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CRÍTICAS - CINE

La Invocación (Haunt)

(Estados Unidos, 2013)

Dirección: Mac Carter. Guión: Andrew Barrer. Elenco: Harrison Gilbertson, Liana Liberato, Jacki Weaver, Ione Skye, Brian Wimmer, Danielle Chuchran. Producción: Bill Block, Paul Hanson, Anton Lessine. Distribuidora: Energía Entusiasta. Duración: 86 minutos.

Sobre la asepsia formal…

Detengámonos por un instante en un rasgo específico de gran parte del cine de género de la actualidad, el conservadurismo tanto ideológico como estructural. Hablamos de una tendencia insoportable que modela una y otra vez bajo el mismo tenor arquetipos retóricos nunca reaccionarios de por sí, abarcando no sólo la duplicación ad infinitum de patrones standards que obedecen a la lógica comercial sino también la reproducción de una mojigatería muy preocupante a nivel creativo. Mientras que en otros períodos podíamos llegar a encontrar con gran facilidad obras que brillasen con luz propia o por lo menos se distinguiesen del resto, en nuestros días determinadas “vertientes” parecen petrificadas.

Tanto en lo que se refiere al mainstream como a una supuesta independencia periférica, en el ámbito de la industria cinematográfica estadounidense durante las últimas dos décadas se ha consolidado una suerte de fórmula que garantiza -según los “cráneos” de las productoras y sus títeres de turno- comedias o films de terror exitosos, los dos ejemplos máximos de la reducción que opera sobre campos otrora deslumbrantes (“sexo”, “gore” y “perspicacia” son palabras prohibidas). Un contexto miserable, personajes pueriles, un andamiaje formal vetusto y una multitud de recursos reciclados son las características principales a la hora de aniñar las propuestas para conseguir ese patético “guiño” por parte del ente de calificación.

Por supuesto que bajando la edad del espectador potencial se empobrece paulatinamente los productos, los realizadores y el público del futuro, sumado a que toda la maquinaría queda tildada en un “piloto automático” que genera proyectos tan anodinos como La Invocación (Haunt, 2013), otra historia irrelevante de fantasmas furiosos en pos de venganza, eco lejano del J-Horror de lustros anteriores. En esta oportunidad es la familia Asher la que se muda a un caserón para rápidamente comenzar a experimentar una serie de situaciones símil The Amityville Horror (1979). Aquí un minimalismo naif corre a la par de la ausencia de novedades y una duración justa en lo que hace al aprovechamiento del acerbo genérico.

Si bien el enfoque que adopta la película le juega a favor, centrándose en Evan (Harrison Gilbertson), el hijo mayor del clan, y obviando la dialéctica quemada de la “amenaza” a los querubines de siempre, la trama recurre a muchos clichés y no va más allá del bus effect al momento de los sustos. Realmente es una pena porque la ópera prima de Mac Carter tampoco llega a molestar y hasta ofrece algunos diálogos interesantes entre Evan y su vecina Samantha (Liana Liberato), cuyo tópico es la curiosidad teológica. De todas formas, como cinéfilos ya sabemos que si deseamos evitar la asepsia del norte debemos volcarnos al resto del globo, donde la muerte sí suele ir de la mano de las vísceras y el intelecto…

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Por Emiliano Fernández

 

A los fantasmas se les va la mano.

Mac Carter es un director sumamente extraño. Su carrera como cineasta comenzó en 2010 con su ópera prima Secret Origin: The Story of DC Comics, un documental fallido, escrito por Mac Carter y narrado por una voz en off de Ryan Reynolds, que abusaba del tono didáctico y del montaje televisivo. La película, con efectos adversos como la somnolencia y el tedio, recorría década por década el nacimiento de los distintos superhéroes y los éxitos y altibajos de la editorial estadounidense de historietas a través de entrevistas sedientas de emotividad. Tres años después estrenó en Estados Unidos su segunda película, La Invocación, incursionando en el terreno de la ficción para demostrar que, sin importar el “modo narrativo”, su manera de filmar es tan impersonal como regalar bombachas rosas en navidad.

Guionada por el debutante Andrew Barrer, La Invocación relata, con letras gigantes y fluorescentes, las aventuras trágicas que vive una familia al mudarse a una casa habitada por espíritus chocarreros: los fantasmas, bellamente diseñados por el estudio Weta, acosan a los nuevos propietarios con el mismo entusiasmo terrorífico con el que The Cable Guy (Jim Carrey) perseguía a Steven M. Kovacs (Matthew Broderick). El caserón de las sombras atesora un pasado oscuro que late en el presente de cada puerta y ventana del amargo hogar, pero no hay misterios ni tampoco enigmas ya que todos los eventos sobrenaturales son explicados por la voz en off de un personaje en los primeros minutos de metraje.

Las fallas de la película son tantas que se podrían ordenar alfabéticamente, empezando por el despliegue insensato de recursos formales que nada le aportan a las necesidades del relato: el uso excesivo de montaje entrecortado con estética de video clip y la sobreexplicación de las muertes con el insert de las transparencias de los cuerpos. “De todos los géneros, el de terror es el que más añora el silencio. El western se benefició de los diálogos, y los musicales y el género negro son impensables sin palabras. Pero en un film de terror clásico, casi todo lo que se pueda decir sonará superfluo o ridículo”, afirmaba Roger Ebert en su crítica de La Caída de la Casa Usher (Jean Epstein, 1928). Mac Carter, como el peor alumno de Robert Ebert, opta por el camino opuesto: tatúa las lenguas de los personajes con textos reveladores para que escupan líneas de diálogo como semillas de mandarina.

Los fantasmas actúan de manera contradictoria ya que los móviles narrativos son traicionados para diluir a la película de terror en una serie reducida de sobresaltos anunciados (por ejemplo, cuando el fantasma de corta edad rompe la cuarta pared para que el espectador salte de la butaca). La mayoría de las películas de terror norteamericanas contemporáneas mastican ese viejo cine de género valioso y perturbador, pero su sistema digestivo es tan veloz que solo pueden exhibir un inodoro vómito cinematográfico, con partículas de alimento reconocibles pero totalmente destruidas; sin forma. Quien muera o sobreviva en La Invocación no nos quita el sueño porque, si no le importa al director, ¿a quién le va a interesar?

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Por Maia Debowicz

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