A Sala Llena

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DOSSIER

Imprimir la Leyenda, otra vez

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Hay una especie de felicidad secreta en el primer plano que ejecuta Spielberg en Puente de Espías, una euforia que tiene un fuerte arraigo en los viejos componentes formales que construyen el bello conservadurismo del clasicismo. En él podemos observar a uno de los personajes centrales de la película, el espía ruso Rudolf Abel (brillante Mark Rylance) pintando un autorretrato en un lienzo, mirándose al espejo para formular la construcción de sentido del cuadro.

Ahora bien, Rudolf Abel pinta algo distinto a lo que refleja el espejo. Los espejos en el cine tienen una connotación que se utiliza para develar la moral con la que los personajes creen afrontar el mundo. Abel se mira al espejo de frente, se siente completo, íntegro. Como Alain Delon en El Samurái. El espejo lo refracta con una impecable camisa blanca, color límpido, que acentúa la integridad de Rudolf. Sin embargo, en el lienzo donde pinta su retrato vemos otra cosa: decide pintar su rostro de manera exacta -es decir, no caricaturiza- y mantiene en línea un preciso realismo, pero el fondo de la pintura es de color negro profundo y la camisa también es de color negro, el opuesto perfecto a lo que ve en el espejo.

La puesta en escena de Spielberg es clara y concisa, en una sola toma muestra la ambigüedad del personaje, su moral y como lo mira el mundo. Si recordamos que Bazin dijo en la década del cincuenta que el cine estaba obligado a reflejar la ambigüedad, las dos caras del mundo, podemos decir que el inicio de Puente de Espías es perfectamente baziniano. Hay una suerte de resignación por parte de Abel en la pintura. Su moral integra, de trabajador inclaudicable que brinda un servicio a su país, tiene la contraposición de ser visto como un asesino en Estados Unidos y como un traidor en la Unión Soviética ante una eventual captura. Abel sabe que no hay salida y que su realidad es el lienzo, por más que su verdad sea el espejo. Durante todo el relato mantiene esa moral y esa integridad, la misma que tiene James B. Donovan (lo mejor de Tom Hanks en años) otro personaje ambiguo que debe defender al ruso, como abogado, en tierra Americana.

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La moral de ambos personajes nos lleva a una idea religiosa sacrificial, casi purgatorial, poniendo todo en juego en pos del cumplimiento del deber. Ambos enfrentan la muerte (a Donovan le balean la casa por darle garantías al ruso) y en este fotograma de Spielberg lo vemos a través de la intensidad de la luz que ingresa por las cripticas rejas negras que adornan el ventanal carcelario, potenciando la idea de entrega total al sacrificio. Idea que termina potenciándose sobre el puente, cuando Abel ve consumado su temor y cruza el mismo como un viaje hacia el más allá. Ahí es donde queda de lado la visión que reflejaba el espejo y se liberaba el terror pintado en el lienzo. Spielberg como buen Fordiano que aprendió la lección de Un Tiro en la Noche, nos deja en claro sentando en el asiento de atrás del auto a Abel, que el cine otra vez elige dejar de lado la verdad del espejo, para imprimir la leyenda del lienzo.

Carlos Federico Rey

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