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CRÍTICAS - SERIES

La casa del dragón (House of the Dragon)

El legado de Juego de tronos es contradictorio. 

Por un lado, es una de las series más famosas y populares de todos los tiempos. Fue un hito cultural que dominó la conversación y sacudió las redes sociales, una fábrica de memes, ensayos y videos-reacción. Por otro lado, las últimas temporadas arruinaron su prestigio, apuraron la trama y traicionaron a los personajes. Ya nadie quería saber más nada sobre los siete reinos de Westeros y el universo del autor George R. R. Martin. 

Por eso el anuncio de La casa del dragón se recibió con un encogimiento de hombros. ¿Es que no habían cerrado ya ese antro? ¿Alguien quería una precuela de Juego de tronos? ¿A quién le interesaba la historia de la Casa Targaryen y los antepasados de Daenerys, la heroína-convertida-en-villana de la serie original? 

El desafío de La casa del dragón, entonces, era lidiar con este legado, convertir a los escépticos y justificar su existencia. Y para lograr todo esto, los showrunners redujeron la escala narrativa y así evitaron los peores excesos de Juego de tronos

En vez de adaptar una saga de novelas, que sigue sin terminar, La casa del dragón se enfoca en un solo libro, Fuego y sangre, que Martín publicó en 2018. Y apuesta por un personaje principal, la princesa Rhaenyra Targaryen. Si Juego de tronos es una historia coral, una gesta bélica con docenas de protagonistas, La casa del dragón es una disputa familiar con una figura femenina central. 

Cuando la conocemos, es una adolescente. Su madre muere durante el parto de su hermano, quien tampoco sobrevive. Y entonces su padre, el Rey Viserys, la elige a ella como heredera. Esto la convierte en la primera mujer destinada al Trono de Hierro. Viserys no altera su decisión cuando finalmente concibe un hijo varón con Alicent Hightower, su segunda esposa y amiga de Rhaenyra. 

Esta situación es el motor que mueve la trama. Sabemos que Viserys va a morir en algún momento: vemos su lento deterioro durante toda la temporada, la proliferación de llagas y úlceras por su espalda, brazos y rostro. Y también sabemos que, tras su último aliento, estallará una lucha entre dos bandos: quienes respetan el deseo de Viserys y el reinado de Rhaenyra; y quienes buscan preservar la tradición de un heredero masculino y apoyan al primogénito de Alicent, Aegon II. El desenlace es obvio. 

Pero una cosa es lo predecible, síntoma de una trama mal construida; y otra es lo inevitable, que puede indicar lo contrario. 

En una tragedia, sabemos que las cosas van a terminar mal. Lo que queremos ver y entender es el cómo. En Romeo y Julieta, Shakespeare spoilea su propia obra en el prólogo. Nos dice —sin ambigüedad— que los amantes van a morir. En Breaking Bad, sabemos que el protagonista, Walter White, se convertirá en un villano. Ya lo anticipa el título. Lo interesante es ver cómo este profesor de secundaria se vuelve un narcotraficante. 

El mismo Vince Gilligan, showrunner de Breaking Bad, dijo en una entrevista para Vulture, parafraseando al compositor Henry Mancini: “Las mejores composiciones musicales son las que te sorprenden por momentos, pero que en otros momentos te hacen saber a dónde van. Hay una satisfacción que surge de esta inevitabilidad, de lo inevitable realizado”. 

La casa del dragón es eso, lo inevitable realizado. 

Es verdad que es una precuela y que eso ya implica un horizonte inevitable. Los eventos de Juego de tronos ocurrirán dos siglos después. Para entonces, la Casa Targaryen prácticamente habrá desaparecido, salvo Daenerys y su hermano, y los dragones serán leyenda. Así que, para acercarnos a este estado de cosas, alguna calamidad tiene que ocurrir en La casa del dragón. Y en efecto, esta calamidad se llama la Danza de Dragones, la guerra civil de los Targaryen. La primera temporada de La casa del dragón prepara el tablero para este conflicto. 

Pero en La casa del dragón, lo inevitable es más que esto. Es un espectro omnipresente, un villano. Cada escena está teñida de un aire trágico y crepuscular. Porque no solo nosotros nos anticipamos al desenlace sino también los personajes, que intentan en vano esquivar un final que sospechan ineludible. 

Rhaenyra y Alicent son amigas, pero el mundo las enfrenta, las coloca en un tablero donde las piezas ya están en posición de batalla. Rhaenyra es la sucesora elegida por Viserys y el hijo de Alicent, Aegon II, es el primogénito. Es una ecuación con una sola respuesta: la pelea por el trono es una fatalidad. 

Esto modifica el esquema de Juego de tronos. Porque en la serie original —más allá de la profecía, la canción de hielo y fuego— parece haber más espacio para la voluntad y el heroísmo. En La casa del dragón, en cambio, los personajes están atados a sus circunstancias. Viserys se esfuerza durante todo su reinado por mantener la paz. Y luego de su muerte, Rhaenyra y Alicent también buscan evitar el conflicto. Pero es inútil y lo saben. Porque no pueden resolver el problema de fondo —la estructura de poder— y solo contienen una explosión que, tarde o temprano, dejará todo en ruinas.

Ahora bien, que el desenlace sea inevitable no quiere decir que no haya sorpresas. Al contrario de otras precuelas —como, por ejemplo, la reciente Obi Wan Kenobi—, los personajes de La casa del dragón son desconocidos para nosotros (salvo para los lectores de Martin, obvio). Por la distancia temporal, ninguno aparece en Juego de tronos. Y por lo tanto, aunque sea evidente la dirección general de la trama, no podemos prever los destinos particulares de los protagonistas. 

Pero esto logra que lo inevitable (del conflicto) sea aún más angustiante. El futuro de los personajes está hipotéticamente abierto. Entonces es trágico ver cómo se estrellan contra el sistema y juego patriarcal de Westeros. Su salvación es posible, pero su desgracia es más probable.

 

Sobre dragones y orcos

Es difícil pensar en La casa del dragón sin compararla con Los anillos del poder. La serie de Amazon se estrenó casi al mismo tiempo. También es una épica fantástica de presupuesto astronómico y también es la precuela de un clásico tanto literario como audiovisual: El señor de los anillos, la obra de Tolkien llevada al cine por Peter Jackson hace 20 años. 

Pero las similitudes terminan ahí. Los anillos del poder es una epopeya. Hay batallas grandiosas a la noche y ciudades imposibles al oeste. Los protagonistas atraviesan continentes, viajan en barco o galopan sobre caballos, escalan montañas, exploran bosques, se sumergen en las minas de Khazad-dûm, se dejan envolver por el flujo piroclástico de Mount Doom. 

La casa del dragón, en cambio, es un drama intimista, donde la lucha de poderes se da alrededor de la mesa chica de la Fortaleza Roja o bajo el techo del castillo de Driftmark. Hay escenas de acción, es verdad: la persecución de dragones que cierra la temporada, la batalla en las playas de los Stepstones. Pero los momentos más intensos son poco más que caminatas: los últimos pasos de Viserys —su cuerpo apunto de derrumbarse, su rostro desfigurado— a través del Salón del Trono; el agónico ascenso de Rhaenyra, minutos después de parir, hasta el cuarto de Alicent, quien pide ver al recién nacido para demostrar quién es la reina en King’s Landing. 

Las actuaciones reflejan estas distancias entre lo epopéyico y lo íntimo. 

En Los anillos del poder, los personajes hablan en proverbios y aforismos. Se mueven para la cámara, acomodándose en sus lugares en la composición. Cada toma es una pintura, cada giro de cabeza y mirada responde a una coreografía cinematográfica. Hay una rigidez deliberada. La casa del dragón tiene su costado grandilocuente, sin duda, pero también hay más soltura y delicadeza. Emma D’Arcy, como la Rhaenyra adulta, y Paddy Considine, como Viserys, viven más libres sobre el escenario. La cámara los persigue sin determinar o anclar sus movimientos. En los planos más cercanos, incluso los pierde de vista, los desenfoca, y no llega a encuadrarlos. El casamiento de Rhaenyra y su tío Daemon no es un fresco imponente y pomposo, sino casi un documental antropológico, en el que la cámara estudia los detalles del ritual en primer plano: un labio que se corta, un pulgar que pinta una frente con sangre. 

Pero la diferencia más crucial entre ambas series es cómo encaran su rol de precuela. 

Los anillos del poder es un “mystery box“, una caja de misterios, como tantas series actuales que imitan el modelo de Twin Peaks y Lost. Estas cajas-series desarrollan —o mejor dicho, esconden— un misterio central, que no siempre se aclara con cada episodio. Y así nos enganchan. Los anillos del poder, por lo tanto, plantea varios misterios: ¿Dónde está Sauron? ¿Quién es El Extraño? ¿Qué quiere Adar? 

Estas preguntas son la apuesta de la serie para garantizar nuestro interés. Porque, en este caso, no solo ya conocemos a los protagonistas, Galadriel y Elrond, sino que ya vimos el final: por lógica narrativa, todo debería conducir al prólogo de El señor de los anillos de Jackson. Entonces necesitamos un anzuelo: el mystery box. Pero esta caja nos cobra un peaje. Porque para que haya misterio tiene que haber supresión de información. Se nos ocultan las motivaciones, pasados y personalidades de muchos de los personajes principales. Y esto entorpece nuestra empatía. 

La casa del dragón hace lo contrario: no esconde casi nada. Los personajes son transparentes y los acompañamos en sus momentos más privados y humillantes. El énfasis está puesto en ellos, en quiénes son y qué piensan, y no en la gimnasia narrativa de los guionistas. Es una serie paciente, quizás demasiado paciente. Por momentos es lenta, aburrida, una sucesión de pequeños y sutiles diálogos iluminados por velas o amaneceres. Y esto tiene cierto sentido: la primera temporada prepara el tablero para la Danza de Dragones, la guerra que veremos en las próximas tres temporadas, según Martin. Asistimos, entonces, a la calma antes de la tormenta. 

El problema es que la tormenta no llegará hasta el 2024, cuando ya se haya disipado toda inercia narrativa. Lo cual no sería tan desafortunado si la temporada fuera más autoconclusiva. Pero no es el caso: es apenas el inicio de una historia que no sabemos cuándo se cerrará. El placer narrativo queda en suspenso. 

Los anillos del poder se tropieza con la misma piedra, aunque el formato de mystery box salva las apariencias: el último episodio, al abrir algunas cajas de misterio, nos ofrece algo parecido a un cierre. Pero la piedra sigue ahí: su segunda temporada también se estrenará en 2024. 

¿Por qué estos tiempos tan largos? Porque son series carísimas y complejas.

La casa del dragón costó 200 millones de dólares; Los anillos del poder, casi 500 millones. Y hablamos solo de las primeras temporadas. A este ritmo, el presupuesto total de ambas podría superar los mil millones de dólares, más que cualquier película. 

Hace décadas, el contrato con el público televisivo era otro. Entendíamos que las series eran distintas al cine, que los presupuestos eran más acotados, que los sets y los efectos especiales eran más precarios. Nadie esperaba que, digamos, las naves y las explosiones de Babilonia 5 estuvieran a la altura de El día de la Independencia, de Roland Emmerich.

Ahora el contrato cambió. De una serie de prestigio, como La casa del dragón, Los anillos del poder o Stranger Things, esperamos una película de diez horas, un despliegue descomunal de vestuario, de lenguaje de cámara, de magia digital. Y esto requiere dinero y tiempo. 

Mi duda es la siguiente: ¿es sostenible este modelo? 

Desde lo artístico, nos encontramos con tramas que se estiran o se interrumpen por realidades de producción. Como espectador, ya no entiendo la letra chica del contrato. ¿Veo la serie ahora o espero a que termine? Si la veo ahora, puedo participar de la conversación cultural; pero cuando cierre la temporada, me voy a quedar con las ganas. Es una disyuntiva que me fastidia. 

Por otro lado, ¿puedo disfrutar de los episodios disponibles cuando son apenas el prólogo de episodios futuros que no veré hasta dentro de años? ¿Cómo evalúo el éxito de lo que estoy viendo? ¿Cómo respondo ante la dilatación del placer narrativo? El riesgo de una cancelación, de un placer suspendido para siempre, es constante. 

Solemos comparar las series de streaming con las grandes novelas decimonónicas que se publicaban por entregas en revistas literarias. Pero la dilatación actual del placer narrativo alcanza niveles insospechados. Un lector de Anna Karenina o Los hermanos Karamazov tuvo que esperar solo dos años para llegar al final. No fue nada al lado de la paciencia que hoy nos exigen Netflix, HBO y Amazon Prime. Que también nos exigen un gran ejercicio de memoria, porque ¿cómo hacemos para recordar tantas series, tantos contenidos y tantas tramas, cuando hay baches tan extensos entre temporadas? 

Y desde lo económico, tampoco me cierran los números de este modelo. El streaming se sostiene en base a suscripciones y depende del contenido continuo. Teniendo esto en mente, ¿cuánto le rinde, a la plataforma, una serie como La casa del dragón, que dura diez horas y no se renovará por dos años? ¿Cuántos suscriptores retendrá HBO durante la espera? 

Son preguntas abiertas. No tengo ni los números reales ni una bola de cristal. Pero a veces me pregunto si este costoso modelo de serie cinematográfica de prestigio no es una burbuja. Lo disfrutaremos o sufriremos mientras dure.

(Estados Unidos, 2022)

Creado por: Ryan Condal, George R. R. Martin. Showrunners: Ryan Condal, Miguel Sapochnik. Elenco: Paddy Considine, Matt Smith, Emma D’Arcy, Rhys Ifans, Steve Toussaint, Eve Best, Sonoya Mizuno, Fabien Frankel, Milly Alcock, Emily Carey, Graham McTavish, Matthew Needham, Jefferson Hall, Olivia Cooke, Harry Collett, Tom Glynn-Carney, Ewan Mitchell, Bethany Antonia, Phoebe Campbell, Phia Saban.

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