Las dos últimas jornadas de la Competición estuvieron protagonizadas por películas centradas en la familia o en una idea heterodoxa de las estructuras familiares (la excepción sería, si acaso, Pacifiction). Por lo tanto, tiene todo el sentido que comencemos hablando de Broker, la nueva película de Hirokazu Kore-eda, cineasta que parece haber construido toda su filmografía en torno a este tema. En 2018 incluso ganó la Palma de Oro con Shoplifters, una película que jugaba con la idea de la familia como una mera estructura de convivencia a partir de una serie de individuos de varias generaciones que conformaban lo que, a ojos de los demás y especialmente de las autoridades, era todo paradigma familiar: la abuela, los padres, los hijos… Y Broker vuelve a ese territorio, ahora vinculado a una adopción, algo que tampoco es una novedad en el cine de Kore-eda: un bebé dado en adopción por una joven madre pero que acaba en las manos de dos pícaros que buscan la forma de venderlo a alguna pareja. Pero la madre se arrepiente y, por en medio, tenemos un asesinato y dos policías que investigan ese crimen. Si después de su Palma de Oro, Kore-eda filmó su siguiente película en Francia (La vérité), esta vez ha rodado en Corea del Sur con actores tan conocidos como Song Kang-ho. El resultado no es otra cosa que una franquicia coreana de Kore-eda que, independientemente de esta impostura, está muy lejos de las mejores obras del cineasta japonés (normalmente las menos complacientes) y que intenta conducir a sus personajes hacia algún tipo de pirueta que facilite el final feliz.
Un petit frère, de Léonor Serraille, es una historia familiar en toda regla, esto es la evolución de una familia a lo largo de dos décadas, desde los ochenta, cuando una madre originaria de Costa de Marfil llega a Francia con sus dos hijos pequeños, y hasta la primera década del nuevo siglo. Pero esta familia se acabará disgregando muy pronto, desde el momento en el que los hijos llegan a la edad adulta y después de que la madre no consiga estabilizar ninguna relación. La falta de integración en la sociedad francesa, esto es, la imposibilidad de asentar esa idea de familia en un territorio hostil, llevará a algunos a plantearse el retorno a su país, siendo precisamente el “petit frère” del título el único que podría asentarse en Francia. Serraille plantea de paso una tímida denuncia del racismo, pero en su propuesta late también el fantasma de la impostura: ¿es Serraille, cineasta blanca, la persona más adecuada para contar este tipo de historias? Un petit frère fue la última película en presentarse oficialmente en la Competición, un añadido tardío y quizás innecesario que hubiese tenido mejor acomodo en otras secciones.
Serraille había participado con su primera película, la estimable Jeune femme, en Un Certain Regard. El salto a la Competición puede parecer un tanto precipitado, pero este no es el caso de Lukas Dhont, que en 2018 triunfó en UCR con Girl y que ahora presenta en la sección oficial Close, una de esas películas de gran carga emotiva que suelen triunfar en los festivales. Aquí tenemos dos familias, cada una de ellas con un hijo adolescente de trece años, Léo y Rémi, que son los mejores amigos respectivos, que siempre juegan y van al colegio juntos, tan inseparables que duermen abrazados. Una amistad tan profunda que parece fundada en un amor muy sincero que ellos no disimulan y que provoca los típicos comentarios homófobos de algunos compañeros de colegio. La necesidad de marcar distancias provoca los primeros roces y una separación que, aunque pudiese haber otras causas, desencadena la tragedia. Close, claro, nos habla de ese vínculo tan sincero como en el fondo inocente que está en la base de los primeros amores, aunque estos amores (todavía) no comporten un deseo sexual; también, por la propia evolución de la historia, del sentimiento de culpa y del duelo. Dhont construye una película que pone en primer plano todos los sentimientos posibles, el de la belleza de los campos de flores y el del dolor por la desaparición, un artefacto evanescente que es como una pompa de jabón que se gusta a sí misma y que no sabe muy bien como acabar (y la curación del brazo roto es una metáfora un tanto gruesa para una película que trata con mucho tacto los temas tan graves que aborda).
La familia de Showing Up, de Kelly Reichardt, es de otra índole. También Reichardt es una cineasta atípica, que no busca el éxito fácil y que no hace películas para triunfar en festivales. Su relación con Cannes siempre ha sido muy tibia y se reduce a la participación de Wendy and Lucy en Un Certain Regard en 2008. Desde entonces, Reichardt ha realizado algunas de las mejores películas de su carrera, todas ellas con un planteamiento tan modesto en su producción como exigente en lo estético. Showing Up no solo está a la altura de sus películas precedentes, sino que en el contexto de Cannes y su Competición es un rara avis (como la de Albert Serra), una película que no exhibe ningún virtuosismo narrativo, que no busca epatar al espectador (y a los jurados). Tanto es así que en los créditos finales aparecen por lo menos una docena de canciones que pasan muy desapercibidas a lo largo de la película: Reichardt nunca se sirve de ellas para buscar un apoyo emocional, su cine ha sido siempre un “lo tomas o lo dejas, pero no pretendas que utilice el mismo tipo de artimañas y artificios que otros cineastas (Dhont) para seducirte”.
A lo que íbamos, hay una familia en Showing Up, la de Lizzy Carr (Michelle Williams), sus padres divorciados y su hermano un tanto incontrolable, pero lo que de verdad importa aquí es la comunidad de artistas que existe en torno a Lizzy, escultora y empleada de una escuela de arte de Portland, Oregon. Lizzy está preparando una exposición (unas figuras escultóricas femeninas de pequeño tamaño) que conforma el arco dramático de la película. Su inseguridad y su estabilidad emocional se ven amenazadas por una serie de pequeños contratiempos cotidianos y un tanto banales: su casera, Jo, escultora como ella, no le da arreglado el calentador, por lo que no dispone de agua caliente en su casa; su gato ataca a una paloma y Lizzy se deshace de ella, pero Jo la rescata y desde ese momento será Lizzy quien se tenga que ocupar de ella, desatendiendo su exposición. Showing Up va tejiendo las relaciones de esta pequeña comunidad familiar y profesional para definir antes un tono narrativo o un clima emocional que una verdadera trama. Reichardt sigue escribiendo sus películas con Jon Raymond (la única excepción es Certain Women) y no puede negar que se reconoce en sus personajes: sus películas son modestas piezas de orfebrería como las esculturas de Lizzy, el fruto de una concepción artesanal del cine. Todo un lujo para Cannes.
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