los conductores sino que abre aún más el cráter que generó todo.

Para el final llega Érica Rivas, una actriz que merece estar ya mismo en el firmamento del cine nacional. Su presencia ilumina cada cuadro y fortalece cada diálogo que sale de su boca. Llegado a este punto, Szifrón pareciera que pretende simplemente divertirse, es por eso que el contexto del último corto es exclusivo del ámbito de lo privado, a diferencia de todos los anteriores, porque se desarrolla en un hotel durante una fiesta de casamiento. Allí aparecen los lugares y personajes comunes: las familias de los novios que esconden sus diferencias, los momentos propios de esta fiesta (el vals, la mesa dulce, el carnaval carioca, entre otros), el DJ insoportable, los ornamentos del salón, etc. Precisamente, el acontecimiento se ubicará en lo extraordinario en relación al universo del casamiento, y es que la novia se entera de que es una “cornuda” segundos antes de comenzar el vals de los novios (otro cliché) con su flamante esposo. Szifrón maneja con buena muñeca la tensión forjada desde el momento de la revelación hasta la explosión de bronca. La novia huye despavorida y lo que arrancó como un cóctel que mezcla shock, tristeza e impotencia irá variando gradualmente hacia el estadio emocional de la violencia extrema, comprendida por sarcasmo e histrionismo en dosis altas. El tour de force de Rivas atraviesa diferentes estadios emocionales hasta alcanzar el grotesco más vergonzoso, dentro de un escenario que suele pintar la expectativa por la unión bajo una de las instituciones más antiguas y que define -en cierta forma- el orden de una sociedad. Hacia el final absoluto, Szifrón inyecta algo de relax, una suerte de bálsamo desgarrado para tanta intensidad desparramada (casi toda de Rivas). Este último plano, en ralentí y exagerado por la música, tira hacia abajo el halo de gravedad que bordeaba y hasta invadía, en algunos momentos de los cortos, a Relatos Salvajes, cuyo título expone algo bien directo y sin rodeos porque no hay nada más detrás de esas dos palabras.

Las correlaciones con la crispación (palabra clave utilizada por los periodistas en la conferencia de prensa de la película), cada vez más espesa, y con los tironeos ideológicos quedaran para aquellos que deseen estancarse en la capa más superficial de Relatos Salvajes, que si bien se encarga de nutrir sus historias con el signo de estos tiempos (la violencia) no pretende sentar las bases de un postulado, ni siquiera de un retrato fidedigno de la sociedad, tampoco exige una discusión sobre la dimensión temática, la cual se evidencia como el eje que atraviesa a todos los episodios. El tercer film de Damián Szifrón es más honesto y frontal pero menos ambicioso en la idea de pararse en el horizonte eyectado de la verdad o la falsa objetividad, desde la cual se baja una línea única, como ha sucedido con otros films nacionales de este año (el caso más axiomático de la falsa objetividad ha sido El Diálogo de Juan Cristónomo). Relatos Salvajes es despareja pero recta, es tradicional pero arriesgada. Es -por sobre todo- una película que, más allá de exhibir toda su desnudez organizacional al mostrarse como un film episódico, logra imponer su articulación de forma y contenido, de los cuales borra sus límites: precisamente en ese movimiento quizás esté la mayor virtud de un film que aparenta ser más de lo mismo ante la mirada simple. Nada más engañoso.

 

Por José Tripodero

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