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CRÍTICAS - CINE

Mi semana con Marilyn (My Week with Marilyn)

El desprecio…

Mi Semana con Marilyn no cambiará la historia del cine, pero no se la puede juzgar por este motivo (sino habría que condenar a casi todos los estrenos de la semana). Lo que si se puede advertir es que el film de Simon Curtis (con una carrera intrascendente hasta el momento) reafirma una hipótesis cada vez más presente en la actualidad: una película con una gran actuación no siempre resulta ser buena.

En todos los años, los Oscar nominan a actores que participan en trabajos que cuentan con un fuerte respaldo crítico en los desempeños actorales. El problema de estas obras es que depositan su confianza en un solo aspecto, como si los actores fuesen capaces de soportar con su profesionalismo un argumento que muchas veces es, directamente, mediocre. Curtis no dirige una excepción. El director confía tanto en la capacidad de una gran actriz que olvida su rol central. En este sentido, la historia de Marilyn y la composición de Michelle Williams parecen compartir ciertas similitudes: ambas superan tanto el material con en el que trabajan que el film mismo termina dependiendo de su talento.

Habría que preguntarse si el argumento ayuda. Mi Semana con Marilyn cuenta dos relatos que se entrelazan todo el tiempo. Por un lado, un joven (Eddie Raymane) comienza a trabajar como meritorio en El Príncipe y la Corista, film con Marilyn Monroe (la mencionada Williams) y Sir Laurence Olivier (Kenneth Branagh), y termina teniendo una íntima relación con la protagonista. Por el otro, los continuos choques que se producen entre los artistas. Mientras que uno (Olivier) fue educado por una formación clásica, Marilyn era instruida a través del método del Actors Studio. Lo que podría ser un interesante análisis sobre el traspaso de lo tradicional hacia lo moderno, de los cambios del cine, de la aparición de un modo diferente de transmitir emociones, deriva sobre el costado menos interesante de la película. La unión entre la actriz y el joven es tan poco interesante que hasta el director la confecciona con desgano repitiendo lugares comunes. La secuencia de la huída de ellos a un día de campo es el ejemplo perfecto. Curtis aplica la música más obvia en combinación con un guión que hace variar las actitudes de los personajes. Es decir, pasan de la felicidad a la tristeza pero de la forma más calculada posible, repitiendo un cliché tras otro. Ambos terminan desnudos nadando en un lago (el momento arriesgado del film que solo sirve para llenar de méritos la actuación de Williams por mostrarse sin ropa), caminando por un prado, entre otras acciones. Una vez de noche, la locura termina y regresan unidos en un cálido abrazo. Estos son minutos que pueden verse en cualquier producto prefabricado. Pocas vidas hay tan apasionantes como la de Monroe, pero si hay algo que prueba esta película es que es la misma es más atrapante cuando no está contada desde la perspectiva de un protagonista masculino tan carente de matices.

Williams está muy bien cuando el director deja de enfocarla con el objetivo de remarcar su parecido con Marilyn. Cuando se libera de esta cámara que busca constantes similitudes, la actriz se desenvuelve y logra secuencias interesantes. Naturalmente, estos ocurren en las escenas donde ella trata de memorizar su parlamento para el film que está rodando. Mientras que el director nunca halla una identidad propia, Williams parece ser la única que entiende la magnitud de su personaje. Si su actuación es convincente no lo es tanto por su parecido o imitación de ciertos gestos de MM sino por el entendimiento de sus conflictos profesionales (por eso funcionan los roces entre ella y Olivier detrás de cámara). Cuando Marilyn sufre por la vergüenza de no poder recordar el guión, ahí hay una actriz que transmite la impotencia del momento.

Mi Semana con Marilyn recae siempre en los mismos métodos de impacto de las recientes biografías llevadas al cine. Es decir, pretenden mostrar la historia jamás contada. Así es como la película la muestra desnuda en el lago, o atada a la estricta y sobreprotectora figura de Paula Strasberg, o presa del pánico y las pastillas. Secuencias que pretenden ser reveladoras pero que lo único que consiguen es demostrar la presencia de un irritante cálculo argumental y técnico. Es ineficacia lo de Curtis: en su propio film descubre que el poder de una leyenda como Monroe nunca podrá ser expresado a través de su capacidad como realizador. Por eso reitera, somete a Williams a un espectáculo de continuas recaídas para remarcar -posiblemente desconociendo la propia historia- lo mal que se encontraba la estrella en ese época. Y si por un momento la película pretende comprender al personaje, lo que termina haciendo es transitar el fácil camino de la acusación.

Aparte del trabajo de la protagonista, lo más logrado llega en el final cuando Olivier filosofa sobre la energía de una estrella como Marilyn. Esta escena funciona porque Branagh (que está excelente) es un actor que sabe transmitir un discurso con pasión. Ni más ni menos que eso. Lo que dice este personaje es lo que todo el mundo sabe sobre esta figura inoxidable que hasta el día de hoy sorprende por su capacidad intelectual y física. Probablemente una pregunta válida sería si en realidad se debe conocer la verdad verdadera que el director pretende exhibir. Es muy probable que baste con la revisión de cualquiera de sus films para disfrutar de una frescura y una gracia que todavía siguen intactas. Es sucio desnudar de un modo tan aburrido, chato y de nulo interés a una estrella que ni todos los Simon Curtis del mundo podrán alguna vez entender.

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