(Suecia / Alemania / Francia / Dinamarca, 2016)
Guión y dirección: Ruben Östlund. Elenco: Claes Bang, Elisabeth Moss, Dominic West, Terry Notary. Producción: Erik Hemmendorff, Philippe Bober. Distribuidora: CDI. Duración: 142 minutos.
The Square (2017), la última ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes, lleva un título geométrico que, en español, podríamos traducir como El cuadrado. Ahora bien, en inglés, “square” también se le dice a una plaza. Y en la película, efectivamente, el cuadrado en cuestión es una obra de arte instalada en una plaza, en frente de un museo de arte moderno en Estocolmo. La obra consiste en un pequeño perímetro de luz. Todo peatón puede ingresar en su espacio, que vendría a representar algo así como un lugar de bondad y cariño. Lo que hace -o lo que debería hacer- el perímetro es transformar a cada habitante transitorio en un punto de referencia.
Del anonimato urbano, el transeúnte encuadrado se vuelve el protagonista de la vía pública. Al menos, ese es el plan, que escuchamos en boca de Christian, el administrador del museo, y de sus subordinados y superiores. Pero nunca vemos a la obra en acción. Sirve, sin embargo, para introducir el tema del film, que Christian, como quien no quiere la cosa, resume ante una periodista estadounidense, Anne, a quien le pregunta: “Si apoyás tu cartera en el piso de un museo, ¿se convierte en una obra de arte?”
El cuadrado en la plaza, entonces, es sólo un tipo de marco. Otro, como sugiere Christian, es la institución misma del museo. Y hay más, en esta propuesta del director sueco Ruben Östlund, el de la brillante Force Majeure. Existe, por ejemplo, el marco de la pantalla en el cine. Y en el contexto de la ficción, hay pantallas adicionales: celulares, videos de YouTube. Sin embargo, entre tantos cuadrados y rectángulos, surge otra cuestión: el límite, el perímetro que resignifica lo que hay adentro pero también lo separa de lo que hay afuera. Östlund se pregunta si la obra de arte ha perdido su capacidad de transgredir, de romper barreras, al quedar encerrada en los límites de su propia y confortable función social. Es lo mismo que se le puede recriminar a la película: galardonada en festivales internacionales, aplaudida por públicos y críticos, ¿hasta qué punto The Square puede perturbarnos, sacudirnos o alterarnos? El film, de alguna manera, se sabe irrelevante e inofensivo. Y ese es el problema que plantea: su propia intrascendencia y su búsqueda de una alternativa o salida.
Christian, a lo largo de la trama, aunque siempre está rodeado de obras supuestamente vanguardistas y transgresoras, solo es interpelado por lo que no es arte, o lo que no se considera como tal. Por ejemplo, cuando una pareja de desconocidos, que simula una violenta pelea en la calle, le roba el celular. O más tarde, cuando Anne, con quien tiene una aventura, le reprocha su falta de atención. Es más incómodo este desencuentro romántico, o la actuación callejera de los ladrones, que muchas de las piezas expuestas, entre ellas una pila de sillas y una cordillera de montículos de tierra. En cuanto al cuadrado del título, termina siendo noticia y escandalizando a la sociedad sueca, pero no por sus propios méritos. Sucede que el museo trabaja con una agencia de publicidad para promocionar la obra, y los creativos de la agencia deciden subir un video espeluznante a YouTube. Se viraliza y genera interminables debates, indeseados e incontrolables. Ocurre algo parecido con otro espectáculo que ofrece el museo: el hombre-mono Oleg, una performance salvaje que se va de las manos -en más de un sentido- durante una cena de gala.
The Square a veces incurre en lugares comunes. Después de todo, no se requiere mucha imaginación o valentía para burlarse del arte moderno. Y también, hay que decirlo, el arte viene cuestionando su propia función y definición desde hace un tiempo. (La fuente de Duchamp acaba de cumplir cien años). En este sentido, Östlund no nos dice nada nuevo. Pero la mirada del director no es enteramente condescendiente. Christian a veces nos resulta antipático, pero es genuinamente inteligente y ocasionalmente autoconsciente. Y algunas de las ofertas culturales del museo, como la de Oleg, son verdaderamente atractivas, si bien alcanzan su esplendor recién cuando derraman sentido, cuando se viralizan en videos ridículos, cuando el actor-sujeto-salvaje se torna abusivo y criminal. Es decir, cuando la obra se escapa del marco y se disuelve en el caos de la vida cotidiana.
El caos, justamente, que quiere evitar Christian. Luego de perder su celular, geo-localiza el paradero de su dispositivo y llega a un edificio en un barrio de clase media baja. Quiere dejar un mensaje desafiante en el buzón del departamento de los ladrones, pero no sabe cuál es. Así que deposita mensajes en todos los buzones. La travesura funciona y, al otro día, recupera su celular. Pero también insulta a muchos inquilinos inocentes, entre ellos a un adolescente, acusado de ser un delincuente por sus propios padres, que lo acorrala a Christian y lo amenaza con el caos.
Los marcos y perímetros no son solo los del arte y las instituciones, sino también los que median entre un edificio de clase media baja y un museo de lujo en un antiguo palacio; o los de la apacible vida privada de Christian, que no quiere complicarse con la intimidad que le exige Anne o la conciencia de clase a la que lo obliga el adolescente agredido. Más que una sátira sobre el arte moderno, The Square es una reflexión sobre la descomposición del espacio del arte y sobre esa descomposición como metáfora de otras posibles descomposiciones (de límites sociales y económicos). Volviendo sobre las palabras de Christian, la pregunta ya no sería si una cartera, en un museo, se convierte en obra, sino si esa cartera, en un museo, transformada en obra, luego filmada por un celular y subida a las redes sociales, donde desencadena una larga conversación entre usuarios digitales, si esa cartera sigue siendo una cartera u otra cosa, parte de un flujo desordenado y caótico, sin cuadrados o marcos que valgan.
© Guido Pellegrini, 2017 | @beaucine
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