Le deuxième acte, la película que ha inaugurado la 77º edición del Festival de Cannes, termina con un largo travelling de retroceso por los carriles… de un travelling. Perdón por iniciar estas crónicas con un spoiler que en el fondo no desvela nada de la trama de la nueva película del prolífico Quentin Dupieux, aunque si de su propuesta conceptual, ya que Le deuxième acte está construida en su mayor parte a partir de largas caminatas de sus protagonistas hablando de dos en dos, los personajes que interpretan Louis Garrel, Raphaël Quenard, Léa Seydoux y Vincent Lindon, principalmente. Sus nombres desvelan ya que esta película de Dupieux parte de una propuesta de producción más ambiciosa de lo que era habitual en su filmografía, lo que no quiere decir que el cineasta francés haya traicionada el espíritu de su cine. Al fin y al cabo, esta es una comedia muy característica, si acaso más controlada que en otras ocasiones, quizás porque ese “planteo conceptual” así lo reclama. Por un lado tenemos las caminatas y los travellings, por el otro, las conversaciones propiamente dichas que sugieren una filmación dentro de otra filmación: los personajes se interrumpen y hablan a la cámara, unas veces porque un diálogo improvisado es muy poco políticamente correcto y puede derivar en una cancelación (la amenaza, en boca de Garrel hijo, no parece un mero chiste), otras porque han de seguir las instrucciones del director que les habla a través de una tablet, ya que, no lo había dicho, la película dentro de la película la dirige un programa de inteligencia artificial. Este es el principal desafío al que se enfrentan los festivales hoy en día y por encima de todos el de Cannes: que sus películas respondan a inquietudes autorales y no a una mera consigna de producción o mercado, cuando no a un algoritmo.
Por lo pronto, las dos primeras películas en competición parecen identificarse con un mismo modelo que prioriza la sordidez y el tremedismo sobre cualquier otro aspecto. Y eso que sobre el papel son dos películas muy distintas, una en colores muy crudos, la francesa Diamant brut, de Agathe Riedinger, la otra en blanco y negro, la danesa The Girl with the Needle, de Magnus von Horn; las dos en pantalla cuadrada, eso sí. La de Riedinger es una denuncia de la fiebre por la relevancia en las redes sociales en muchas adolescentes, lo que en el caso de Liane, la protagonista, la lleva a modelar su cuerpo y buscar por todos los medios sentirse “deseada” y triunfar como influencer. Pero el propio tema se come al personaje, al tiempo que lo conduce por una serie de situaciones tan tópicas como innecesarias; hasta un Ruben Östlund sabe tratar mucho mejor estos temas, con su cinismo y retorcido sentido del humor. Algo de lo que también carece The Girl with the Needle, que nos lleva a las postrimerías de la I Guerra Mundial y a un ambiente todavía más sórdido. Entre otras cosas porque la película de Von Horn juega con todas las trampas del folletín, por más que su blanco y negro sea puro artificio arty, acumulando embarazos no deseados, intentos de aborto, adopciones clandestinas, desahucios, etc. En realidad, tanto la una como la otra son dos películas sobreproducidas (¡esos solos de violoncello de Diamant brut!) en la que ni la imagen ni los personajes tienen la opción de respirar. Tampoco el espectador.
Quizás por esa razón pueden resultar tan reconfortantes dos películas en el fondo muy menores como Ma vie ma gueule, obra póstuma de Sophie Fillières, que ha inaugurado la Quincena de los Cineastas, o When The Lights Breaks, de Rúnar Rúnarsson, que ha abierto Un Certain Regard. Fillières falleció en julio de 2023, justo después de terminar el rodaje de esta película, cuya postproducción supervisaron sus hijos. La sinopsis del catálogo de la Quincena habla de la crisis de los cincuenta de una mujer narrada en tres actos: una comedia, una tragedia y una epifanía. Y lo cierto es que las transiciones entre cada uno de estos actos son apenas perceptible, pues toda la película está narrada en un tono muy bajo, apuntando en su parte final hacia el manual de autoayuda, algo en lo que, por suerte, no llega a caer. La forma en la que resuelve Rúnarsson es también lo más significativo de este drama romántico islandés centrado en solo 24 horas en la vida de una joven, Una, estudiante de arte y miembro de una banda, con cuyo líder, Diddi, mantiene una relación clandestina. Él le ha prometido que va a dejar a su pareja, Klara, y para ello emprende un viaje hasta el norte de la isla, encontrando la muerte en un aparatoso accidente en un túnel. Una esperaba un giro en su vida, pero este se produce en un sentido muy trágico. Su duelo ha de ser necesariamente callado, por más que encuentre una forma de alivio en la relación con Klara. A When The Light Breaks le sobran algunos planos que tienden al preciosismo… pero siempre será mejor el preciosismo que el tremendismo, ¿no?