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61° Festival de San Sebastián – Jornada N°5: Vivir es Fácil con los Ojos Cerrados / Quay D’Orsay / Gravity

61° Festival de San Sebastián – Jornada N°5: Vivir es Fácil con los Ojos Cerrados / Quay D’Orsay / Gravity

61°
Festival de San Sebastián – Jornada N°5: Vivir es Fácil con los Ojos Cerrados /
Quay D’Orsay / Gravity

Cobertura exclusiva
desde San Sebastián por David Garrido Bazán

Hemos hecho la
prueba: si le planteamos a cualquiera de los periodistas extranjeros
acreditados en este Festival de San Sebastián por la forma en la que ellos ven
el cine español, la mayor parte de ellos afirman sin pestañear que éste goza de
una excelente salud. Y eso aunque no sean de los que frecuenten la excelente
sección Made in Spain donde se
muestran algunos – no todos – de los mejores títulos de la cosecha española del
año. Todos tenemos que frotarnos los ojos: llevamos tres días consecutivos
abriendo estas crónicas con una película española presente en la Sección
Oficial. Y siempre para bien. Algo tiene que pasar, porque más distintas entre
sí como que no pueden ser. A los llenos consecutivos en el Principal de Las Brujas de Zugarramurdi y Canibal vino a sumarse la estupenda
ovación que se llevó la sorprendente Vivir
es Fácil con los Ojos Cerrados
, divertida, simpática y entrañable película
de David Trueba ambientada en la España de 1966 que utiliza como pretexto una
historia real: la presencia en aquel agosto de John Lennon en Almería rodando
una película a las órdenes de Richard Lester (How I Won The War) mientras sopesaba su decisión de dejar The
Beatles.

Tras una hilarante
escena inicial que despertó no pocas simpatías e hizo que más de uno achinara
los ojos buscando entre tantos niños perpetradores del inglés a Ana Botella y
su ya inmortal relaxing cup of café con
leche
, la película cuenta como, en aquellos años grises, un profesor de
inglés de Albacete que utiliza las canciones de los Beatles como método
pedagógico adelantado a su tiempo, decide emprender marcha hacia el luminoso
sur para encontrarse con su ídolo y, simplemente, hablar con él de ciertas
cosas que le preocupan sobremanera, como si piensa abandonar Los Beatles o por
qué demonios éstos se niegan a poner las letras de sus canciones en los discos,
haciendo su trabajo mucho más difícil. Por el camino recoge bajo sus alas a dos
adolescentes descarriados, una joven de 21 años embarazada en secreto y un
chico de 16 que quiere huir del asfixiante ambiente familiar que tiene en casa
y los embarca en su misión.

A veces la falta de
pretensiones juega a favor de determinadas películas. Vivir es Fácil… es uno de esos casos: David Trueba pretende contar
una historia muy simple de amistad y solidaridad en aquellos años y consigue
ganarse la complicidad del público sobre todo gracias a un Javier Cámara en
estado de gracia – hacía mucho tiempo que no le veíamos tan bien en pantalla –
que borda su papel de profesor buenrollista. La película funciona con una
facilidad desarmante y está repleta de momentos francamente divertidos que
retratan un costumbrismo, el de aquellos años, en el que uno aun podía soñar
con ese mundo que intuía pero que estaba aún muy lejos de nuestro alcance. Es
en ese anhelo de vivir, en esas ansias de libertad y de disfrutar de cosas
sencillas en las que Vivir Es Fácil Con
los Ojos Cerrados
(la frase inicial de tema Strawberry Fields Forever cuya composición la película atribuye a
Lennon en aquellos años) consigue sus mejores aciertos. La humanidad que
desprende, la facilidad con la que uno se encariña de esos personajes, esos
diálogos ágiles y divertidos, todo hace que sea sencillo encariñarse con una
película que, vale, corre el riesgo de parecer por momentos un trasunto
posmoderno de Cuéntame, pero que funciona muy bien en pantalla. Tres de tres.
Estamos que lo tiramos en lo que al cine español se refiere, oiga.


Sin embargo la
jornada ha pertenecido por completo a Bertrand Tavernier. Al viejo zorro
francés le ha dado por la sátira política y se ha decidido a adaptar Quai D’Orsay, un cómic de Lanzac &
Blain de enorme popularidad en el país vecino y que tiene como blanco de su
afilada ironía a un fatuo y algo descerebrado ministro de exteriores con
parecidos más que razonables con Dominique de Villepin y a su equipo de
asesores, a cual más incompetente, al que se incorpora un nuevo y prometedor
talento que será encargado de supervisar el “lenguaje”.
O sea, a reescribir una y otra vez los discursos del Ministro en los más
diversos ámbitos tratando de adaptarse tanto a los peligrosamente cambiantes
estados de ánimo y deseos del jefe supremo como de las presiones que recibe de
los más diversos elementos de esa jungla despiadada que es el mundo de la alta
política. Por no mencionar que la más mínima mención a una crisis exterior en
las noticias hace que todo el discurso pueda cambiar de nuevo para adaptarse a
las nuevas situaciones o las injerencias de poetas y escritores varios (amigos
del Ministro, lameculos interesados) que siempre tienen a mano “sugerencias”
para mejorar el estilo de cada discurso.

Thierry Lhermitte
está simplemente sensacional en el rol de ese ministro esclavo de las citas de
Heráclito y los marcadores amarillos, mientras que al otro lado del ring, un
muy mesurado y responsable Niels Arestrup ejerce, como Jefe de Gabinete, de
verdadero poder en la sombra llevando de la mano al ministro donde más le
interesaría… si bien es cierto que este ejerce una notable resistencia. Pero no
desde la construcción intelectual, sino desde la más insondable estupidez. Entre
ambos se debate nuestro protagonista, un atribulado Raphael Personnaz que las
más de las veces no sabe donde refugiarse ante tanta puñalada trapera o tantas
zancadillas… Reírse en un festival es siempre cosa muy sana y si encima se hace
de la mano de un Tavernier que ha querido emular para la ocasión los logros del
gran Armando Ianucci de In The Loop o la serie Veep, la cosa se convierte en algo de
lo mas irresistible: el grado de estupidez supina que se puede llegar a
alcanzar, algunos gags que por memorables no importa lo más mínimo que resulten
reiterativos – lo de los papeles volando y los portazos al paso del huracán que
es ese energético Ministro de Exteriores funciona todas y cada una de las veces
– o algo pasados de vueltas.

Lo peor (o quizás lo
mejor) de todo es que uno tiene la sensación o mejor dicho la certeza de que
más de un Ministerio de alto nivel de cualquier país de Europa (no digamos ya
España con la tropa que nos gobierna) puede ser perfectamente tal y como lo
describe con infinita mala leche y cínica crudeza Bertrand Tavernier. Ante lo
inane de la Sección Oficial hasta ahora no es de extrañar que Quay D’Orsay haya sido recibida con
gran alborozo y empiece a despuntar favoritismos entre la prensa de cara al
palmarés. Algo que no estaría nada mal, pues no dejo de pensar lo fantástico
que sería contar con una serie así en España… Ya, lo sé… pero déjenme soñar en
paz que también es bonito. Y gratis.

Esto que voy a decir
ahora va a sonar un poco extraño, pero lo cierto es que de vez en cuando
necesitamos que se nos recuerde por qué amamos el cine. O mejor dicho:
necesitamos recordar cómo y de qué forma empezamos a amar el cine. La respuesta
está, como tantas otras cuestiones, en la infancia, cuando de repente un día
miramos una pantalla y vimos en ella algo que no solo no habíamos nunca visto
antes sino que ni tan siquiera nos imaginábamos que existiera, algún
espectáculo prodigioso que nos hiciera amar esa experiencia y querer
reproducirla una y otra vez de miles de formas distintas. Viene esto a cuento
del enorme impacto que ha generado Gravity,
el impresionante thriller espacial que nos ha presentado Alfonso Cuarón con
George Clooney y Sandra Bullock como dos astronautas a la deriva a 600 km de la
Tierra cuando un accidente provoca la destrucción del transbordador espacial en
el que viajaban.

Lo primero que a uno
le viene a la cabeza cuando piensa en Gravity
es que nunca ha vivido una experiencia semejante. Alfonso Cuarón y su cómplice
habitual el director de fotografía Emmanuel Lubezki consiguen, fíjense bien en mis
palabras, que uno vea algo que nunca antes se había visto en una pantalla.
Porque aventuras espaciales hemos visto muchas, pero meternos de esa forma en
la piel de esos dos astronautas durante toda esa odisea en el espacio – y no,
el guiño cinéfilo no es un chiste gratuito: Cuarón, como Kubrick, está
ensanchando las fronteras del cine – resulta algo un espectáculo tan
deslumbrante que uno de repente recuerda de golpe por qué se enamoró del cine
en primer lugar. ¿Suena exagerado? Puede. Pero este cronista, que tiene ya
muchos años y muchas películas a sus espaldas, ayer no hacía otra cosa que
pensar, mientras disfrutaba de las vistas de la Tierra desde el espacio y
sufría la tensión casi física de la lucha por la supervivencia en un soberbio y
bien aprovechado 3D, que lo que estaba experimentando debía ser algo muy
parecido a aquello que hizo que cuando era pequeño empezara a amar el cine para
siempre. Eso, sobre todo en el marco de un Festival de Cine, resulta una
experiencia impagable. Olvídense de la verosimilitud, de mis amigos los
realistas que decía el añorado Azcona. Carece de  importancia si lo que se ve en pantalla tiene
o no una base real. Lo que importa es el viaje, la experiencia, la tensión, la
angustia, acompañar a Sandra Bullock en su odisea, sufrir y alegrarse con ella.
Puro cine.

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