El amor en fuga.
Todos aquellos que hemos seguido con devoción el devenir de Wes Anderson a lo largo de los años creíamos saber a lo que nos ateníamos y en buena medida considerábamos que el norteamericano ya no podría ofrecernos novedades significativas en lo referido a ese universo de ensueño -con ámbitos extremadamente cotidianos- que una y otra vez reaparece en su extraordinaria carrera. Nada nos hacía prever que con la llegada de Un Reino Bajo la Luna (Moonrise Kingdom, 2012) estaríamos ante la obra maestra definitiva del realizador, la cúspide de un estilo que se abre camino por su singularidad y riqueza no sólo en el panorama cinematográfico hollywoodense sino también en su homólogo a nivel global.
Quizás si forzamos un poco los términos podríamos afirmar que El Fantástico Señor Zorro (Fantastic Mr. Fox, 2009), su propuesta inmediatamente anterior, daba algunas pistas de lo que sería esta suerte de indagación en el “origen social” de los marginales a través de la figura de Ash, el primogénito adolescente del carnívoro. Aquí Anderson decide ir mucho más lejos en su aproximación etaria edificando un relato centrado casi en forma exclusiva en la niñez y su distancia insalvable para con el mundo adulto. Exacerbando a conciencia los puntos de inflexión, si en el pasado los miembros melancólicos y autodestructivos de las familias disfuncionales eran los protagonistas, hoy nuestro héroe es un huérfano de 12 años.
La historia transcurre en 1965, específicamente en la isla de New Penzance, y nos presenta la encantadora fuga de una pareja infantil compuesta por Sam Shakusky (Jared Gilman), un Boy Scout “Khaki” que participaba de un campamento de verano, y Suzy Bishop (Kara Hayward), la hija mayor del matrimonio de los abogados Walt (Bill Murray) y Laura (Frances McDormand). Cansados de sus respectivos entornos, ambos deciden huir en un arrebato de inconformismo y sin querer despiertan un fuerte conflicto entre los responsables de su búsqueda, léase el Maestro Scout Randy Ward (Edward Norton), el Capitán de Policía Sharp (Bruce Willis) y la odiosa Encarga de Servicios Sociales (Tilda Swinton).
Sin lugar a dudas la influencia de Stanley Kubrick ha sido uno de los mojones inobjetables en el arte de Anderson aunque nunca fue tan omnipresente como en Un Reino Bajo la Luna, un convite sustentado en la permanente utilización del gran angular, los travellings, la fotografía de colores contrastantes, el esteticismo escénico y la estructuración simétrica de los planos en general. Como cabía esperar tratándose de una especie de oda a la juventud y los gloriosos inadaptados de siempre, la película en términos conceptuales está plagada de ironías de pulso surrealista, intercambios delirantes, detalles propios del storyboard y una multitud de sentencias de amor noble, aquel que sólo existe en la reciprocidad consensuada.
Hasta hoy el director no había construido un film tan minimalista y eficaz, alejado de los devaneos existenciales de la maravillosa trilogía inicial, Bottle Rocket (1996), Tres Son Multitud (Rushmore, 1998) y Los Excéntricos Tenenbaums (The Royal Tenenbaums, 2001). Luego de las erráticas pero también geniales La Vida Acuática (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004) y Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, 2007), su séptima realización lo encuentra en una exquisita madurez que por un lado sintetiza todo lo logrado durante su trayectoria y por el otro lo supera en un juego inteligente de panorámicas y tonos pasteles, basado en la bella química del dúo protagónico y esa felicidad contracultural del ayer…
Por Emiliano Fernández