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61° Festival de San Sebastián – Jornada N°6: The Railway Man / Club Sandwich / A Touch of Sin / Heli

61° Festival de San Sebastián – Jornada N°6: The Railway Man / Club Sandwich / A Touch of Sin / Heli

Cobertura exclusiva
desde San Sebastián por David Garrido Bazán

Vivir en el pasado
conlleva sus riesgos. Tomemos por ejemplo a Eric Lomax, el protagonista de The Railway Man (Un Largo Viaje en
España). Con el rostro y la elegancia natural de Colin Firth transmite
serenidad, tranquilidad, cierto aire encantador. Así seduce, en un viaje en tren,
a Nicole Kidman, que cae rendida a sus pies y se casa con él a las primeras de
cambio. Hasta aquí parece que estemos en el terreno de una encantadora comedia
romántica pero el drama asoma la patita por la esquina en cuanto Lomax empieza
a tener furiosas visiones de un pasado vivido en un campo de trabajo japonés
durante la II Guerra Mundial que parece haberle dejado cierta huella. Y allá
que va la Kidman a desentrañar ese pasado interrogando a veteranos de guerra
que fueron sus compañeros porque, claro, Lomax no suelta prenda. El flashback
es inevitable. Y en este caso un tanto agravado, porque a poco que uno haya
visto Feliz Navidad Mr. Lawrence o El Puente Sobre El Rio Kwai sabe de qué
va la cosa: guardianes japoneses que le cogen cierto gusto a eso de torturar a
sus prisioneros y oficiales británicos que mantienen el tipo ante la adversidad
y se prestan a heroicos sacrificios. Como corresponde. Uno reprime las ganas de
silbar la melodía durante la proyección y sigue adelante.

Da un poco igual que The Railway Man esté basada en un hecho
real. Aquí lo que se trata es de juzgar si una película funciona o no y quizás
determinar hasta qué punto es merecedora de formar parte de la Sección Oficial
a Concurso de un Festival como San Sebastián. En el caso de la película que nos
ocupa, la respuesta es negativa a las dos cuestiones. La torpeza del
director  Jonathan Teplitzky es tal que
ni contando con una historia realmente con potencial para ahondar en las
miserias y grandezas de la naturaleza humana ni con el concurso de un actor tan
solvente como Colin Firth, consigue que su película interese demasiado al
espectador. Para cuando llega el previsible momento álgido del filme – un
encuentro entre torturador y torturado que se hace esperar mucho más de lo
aconsejable – el director se ve incapaz de sacarle partido. Todo se hace
rutinario, farragoso, aburrido, previsible hasta la nausea. Haya o no esperanza
o redención para sus personajes, Teplitzky consigue que nos importe o nos
conmueva más bien poco. Decía al principio que vivir en el pasado conlleva sus
riesgos. Hace dos años la producción británica ambientada en más o menos el
mismo periodo bélico era la maravillosa The
Deep Blue Sea
de Terence Davies. Este año es esto de The Railway Man. Las comparaciones son odiosas. Mejor pasemos a
otra cosa.


Fernando Eimbcke es
un tipo interesante. Sus dos primeras películas, Temporada de Patos (2004) y Lake
Tahoe
(2008) nos hablaban de un realizador con un estilo muy particular,
cadencioso, que parecía saber conectar muy bien con ese mundo adolescente que
retrata en sus películas, pues en todas ellas siempre hay uno o varios
adolescentes por ahí rondando. Hay que tenerle no poca paciencia a Club Sandwich, la película que ha
traído a concurso este año, porque esta historia de la relación entre una madre
y su hijo adolescente que pasan unos días de vacaciones en un complejo
turístico casi fuera de temporada arranca con la sensación para el espectador
de que se ha detenido el tiempo. Las relaciones entre las madres y los hijos
son así, llenas de silencios y de instrucciones repetidas una y mil veces para
no enrarecer mucho la convivencia, incluso cuando la complicidad y la
comunicación entre ambos, como es el caso que nos ocupa, sea buena. Los
adolescentes, ya se sabe, llevan en su condición la necesidad imperiosa de ir
poniendo tierra de por medio con sus padres como parte de su proceso de
rebeldía y afirmación. Y aunque Héctor es un chaval tranquilo, reposado, nada
problemático, ya va viendo que eso de compartir con tu madre las vacaciones en
la piscina o en la playa no mola. Pero nada de nada. Como decía, durante los
primeros cuarenta minutos de película uno tiene cierta sensación de ahogo. Club Sandwich podría desmotivar a un
hormiguero, rescatando esta afortunada frase escuchada ayer en la película de
Tavernier en otro contexto. Uno se remueve inquieto en la butaca, mira el reloj
una vez, dos veces, siente que la energía, ese bien tan preciado en cualquier
festival, se le escapa a borbotones y se teme lo peor.

Y de repente, sin
cambiar el estilo ni el tiempo un ápice, todo cambia. Aparece por allí un
tercer personaje, otra adolescente tan receptiva o más que el propio Héctor y
comienzan a sucederse situaciones interesantes. Entre el tira y afloja de esos
dos chavales que van experimentando con escarceos varios, asoman secuencias
construidas de forma tan primorosa que de repente te encuentras riéndote a
carcajadas con ellas. La tensión de esa madre que ve como su retoño se hace
mayor y se escapa de debajo de su ala en cuestión de horas se nos transmite con
una extraña mezcla de resignación, humor y patetismo. Todo lo que Eimbcke ha
construido al principio de la película en cuanto a ritmo, encuadres,
reiteraciones y alargados planos fijos cobra pleno sentido. La película crece,
crece y crece de forma imparable. Y tú te remueves nervioso en el asiento pero
ahora algo molesto contigo mismo por la poca confianza que le has dado al
principio. Es una mezcla entre maravillado y asqueado por la tu propia falta de
fe. Cuando la película termina, a un nivel realmente alto – hay un plano de esa
madre acercándose a la intimidad de su hijo como por última vez, como
despidiéndose de él, que es prodigioso – concluyes que sí, que el tal Eimbcke
sabe bien lo que se hace. Que igual eres tú el que está ya algo cansado a estas
alturas como para saber apreciarlo. A ver qué dice el Jurado.

La jornada
transcurrió entre México y Cannes. Además de Club Sandwich, la sección de Horizontes Latinos nos permitió
disfrutar – todo un eufemismo conjugar este verbo – de Heli, la película presentada en Cannes que generó no pocos
chascarrillos sobre lo que le habría parecido a Spielberg una escena de tortura
en la que a un chaval le queman los genitales. Au. Spielberg respondió dándole
a Amat Escalante el premio a la Mejor Dirección. Y el resto del mundo
ojipláticos perdidos. Vista la película, hay que decir que la experiencia
resulta estremecedora. La forma en la que Escalante muestra lo fácil que
resulta perder la vida en ese México dominado por la violencia, la corrupción y
el narcotráfico es para echarse a temblar. Construye Escalante con pulso muy
firme su relato, en el que el Heli del título ve como sin tener nada que ver en
el asunto, acaba envuelto en un lio de drogas con consecuencias tremebundas. La
dichosa escena de la tortura – la más llamativa, pero no la más impactante – puede
provocar abandonos tanto de sala como de la más mínima gana de visitar alguna
vez ese país. Heli no puede jamás dejar indiferente. Otra cosa es que uno tenga
cuerpo para aguantar según qué cosas. Resuelvo como con Eimbcke: a Escalante
conviene seguirle la pista ahora y en el futuro.


De Cannes se vino de
vacío aunque con excelentes referencias A
Touch Of Sin
, la última película de Jia Zhang-Ke que nos ha alegrado el día
desde Perlas. Había leído mucho acerca del cambio de tercio del director de The World y Naturaleza Muerta, del sorprendente despliegue de violencia del que
hacía gala y de cómo su cine podría desde ahí hacerse algo más accesible al
público. Sin embargo, aquel que se acerque a Un Toque de Violencia (título español del filme) buscando un Jia
Zhang-Ke diferente va a ver sus expectativas defraudadas porque más allá del
salvaje primer bloque de las cinco historias encadenadas – que no entrecruzadas
– que componen la película que llama poderosamente la atención por su crudeza,
lo cierto es que la principal clave de su cine permanece intacta. Esa no es
otra que la denuncia constante de lo que Jia Zhang-Ke entiende como los
diversos males que atenazan a cada vez más desigual sociedad china. Por las
imágenes de A Touch Of Sin desfilan
personas buscando como ganarse la vida: prostitutas, camareros, recepcionistas,
mafiosos, operarios de fábricas, asesinos a sueldo… Todos ellos en constante
movimiento de un sitio a otro, incapaces de encontrar la felicidad, maniatados
por un sistema corrupto que los atrapa, los presiona y que, de vez en cuando,
les hace estallar en salvajes ráfagas de violencia que son casi como un sistema
de autodefensa ante una sociedad ciega y sorda a sus padecimientos.

Zhang-Ke rueda con
maestría sus historias, enlaza unas con otras con sutileza y compone un cuadro
desolador y terriblemente crítico con su país que imagino que no habrá hecho la
más mínima gracia a sus actuales dirigentes. Puede que China sea el gigante
económico actual y el motor del futuro en lo que a crecimiento se refiere, pero
Zhang-Ke está dando un aviso muy serio: su población tiene serios problemas para
encontrar esos mínimos básicos que toda sociedad necesita para ser
razonablemente feliz. El último plano de la película, tras más de dos horas de
asistir a un buen puñado de dramas cotidianos, con un montón de rostros
sonrientes mirando a cámara mientras un actor de teatro de la obra que están
viendo les pregunta en off si son conscientes de su pecado, resulta un cierre
tan brillante como ilustrativo. A Touch
of Sin
es una película incuestionable. Y una de las joyas más importantes
que nos ha brindado San Sebastián en esta 61 edición cuya recta final ya vamos
enfilando.

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