(Argentina, 2017)
Dirección: Guillermo Glass y Cristián Harbaruk. Guión: Juan Pablo Young, Cristián Harbaruk, Guillermo Glass. Producción: Cristián Harbaruk, Guillermo Glass, Dario Bracali, Pablo Solsona. Distribuidora: Cristián Harbaruk. Duración: 70 minutos.
En un momento durante “Dhaulagiri, Ascenso a la Montaña Blanca (2017), uno de los cuatro montañistas que protagonizan el film se pregunta: “¿Cuál es el sentido de subir una montaña? ¿Para qué?” Y la pregunta tiene mayor densidad que cualquier posible respuesta, como sucede siempre. La interrogante, la forma en que está planteada, el uso de la palabra “sentido” de tan alta factura para la semiótica y el estructuralismo, después de terminar el documental, no puede sino tener reverberaciones simbólicas. Y es que lo que parecen platitudes, frases manidas y lugares comunes, cuando se dicen a 8 mil metros de altura, entre grietas azules que recortan el blanco inabarcable de la nieve, sotto voce y prodigando el poco oxígeno que se le puede pellizcar a la atmósfera sutil del Himalaya, son casi aforismos y máximas metafísicas. ¿Cuál sentido tiene? Ninguno. Como hacer arte y cine y crítica y documentales. Una razón más para hacerlo con pasión e idealismo.
Every Love Story is a Ghost Story se titula la biografía del fallecido escritor estadounidense David Foster Wallace, y esta frase se confirma en Dhaulagir, donde las dos historias de amor que se relatan son igualmente fantasmagóricas. Tres amigos de los cuatro que intentaron llegar a la cumbre de la séptima montaña más alta del mundo —los tres que sobrevivieron—, deciden terminar el documental que disparó la aventura y posterior tragedia en el 2008, donde falleció Darío, el líder espiritual de este cuarteto. Más memento mori que in memorian, los sobrevivientes de la expedición a las montañas aledañas a Katmandú, deciden terminar lo que empezaron, completar el documental —esta vez sin salir de Argentina—, y hacer cima metafórica. Lo que no logró su amigo fallecido en la literalidad tan cruda y elemental de los picos nevados. La otra historia de amor latente es la del hombre por la altura, de nuevo léase altura en sus distintas acepciones, un amor platónico por excelencia, que no perturba la indiferencia absoluta de las montañas que, a pesar de su belleza sublime, tan romántica, no pueden amar de vuelta. Porque nada tiene que ver el romanticismo con el amor correspondido.
Conceptos herméticos, frases propias del recién converso: “himalayismo: lo más cerca de sentir lo divino. La esencia máxima de la realización del ser humano.” Slang, idiosincrasias propias del lenguaje sectario: “intentar un ocho mil es tener una oportunidad más de realizar un sueño”. Experiencias sublimes, rayanas en lo trascendental: “el montañismo se basa en hacer que nuestro cuerpo lleve por sus propios medios a nuestra alma donde ésta quiera ir”. Alucinaciones lisérgicas disparadas por la hipoxia: “vi los ojos de Buda… empecé a sentir mantras… entré en un estado místico y espiritual que me salvó”. Palabras que en otro contexto, en otro documental, serían hiperbólicas, acá son justas porque las pronuncian unos locos enamorados que tuvieron su bautismo por fuego, justamente con hielo, en las montañas infinitamente verticales de Nepal. Perdieron un amigo, perdieron la sensibilidad en algunas falanges, pasaron 8 años en silencio, distanciados, adoleciendo (el ocho se repite obstinadamente en el film: en 2008 fue que intentaron subir Dhaulagiri, son sólo catorce las cumbres que superan los ocho mil metros de altura en nuestro planeta, etcétera), pero tenían que escalar lo incomprensible, y aún sin tener un porqué, terminar lo que empezaron.
“El tramo más difícil de vencer, es el mito de la montaña” dice alguno de los tres amigos. Y sí, sea cuál sea, todos tenemos una montaña por escalar. Acá está la muestra tangible de que siempre es posible hacer cumbre, aunque no necesariamente en el momento ni la forma que se pensaba.
© Andrés Aguilar Q., 2017 | @andresaguilar1
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