Cobertura exclusiva
desde San Sebastián por David Garrido Bazán
Decíamos ayer a
propósito de The Railway Man: una película basada en hechos reales, Colin Firth
en el reparto, lo dudoso de su idoneidad para competir en Sección Oficial de un
Festival como San Sebastián. Más de uno debió sentirse hoy como Bill Murray en
el Día de la Marmota, viviendo lo
mismo otra vez con Devil’s Knot, la
película del canadiense Atom Egoyan. Atrapado en la butaca con una película que
probablemente tampoco reunía los méritos necesarios para estar a concurso.
Veamos: tres niños desaparecen en unos bosques de una pequeña localidad de
Arkansas. Todo el pueblo y las fuerzas locales se ponen en marcha para
localizarlos. Al cabo de unas horas, se descubren los cadáveres, atados
tobillos y muñecas con los cordones de sus zapatillas, ahogados en el fondo del
río. El estupor deja paso a la indignación y a la búsqueda de culpables porque
ya se sabe, los humanos somos así y necesitamos culpar a alguien para sentirnos
tranquilos y saciar si se puede nuestra sed de venganza, especialmente al
tratarse de un acto tan execrable como asesinar niños. La policía detiene a
tres adolescentes, un retrasado mental y dos aficionados al ocultismo que
visten algo raritos. Otro chaval les acusa: ha actuado como testigo y contado
una película de terror muy detallada. Los adolescentes son proclamados como
adoradores del demonio y practicantes del satanismo. Los fundamentalistas
cristianos tienen el caldo de cultivo perfecto. Poco importa que las pruebas no
resistan un mínimo análisis: la maquinaria está ya en marcha y parece
imparable. El pueblo ha encontrado sus culpables y eso es lo único que importa.
Un momento. Esto lo
he visto antes. Pues claro: es la misma historia que cuenta el trío de
documentales Paradise Lost – no
confundir con la trilogía Paradise del bestia de Ulrich Seidl que acaba de
estrenarse comercialmente hace poco – que narraban de forma exhaustiva uno de
los mayores escándalos policiales y judiciales de la historia de los EE.UU. que
costó muchos años de cárcel a los acusados. ¿Saben esa frase que todos hemos
pronunciado de “si te ha gustado la
película deberías leer el libro”? Pues en este caso es “deberías ver el documental” O los documentales en este caso. La
pregunta en todo caso que se hace el espectador no es en cualquier caso por qué
hacer una película de ficción de esta historia. La pregunta es cómo es posible
que esto venga firmado por Atom Egoyan, autor de joyas como Exótica, El Dulce Porvenir o El Viaje
de Felicia. Les juro que si no supiera a priori quien era el director y me
dieran 50 oportunidades de adivinar quién era el autor de esta especie de
telefilme hinchado, jamás habría dicho Egoyan. Bueno, sí. Pero porque sale
Elias Koteas un ratito.
El caso es que pese a
un arranque prometedor de atmósfera algo turbia y el buen trabajo de Colin
Firth y Reese Witherspoon o la importancia de la denuncia del integrismo
cristiano en zonas rurales del sur profundo que lleva a la estupidez dañina, Devil’s Knot (que en España se llamará Condenados en un alarde de
originalidad) es tan correcta como rutinaria y sabida. Una película que solo
puede interesar y muy por encima a esos aficionados que no dudan en denominarse
a sí mismos como “putitas de los juicios”
O sea, de los que se pirran por las batallas judiciales entre fiscales y
abogados que luego hacen tanto daño cuando vas a un tribunal en España y te das
cuenta que tus horas de vuelo viendo series y pelis sobre el género no te valen
una mierda. Y ni aun así. Una vez más, repitan conmigo ¿Se puede saber que hace
una película como esta, que serviría para echarse una siesta estupenda en
cualquier cadena generalista, compitiendo en San Sebastián? Es que es de Atom
Egoyan, dijo por ahí alguno. Y sonó como eso de “Que va, que va, que va: yo Leo a Kierkegaard” que decían Faemino y
Cansado. Pero sin tener ni puta gracia.
La directora bosnia
Jasmila Zbanic ganó el Oso de Oro en Berlín en el 2006 por una historia
conmovedora llamada Grbavica en la que narrando aparentemente los problemas de
relación entre una madre y su hija adolescente, acababan por salir a la luz las
aun lacerantes heridas de la guerra de los Balcanes y las violaciones
sistemáticas seguidas a menudo de matanzas indiscriminadas que los serbios
infligían a la población civil. Resultaba una denuncia contundente en contra
del olvido a la vez que una lograda película que reflexionaba en voz alta sobre
el futuro de un país con tanto dolor a cuestas. Ahora Zbanic presenta en San
Sebastián For Those Who Can Tell No
Tales (Para aquellos que no pueden contar cuentos) en la que una turista
australiana elige Bosnia como su destino vacacional y siguiendo una guía de
viajes acaba en Visegrado alojándose en un hotel en el que pasa muy mala noche.
Ya de vuelta descubre que ese mismo hotel fue durante la guerra un centro de
detención donde se violaron a cientos de mujeres bosnias durante la contienda.
Y que el precioso puente sobre el río que ella tanto admiró estuvo cubierto de
sangre por las matanzas y la represión durante la contienda. Claro, no es algo
que quede muy bien contarle a tus amigos cuando les pasas las fotos de tus
vacaciones…
Por una mezcla de
culpabilidad, curiosidad teñida de cierta ingenuidad o directamente estupidez –
o eso o la película no acierta del todo a explicarlo – nuestra protagonista se
obsesiona con el tema: escribe amables mails al autor de la guía reprochándole
que escondiera tan importante detalle en la descripción del hotel, se sorprende
que no haya nada que recuerde dichos hechos en la localidad y se indigna ante
el poco respeto que tienen los habitantes de aquel lugar por su memoria
histórica. Ni que fuera española en lugar de australiana. No, borren eso último
que nosotros no estamos tampoco para dar muchas lecciones en ese aspecto.
Repásese el documental Los Caminos de la
Memoria de José Luis Peñafuerte antes de hablar muy alto. El caso es que
vuelve a Visegrado. Y a la luz de lo que ahora conoce, ya no le parece tan
pintoresco. Es lo que tiene ser una turista con conciencia.
Bromas aparte, lo
cierto es que For Those… plantea un
dilema moral de lo más interesante ¿Qué debe hacer un pueblo, un país, para
salir adelante cuando se ha sufrido un trauma como el de la guerra de Bosnia?¿Es
mejor olvidar, taparlo todo y hacer como si fuera el pasado o conviene tenerlo
todo muy presente para que no vuelva a repetirse, incluso cuando muchos de los
autores físicos de aquellos crímenes siguen residiendo tranquilamente en esa
localidad?¿Puede la historia explicar o justificar comportamientos
aberrantes?¿Se necesita mirar a otro lado para poder simplemente vivir? Zbanic
se hace todas estas preguntas y se las transmite al espectador si bien no de
una forma particularmente atractiva. El fondo se come a la forma y como no te
interese el tema, mal vamos. Esta vez EL TEMA (así, con mayúsculas) está en
primer plano, no agazapado como en Grbavica. Hay algunas obviedades que resulta
difícil soslayar como el hecho que las buenas intenciones no te convierten en
un conocedor profundo del conflicto, por más que moralmente tus actos sean
irreprochables. La cosa, el tema, tiene su miga. Es grande y peludo y tiene
dientes. Mejor no provocarle mucho. La película, propiamente dicha, funciona en
la medida que te interese el tema. A mi me interesa y mucho. Por eso puedo
perdonarle ciertas debilidades (¡ese jazz a lo Woody Allen del comienzo, por
dios!) y tenerle simpatía: al fin y al cabo se acerca a un tema importante de
una forma original. Odiemos a la turista accidental, quedémonos con las
intenciones. Algo queda.
Vayamos con la peli
de Perlas Dallas Buyers Club,
pasemos de largo una vez más por el omnipresente “basado en hechos reales” (Jesús, que cruz) y flipemos con ese tipo
muy delgado que se mete de todo y se la mete a todas desde la barrera donde
observa esos rodeos a los que los norteamericanos del sur son tan aficionados.
¿Ese es Matthew McConaughey?¿En serio? ¡Pero si está como Christian Bale en El Maquinista, chupado hasta doler a la
vista! Pues si. Y encima demoliendo a modo su imagen de chico bueno, como si no
le hubiera bastado con su papel en Mud
este año. En la peli interpreta a Ron Woodroof, un electricista tejano
machista, homófobo y buscavidas al que un día le anuncian que es portador del
VIH, que ha desarrollado la temible enfermedad del SIDA – estamos en los 80 – y
que le quedan 30 días de vida. Tras el susto inicial y un par de amagos de
matar a hostias a cualquiera que ponga en duda su heterosexualidad, este
alcoholico politoxicómano y amigo de todo tipo de excesos pone en marcha toda
su imaginación y sus recursos con un solo objetivo: sobrevivir como sea. Su
lucha le llevará a buscar una alternativa al AZT que la industria farmacéutica
vende como el remedio milagroso pero que destruye el sistema inmunológico con
la ayuda de un travesti que le introduce en la comunidad gay. El tipo levanta
un emporio farmacológico alternativo que ríanse ustedes de Walter White y
Breaking Bad pero por supuesto con las mejores intenciones y la película de
Jean Marc Vallée – el de C.R.A.Z.Y.
y Café de Flore – se configura como
un biopic con muchos elementos de interés. Como el Blow del malogrado Ted Demme con medicamentos. Y mejorado.
El trabajo y la
transformación física de Matthew McConaughey son impresionantes. Tanto el como
un no menos impactante Jared Leto son carne segura de sendas nominaciones a los
Oscar a Mejor Actor y Mejor Actor de Reparto el próximo mes de marzo y no solo
por el tema físico, por más que eso sea lo que más salte a la vista: es que su
actuación es digna de los mejores elogios. Cierto es que la película funciona
mucho mejor en su primer tramo que en su resolución, donde ya se prescinde de
los elementos cómicos que tanto ayudan a hacer avanzar la trama y la película
se enreda en una fatigosa batalla judicial por conseguir el reconocimiento
legal a lo que parece algo de justicia social. En todos los corrillos del
Festival esta mañana no se hablaba de otra cosa que de la extrema delgadez que
exhibe McConaughey, habitualmente un muchacho de lo más sanote, que ha dejado
impactado a más de uno. Con ganas de irse al local de pintxos más cercano a la
salida a ponerse ciego por si acaso. Los hay que buscamos la más mínima excusa
por débil que sea.