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CRÍTICAS - CINE

El Ardor, según Elena Marina D’Aquila

Al caer la noche.

No hay dudas de que Pablo Fendrik es un animal de cine. Ya lo había demostrado con El Asaltante, su ópera prima, seguida por La Sangre Brota. Ahora, su tercer largometraje lo convierte definitivamente en uno de los realizadores más interesantes de nuestro país. El Ardor mantiene esa urgencia por filmar que Fendrik ya mostraba en su primera película -y que ya forma parte de su marca autoral- con la utilización de una cámara en constante movimiento que cumple la función de ser casi la sombra de sus personajes. Fendrik también recurre a la falta de justificación argumental en determinados momentos, que lejos de ser baches de guión, funcionan como un elemento que nos lleva a reflexionar sobre lo que estamos viendo. Es ahí donde aparece la sutileza del director para contar un relato casi exclusivamente a través de la imagen. Porque Fendrik tiene esa capacidad, la de narrar a través de acciones en vez de recurrir a diálogos explicativos.

Si bien se pueden encontrar varias diferencias -tanto argumentales como de puesta- entre sus películas, cada una de ellas está atravesada por una coordenada en común: la visceralidad con la que se cuenta el relato y el modo en el que se manifiesta. La crudeza de La Sangre Brota, la percepción del tiempo en El Asaltante, la adrenalina, la construcción de la tensión y la estilización de los encuadres por más urgentes que parezcan. Solo que ahora, Fendrik cambia el paisaje urbano por la selva misionera cuya hostilidad le permite convertirla en el hábitat ideal y natural para estos personajes -mercenarios principalmente- que hacen de la caza un instrumento de supervivencia, ya sea matando animales u hombres asumiendo el rol de depredadores nocturnos.  El momento en el que hay que estar más atento es cuando cae la noche. El riesgo y el miedo a ser cazado aumentan y se expresan a través de una cámara que adopta las características de un ave rapaz, metiéndose de lleno en el corazón de la selva mientras sobrevuela al ras de cada hoja, cada bicho, cada gesto, movimiento y cada milímetro del cuerpo de sus personajes haciendo de la piel,  un personaje en sí mismo que vemos con una lupa para poder apreciar todas las características -los poros, las marcas, si es tersa o áspera- y sensaciones captadas por el mayor órgano del cuerpo humano: el sudor, el deseo, el tacto. Fendrik pone en escena a la piel como una herramienta esencial de expresión, en un film en el que la respiración de un cuerpo a través de un vestido floreado es una presa siendo observada por un cazador, que se camufla entre las hojas hasta dar el salto mortal sobre su víctima.

Y si hablamos de cazadores, no podemos dejar afuera a la presencia, mística y corporal, de una de las figuras más imponentes del film (no por nada Fendrik le concede varios planos), la del yaguareté: un excelente nadador cuya técnica para cazar es el acecho, culminando con un salto inesperado y un mordisco letal. Por eso cuando vemos por primera vez al Kaí de Gael García Bernal -un animal tan enigmático como ese felino carnívoro- emerge del agua camuflándose como si formara parte de la flora y fauna del lugar. La única justificación de su aparición la da una placa antes de los créditos iniciales, sentando las bases del carácter místico y de leyendas ancestrales (como invocando al espíritu de Indiana Jones y el Templo de la Perdición) que empapará todo el film. Pero eso es todo lo que la película necesita poner en palabras. El resto se da de una forma tan natural como la sensación con la que nos vamos de la sala, sabiendo que Fendrik es lo suficientemente solidario como para dejar que el espectador haga el recorrido por sí mismo. Esa solidaridad es la que además le permite exprimir a un actor como Gael García Bernal, que no habla a través de sus líneas de diálogo; se vale del cuerpo y la mirada.

Todo se siente natural en El Ardor, un film en el que prevalece el instinto por sobre lo sentimental, en la que cada elemento cumple su función para que este gran cuerpo que es la película, cobre vida: la fusión perfecta entre la simplicidad argumental y la estilización visual, sumado al talento actoral y el de Fendrik para narrar con lo justo y necesario, ayudan a crear una atmósfera tensa que va in crescendo hasta llegar al clímax en medio de un épico duelo que combina lo mejor del western tradicional con elementos del spaghetti (una violencia más marcada, una puesta en escena minimalista). Y no se queda con eso. Todavía se da el lujo de agasajarnos con un banquete de planos spielbergianos donde los rayos de luz natural atraviesan la densa vegetación, como un verdadero cowboy.

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