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#SHEFFIELD2021 | Diario de Sheffield (10)

#SHEFFIELD2021 | Diario de Sheffield (10)

13 de junio

Y esta es la última. Hoy, además, escribí en Perfil sobre la película Juste un mouvement, del belga Vincent Meesen, que me impresionó mucho de entrada y después se fue cayendo hasta provocarme cierta irritación. Hablando de irritación, como para terminar a toda orquesta, hoy me propongo irritar a la izquierda y a la derecha. Pero antes quería poner en evidencia mi vena patriótica y señalar que la Argentina se trajo un premio de Sheffield: el corto Homenaje a la obra de Philip Henry Gosse, de Pablo Martin Weber, ganó una mención especial. La película estuvo en Mar del Plata, pero no la había visto y es más que interesante. Empecemos por decir que Weber (al que solo conozco del Q&A) está loco, pero padece de esa clase de locura que se puede identificar con la genialidad sin correr demasiados riesgos. Con material tomado de internet, Weber construye un discurso libre, digresivo, brillante y demencial, aunque el hilo conductor no deja de estar ahí. Me parece (no sé si Weber estará de acuerdo) que ese hilo tiene que ver con el exceso de información a la que están sometidos los humanos, un fenómeno aterrador en el que Weber trata de bucear para poder “separar la señal del ruido”, capacidad que parece reservada exclusivamente al Poder. El corto homenajea efectivamente a Gosse, un naturalista inglés del que alguna vez habló Borges, que estaba fascinado por los corales y su imposible infinitud. Pero de allí Weber puede saltar, sin que parezca que delira. al Estado Islámico y su habilidad para incorporar el diseño audiovisual a la guerra (hablamos de este tema en el comentario de Return from Isis) y a la circulación clandestina de datos. Weber contó en el Q&A que no le interesaba escribir guiones y que eso lo perjudicaba a la hora de conseguir financiación para sus proyectos. Una vez más concluyo que la libertad en el cine depende cada vez más de la posibilidad de apartarse del sistema por el cual “los expertos” formatean la obra de los artistas.

Y ahora, emprendámosla contra lo que yo considero una de las perversiones de la izquierda contemporánea, que es la radicalización del discurso indígena, fenómeno del que en la Argentina tuvimos una muestra con el caso Maldonado y que queda expuesto en la película ganadora, cuyo título es Nuhu Yãg Mu Yõg Hãm: Essa Terra É Nossa!, del que la primera parte está en lengua tikmũ’ũn. La autoría es de dos cineastas indígenas, Isael Maxakali y Sueli Maxakali y de otros dos que, aparentemente, no lo son, Carolina Canguçu y Roberto Romero. Los Tikmũ’ũn-Maxakalí son una tribu de la que solo quedan dos mil integrantes localizados en el estado e Minas Gerais, pero que conservan no solo el idioma sino una cosmovisión mágico-religiosa, el yâmîyxop, y una serie de cantos rituales de gran variedad. Pero la película reduce ese universo a un pastiche didáctico que mezcla el repudio a la llegada de los europeos a América, el discurso ecologista sobre la deforestación y la denuncia sobre la situación pasada y presente de la tribu. La consigna “Esta tierra es nuestra” se repite una y otra vez y los protagonistas no dejan de mencionarla cada vez que toman la palabra. Además, toman la palabra casi exclusivamente para ejercer la denuncia. Aunque caminan por un territorio cercano a la frontera entre Minas y Bahía (las caminatas son los mejores momentos del film), no sabemos dónde viven ni como, ni cuál es su grado de mestizaje o asimilación a la sociedad brasileña (está claro, por ejemplo, que los protagonistas hablan portugués, pero en general se niegan a hacerlo). Aunque mencionan continuamente los términos tikmũ’ũn y yâmîyxop, tanto sus invocaciones como su arte parecen limitados: hay un momento interesante sobre la amistad con los murciélagos, pero la narración se va angostando hacia su núcleo propagandístico. No es culpa de la cultura de Maxakali sino más bien del dispositivo de la película, diseñada como un panfleto reivindicativo muy confuso, en el que el reclamo por la posesión de la tierra alude alternativamente a la era precolombina, a un tiempo relativamente moderno en el que las tierras Maxakali se extendían hasta el horizonte y a una tercera situación, mucho más cercana en el tiempo, en la que los blancos cambiaron la frontera de la reserva en la que vivían y los dejaron reducidos a un territorio ínfimo. Se superponen así un momento mitológico, uno histórico y otro inmediato, como si se simulara que los indígenas no son capaces de aclarar esas cosas porque viven en su propio mundo. Más seria es la denuncia que hacen los Maxakali sobre las muertes (al parecer, recientes, aunque tampoco queda claro) de veintiún miembros de la tribu a manos de los vaqueros blancos, ante las cuales nada hicieron las autoridades. Pero tampoco hay ningún tipo de precisiones, apenas una lista de nombres escritos en un pizarrón. La película permite sospechar la hostilidad entre ese grupo de indios y un grupo de pobladores blancos pero, otra vez, toda precisión se diluye en esta pieza de propaganda diseñada por un grupo militante organizado y disciplinado, que repite la exposición furibunda de un mensaje pero que no formula una reivindicación concreta. Sin embargo, esta retórica fue eficaz para generar culpa entre los jurados, quienes la eligieron sobre al menos media docena de películas más interesantes. 

Ajustadas las cuentas contra la izquierda, nos toca ahora ir contra la derecha. Desde hace algunos años, Israel y su política sobre Palestina se han transformado en bandera para un espectro del arco político que va desde el centro-izquierda a la ultraderecha. Solo la izquierda más recalcitrante y los antisemitas profesionales del populismo nacionalista se atreven a cuestionar la idea de que Israel no hace más que defenderse como puede ante la agresión terrorista y evitar así su desaparición como Estado. Avi Mograbi es un cineasta israelí y buena parte de su filmografía se ocupa de poner en entredicho las consignas oficiales de su gobierno (el actual y los anteriores). Su última película, presente en Sheffield, se llama The First 54 Years – An Abbreviated Manual for Military Occupation y encuentra un modo novedoso para impugnar el discurso que atribuye cada medida contra los palestinos a las necesidades impostergables de la seguridad. 

El dispositivo que monta Mograbi resulta familiar para quienes hayan visto sus películas: aparece en su casa hablándole a la cámara. Mograbi es muy buen actor y encarna distintos personajes desde la distancia y la ironía. Lo hemos visto haciendo de un tipo parecido a sí mismo, pero también disfrazado de árabe o de su propia mujer. Esta vez su personaje es un experto en estrategia que les habla, invocando las enseñanzas de un supuesto manual gris que tiene en sus manos, a quienes deciden la política israelí y los aconseja en la prosecución de lo que considera que ha sido la gran política de Estado desde 1967, es decir, después de la Guerra de los Seis Días: apoderarse definitivamente de la zona palestina, tanto en Cisjordania como en la Franja de Gaza, una política cuya evidencia más difícil de refutar es la proliferación de asentamientos judíos en esas zonas. La película intercala los monólogos de Mograbi con imágenes de archivo y con testimonios de los integrantes de una agrupación llamada Rompiendo el silencio, compuesta por ex soldados (casi todos los israelíes han sido soldados) dispuestos a contar la verdad sobre lo que vieron hacer a las fuerzas de seguridad de su país en la zona palestina, operaciones en las que ellos mismos participaron y que incluyeron irregularidades de todo tipo: desde los abuso de autoridad a las violaciones de los derechos humanos hasta escalar hasta los crímenes de guerra. Durante esos cuarenta y un años los soldados israelíes, bajo las indicaciones del Shabak (el servicio de inteligencia y seguridad interior), molestaron, detuvieron, golpearon, torturaron y mataron civiles palestinos, la mayoría de ellos inocentes de cualquier delito, además de que les hicieron la vida imposible, los separaron de sus familias, allanaron, confiscaron o destruyeron sus casas y les prohibieron circular por sus propias calles. 

El eje de la argumentación de la película es que esas aberraciones, que condujeron a una interminable sucesión de rebeliones —desde las pacíficas como la primera Intifada a los actos terroristas de Hamas— y a la interminable cadena de represalias y venganzas recíprocas que vemos continuar en estos días, son la consecuencia del objetivo político a largo plazo, que es el de apoderarse definitivamente de esos territorios, aunque ningún funcionario está dispuesto a reconocerlo en público. La profunda conclusión del planteo de Mograbi es que esa estrategia no está funcionando y que, a medida en que se avanza en ella, solo conduce al desastre. La película está dividida en tres partes, “Primeros pasos (1967-1987)”, “Pérdida de control (1987-2000)” y “Pérdida total del control (2000 hasta hoy)” y muestra que tanto la paz con Egipto y Jordania como los acuerdos de Oslo fueron destruidos dese adentro por la estrategia real de la ocupación militar. Más aun, los testimonios constatan que los excesos en la represión escalaron en su salvajismo hasta alcanzar una perspectiva cínica, en la que ya no hay reglas y nada importa. El momento culminante de la película es aquel en el que el personaje que encarna Mograbi, ahora muy cerca de su propia voz, enuncia con voz lúgubre la siguiente conclusión: “El resultado de esta política ha sido que las dos partes han perdieran la ilusión de conseguir sus objetivos y todo se ha reducido a un punto, que es actuar sin esperanzas de vencer y con el único propósito de causar daño”. Ese daño inútil, convertido en un fin, es lo que vemos cada día en las pantallas de televisión. Los primeros 54 años es una obra maestra del cine político.

Y así llegamos al final. Me quedó por ver y comentar Minamata Mandala, una película japonesa de seis horas que me interesaba. Tal vez vuelva sobre ella. Ahora, solo me queda agradecer a Cintia Gil y a sus programadores por haber hecho un muy buen festival y por permitir que me acredite (gracias especiales a Gloria Zerbinatti por su paciencia). Y también a Agnès Wildenstein, a Lucía Salas y a Boris Nelepo, que me aportaron información y opinión sobre lo que ocurría en Sheffield durante estos diez días. 

Hasta pronto.  

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