Compañeros de armas.
No resulta difícil diferenciar los distintos tipos de “fan retro” que pululan en el contexto cinematográfico contemporáneo. Partiendo de la base de que no necesariamente hablamos de señoritas y/ o señores entrados en años, podemos identificar muchos subgrupos de cinéfilos que atesoran momentos específicos del mainstream -en esencia- estadounidense: en pos de nombrar sólo un puñado de cofradías melancólicas, pensemos en el amante del período mudo, el obsesionado con el Hollywood clásico, los que añoran la contracultura e insurgencia de la década del 70, los diletantes aniñados de los productos familiares de los 80 o el que derrama sus lágrimas por aquellas carnicerías de la “súper acción” fascistoide.
Precisamente a esta última “congregación” apunta la franquicia de Los Indestructibles (The Expendables), un sector del público que recuerda con cariño la testosterona y el gore que ofrecían los cuchillos y las ametralladoras de antaño, antes de que la actual pasteurización de la violencia volcase la balanza hacia la parafernalia tecnológica, la sobreabundancia de CGI y una estructura dramática símil thriller de espionaje. Lamentablemente en el tercer eslabón de la saga Sylvester Stallone parece haber decidido que era necesario “ampliar” el abanico de espectadores a captar, ya sea por ambición o argumentos económicos, lo que derivó en una suerte de contradicción interna entre el “ideario” original y las “novedades”.
Así las cosas, hoy nos encontramos con un “elenco de reemplazo” plagado de jovencitos carilindos, aparecen los primeros signos de ardides “high-tech” y descubrimos que en conjunto se bajó sustancialmente la intensidad sádica de las secuencias de acción (no vaya a ser que queden fuera de la sala los niños, los adolescentes, las mujeres y los hombres de corazón blando). Recurriendo a uno de esos infaltables “manotazos de ahogado” a nivel narrativo, el relato gira alrededor de la caza del malévolo Conrad Stonebanks (Mel Gibson), cofundador a la par de Sly del escuadrón de mercenarios, quien se dedica al tráfico de armas e hirió de gravedad a Caesar (Terry Crews), otro compañero adicto a las masacres.
Desde ya que Barney (Stallone) le ordena a sus subordinados que no lo secunden porque están un tanto ajados y les desea una “vida normal”: de allí surge la excusa para reclutar “carne fresca” y obtener el ansiado PG-13. Si bien la primera película resultó un auto homenaje simpático y hasta consiguió ironizar acerca de una coyuntura industrial estancada que celebra el “término medio” discursivo, ya la secuela había perdido en parte el impulso. Una vez más se extraña la presencia de un actor en serio, léase Mickey Rourke, aunque las adiciones de Harrison Ford, Antonio Banderas y Wesley Snipes son más que bienvenidas en una propuesta que sólo en el excelente combate final justifica realmente su existencia…
Por Emiliano Fernández