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DOSSIER

Birdman (o hablemos sin saber)

Advertencia: el siguiente texto contiene spoilers

Birdman es esa gran torta que vemos en la vidriera de una panadería, no podemos resistirnos y entramos a comprarla, pero mientras la comemos, sentimos que su composición no se trababa más que de capas y capas y capas y capas de chocolate, cuyo efecto empalaga hasta varias horas después. Si escarbamos el efecto plano secuencia (mérito absoluto del gran director de fotografía Emmanuel Lubezki) encontramos que casi todos los postulados que lanza Iñárritu carecen, al menos, de sustento. Su mirada sobre el desmontaje teatral (y del show bussiness en general) es una articulación de lugares pisoteados ya por muchos. Por ejemplo, el actor que sobreactúa tanto que los otros actores que sobreactúan se indignan. Este es el primer peldaño de la construcción de la sangre-sudor-lágrimas hiperbolizada. Claramente hay influencias del peor Robert Altman, especialmente de Las Reglas del Juego (1992) y nada de otras películas consideradas menores que han abordado la idea meta y autoconsciente, como Viviendo en el Olvido (1995) u otras, en clave satírica, como el caso de Bowfinger (1997). Pero Birdman no es una película para dialogar con los espacios artísticos o sobre el rol de los interlocutores, mucho menos para pensar una instancia dialéctica, superadora que surge del encuentro de posturas, pensamientos y/o ideas.

Resulta casi imposible discutir con Iñárritu porque les hace decir a sus criaturas cosas como: “Un hombre se convierte en crítico cuando no puede ser un artista”. Muchos de los que me abordaban por hablar mal de esta película prejuiciosamente contraatacaban con el discurso de que el director había logrado su cometido: “Hacer enojar a los críticos porque los críticos se enojan cuando hablan mal de ellos”. Discutir sobre el rol de la crítica o del estado actual de la crítica es necesario, especialmente en estos tiempos en los cuales las nuevas tecnologías han abierto, desde hace unos años, una dimensión digital inconmensurable de datos. La base de una discusión sobre el rol de la crítica de arte no puede partir de la etiqueta “artista frustrado”, arrancar desde ese lugar sería atrasar, al menos medio siglo. Richard Corliss escribió en 1990 para Film Comment un ensayo sobre el estado actual de la crítica de cine de ese momento, llamado “A puro pulgar, ¿tiene futuro la crítica de cine?”. El artículo se mantiene vigente, a pesar de haber sido escrito hace un cuarto de siglo. La mención de este texto tiene su fundamento por dos cuestiones: 1) Generalmente la mejor metacrítica es la que proviene de la propia de crítica. Los demás actores (directores, actores, productores) apelan al mismo speech acartonado de Iñárritu: la frustración. 2) Corliss es tajante pero sus observaciones pertenecen al orden diálectico, al de la instancia superadora para encarar una cuestión. Es la contracara deBirdman.

Pero no solo hay ataques pueriles a la crítica: el director mexicano (también habría que incluir a su séquito de guionistas argentinos) dispara contra los espectadores. En el final de la película, todo el teatro aplaude pero se toma un segundo para hacerlo. El bache representa la incredulidad pero también la confusión, el primer aplauso es más bien un titubeo, como si dijera: “No sé qué estoy aplaudiendo, pero la situación amerita que lo haga”. La escena posterior nos indica que el público, efectivamente, no sabía que estaba vitoreando a un actor que acababa de darse un balazo en la nariz por error, porque se trató de un fallido intento de suicidio. La crítica de teatro que había humillado al protagonista (el actor, productor y director de la obra sobre la que se habla toda la película) escribe un texto celebratorio, casi de carácter histórico al etiquetar la acción del disparo como el inicio de un nuevo movimiento artístico: “superrealismo”. Iñárritu dice que la masa festeja lo extraordinario, lo que está por encima de lo artístico, el escándalo y la crítica, claro, acompaña porque solo puede legitimar artísticamente acciones vanguardistas. Previamente el insulto a la profesión actoral, al uso de las redes sociales y especialmente, al cine de superhéroes tuvo lugar de privilegio en la historia. El cine de superhéroes -al que Iñárritu calificó en una entrevista de “genocidio cultural”- se reduce, en la película a una sola escena de explosiones y composición de CGI. Otro ejemplo de nula reflexión sobre un tema ignorado.

Curiosamente, no hay una mirada introspectiva, es decir, al rol del director porque Riggan Thomson es un combo: actor, productor y director de la obra de teatro de Broadway, sobre el cuento de Raymond Carver “What We Talk When We Talk About Love”. Bajo esta estrategia de simplificar los roles en uno solo, encarnado todo por un actor, se cuela la falta de humor que tiene Iñárritu, no puede ni siquiera mirarse a sí mismo con otros ojos, al menos aplicar las mismas dosis humillantes implantadas a sus demás criaturas, a las que hostiga desde su ópera prima, Amores Perros. La escena del junketde prensa en el que hay un puñado de estereotipos del periodismo de espectáculo (un pseudointelectual de un programa cultural, una notera y un japonés; siempre queda gracioso poner a un oriental) es el súmmum de la película. Riggan nombra a Roland Barthes, la notera pregunta: “¿Quién es? ¿Trabajó en alguna de las Birman?” (la saga de superhéroes de la quiere “escapar” el protagonista), el pseudointelectual contesta: “No, es un famoso teórico francés”. La ignorancia es el tema de Birdman porque envenena todas las puntas que despliega e intenta desarrollar: el mundo del arte por dentro, las rancias ideas sobre “arte mayor” y “arte menor”, la sobreactuación como un motivo del actor teatral, la crítica, la recepción del público y especialmente como hacer comedia con la articulación de todo esto. La falta de conocimiento sobre el tema y el desperdicio de trabajar la autoconciencia, más una gran lista de situaciones cuestionables, hacen de Birdman una película peligrosa. La legitimación de la industria con el premio Oscar la convertiría en un film de repositorio, cuando en realidad merecería morir en el más profundo de los olvidos.

 

Por José Tripodero

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