Finalmente encontré el tiempo para ver La Flor, luego de dos años de su estreno. No se supone que tenga que ser algo muy complicado, al menos la copia que liberaron está cuidadosamente dividida en partes e intervalos. Además, hasta cierto punto, se puede decir que es verdad que estamos acostumbrados a depositar mucho más tiempo viendo series de forma maratónica. Pero es una película, y nadie empieza a ver una que dura catorce horas si no cree que pueda ser buena, o en el mejor de los casos genial. También deberíamos decir que nadie realiza una película de catorce horas si no cree que vaya a ser una obra maestra. Esto es necesariamente una de las entradas al film, porque La Flor se impone como una obra enorme, de distintas partes, de múltiples abordajes y géneros. Hasta su director, que aparece en la primera escena, se dirige a nosotros como si ya supiéramos algo de lo que se habló de ella, como si parte de la película fuera el boca en boca sobre esta obra misteriosa, larga, imposible. La Flor se propone como mito desde su anuncio.
Quien lea este texto, como sugiere también Llinás, probablemente sepa de la estructura, y del dibujo de líneas en una libreta, donde cada una de ellas es una historia, y entre todas producen la forma de una flor. También está el factor de las actrices protagónicas, que hacen notorio al ejercicio de versatilidad y de múltiples dimensiones actorales. Escribir sobre esta película no es fácil, porque constantemente surge la tentación de dividir sus partes como si fueran capítulos separados, pero podemos tratar de refugiarnos en el simple hecho de que llamarla película ya propone una organización. Ya se nos plantea que aunque haya intervalos o carteles de “continuará”, intertítulos y créditos de por medio, la película continúa y sigue siendo La Flor. El comentario puntual sobre capítulos separados seguramente también surja, porque donde hay límites marcados, aunque se juegue con la interrupción, hay también nociones de totalidad, es decir, ideas.
La propuesta inicial es la de cuatro historias que empiezan y no terminan, seguidas por una que sí empieza y termina (una remake de Un día de campo de Jean Renoir) y cierra con una que no empieza pero sí termina. Sobre las primeras cuatro, las de “género”, se hacen aclaraciones. La primera está en clave clase B, la segunda es musical, la tercera es de espías, y la cuarta es, según Llínás, inclasificable (más adelante su alter ego interpretado por Walter Jakob se va a referir a ella, tal vez paródicamente, como a “una propuesta más moderna”). La quinta historia también es, a su manera, interrumpida, y la sexta tiene, comparativamente, la brevedad de una coda. A pesar de la variedad aparentemente esquizofrénica de modalidades de narrar, se puede afirmar que La Flor está desbordada de narración, es una película que busca poder emplazarse en una multiplicidad de formatos, como si tuviera una voluntad maquiavélica de dominio narrativo. Aunque se pase de narraciones más convencionales a más sofisticadas en un ida y vuelta constante, todo el film está plagado de referencias cinematográficas, de juegos formales y retóricos con obras anteriores del cine, y su puesta en escena evoca a una necesidad de construcción de sentido por parte del espectador, con esto me refiero a que en algunos de los casos no se trata solo de menciones vacías, sino de menciones operativas, como la mención del blanco del vaso de leche de Sospecha para referirse al blanco de las nieves de Siberia en el tercer episodio.
Tradiciones en juego
Para ordenar un poco el recorrido sobre la película, tal vez debamos primero pensar en esta operatividad o, más certeramente, en su sentido. Porque citar es necesariamente unir con algo anterior, de lo que se toma algo pero de lo que también se aprende. Esto es fundamental sobre todo si nos estamos refiriendo a la obra de un director que propone un constante juego con la tradición. Podemos entender a esa palabra de dos maneras. En la primera, la tradición es múltiple, porque existe tal tradición y tal otra tradición. Y en este tipo de tradiciones uno se inscribe. El carácter de políglota cinematográfico de Llinás, por ejemplo, le permite inscribirse en la tradición del cine clase B norteamericano de los 40s, o en la tradición del musical. Incluso, con “rupturas” incluidas, se puede inscribir en la tradición de la nouvelle vague. Y esto tal vez sea porque concebir la tradición de esa manera la convierte en una suerte de universo habitable, donde uno es capaz de recorrer mundos para empezar a entenderlos desde la perspectiva formal que nos da lo ya terminado. Pero hay una segunda forma de entender la palabra que incorpora algo de todo esto, y aún así nunca puede ser múltiple; y es la tradición como forma de operar, donde no sólo se habita sino que se trae un uso, una manera de ver y de moverse que incorpora lo que fue aprendido. En esa tradición la multiplicidad formal deja de ser el centro para ser algo quizás secundario pero funcional, porque producimos a través de ella algo nuevo, ya no en aquellos universos terminados sino en uno solo: el nuestro, abierto y vivo.
Mirando el primer episodio del film me vino el recuerdo no de un relato fantástico sino de un western clásico de John Ford, The Searchers, principalmente por el momento en el que comienza la maldición, cuando el personaje de Valeria Correa se roba los ojos de la momia que se acaba de descubrir y que fue llevada al laboratorio. En la película de Ford había una escena en la que John Wayne, cegado por el odio, disparaba sobre los ojos de un indio muerto sabiendo que, de acuerdo a su fe y su cultura, iba a ser imposible para su espíritu ver el paraíso. Pero instantáneamente recordé que ya había pensado en The Searchers unos minutos atrás, cuando Llinás hablaba sobre el sexto relato, que prometía ser la historia del regreso de unas cautivas por los indios. No tiene sentido alguno averiguar si en las intenciones de Llinás hay un diálogo con el cine de John Ford, pero sí señalar que si algo de eso hubiera, existe una posible riqueza para este primer episodio, centrado en este hecho que desencadena un elemento fantástico y fatal para muchos de sus personajes.
Está claro que la historia apela a la dialéctica entre lo arcaico y lo moderno, los científicos encontrando algo que tal vez no deba ser encontrado, o algo con lo que no se debería jugar, y menos aún profanar. Ahí aparece su inscripción declarada a la clase B con un argumento que parece sacado de una película producida por la Universal en los 30s o por Val Lewton en los 40s, films que lograron instalar con suprema claridad sentencias tan simples como que no hay que joder con lo sagrado. A pesar de esto sobresale el juego, o el recuerdo constante de que se sabe qué se está haciendo, qué tonos dramáticos se están recuperando, qué adornos musicales se están poniendo en uso. Una de las cosas más notorias de todo este episodio es la estridencia de la música, evidentemente reformulada a partir de la banda sonora de Bernard Hermann para Psycho, que aparece y desaparece constantemente en un relato que así como no necesita estar en blanco y negro, en 4:3, y hablado en inglés, tampoco necesita los subrayados de violines epocales. Ese dato probablemente ilustre con claridad esa tensión entre lo que se narra y qué es lo que se va a buscar a la tradición para hacerlo. Pero en lo que respecta a la totalidad de La Flor, el elemento deliberado de mayor desconcierto es la interrupción de los finales, ocurriendo en momentos precisos, justo antes de que lo puesto en juego lo trascienda. No es una cuestión de demanda de conclusividad como convención narrativa, sino de búsqueda de un sentido para todo lo que se trae.
De la misma manera, el episodio musical procede recuperando elementos del melodrama argentino desde la perspectiva del estilo musical de Pimpinela. La historia desarrolla el conflicto entre una pareja de cantantes, alternándose misteriosamente con lo que parece ser la subtrama oscura de uno de sus personajes secundarios. Poco a poco nos vamos metiendo en una trama de dominación mundial, llevada a cabo por una sociedad secreta dispuesta a encontrar una fórmula para la juventud eterna, que experimenta con las sustancias que provienen de un escorpión. Como en la mayoría de los musicales clásicos, el baile y el canto, en este caso el canto, reúne y pone en ejercicio a todos los conflictos del drama, porque es la música el medio que todo lo encarna. El drama toma forma de música y la convierte en el temperamento de lo que ocurre. El conflicto de una pareja de cantantes con vicisitudes tormentosas se vuelve perfecto para esto y hasta se llega a un punto en el que proceden a grabar juntos nuevamente. Por algún motivo, el relato parece necesitar algo más. Es imposible saberlo, pero la trama del escorpión parece un ad-hoc, una constante puntuación en la historia que nos hace especular sobre su unión, que parece descabellada pero no imposible. Más aún si intuimos que puede haber una relación entre las sociedades secretas y la creación artística. De todas maneras, la interrupción y repentino cartel de “continuará” se encargan de anular la proyección, y todo queda como potencia, una posible unión entre algo pequeño y algo extraordinario, sugerida por yuxtaposición pero arrebatada de toda experiencia.
Hay algo curioso que sucede con los carteles de “continuará”, porque no son solamente una confirmación de la interrupción. Es paradójico. Si los carteles no estuvieran y pasáramos directo a los créditos de la siguiente parte, nada nos permitiría afirmar que las historias no tienen final. Para hacer esto, quizás sea necesaria esa aclaración. El “continuará” no evidencia el corte, lo que hace es afirmar la existencia de ese final. Con lo cual los finales, según La Flor, existen, solo que no los vemos. O en todo caso, podemos decir que los finales existen, o que son posibles, pero lo que sabemos es que no fueron filmados. De cualquier manera, los finales no están, y no es un problema argumental, sino de sentido, porque hay una decisión por parte de Llinás de alejarse de sus historias en el momento exacto en el que podríamos dejarnos atravesar por ellas, y en este caso lo estrictamente argumental es secundario.
Estrellas y palabras
Sería injusto no mencionar que la película en su largo camino y de forma transversal produce transformaciones en sus actrices. Lo que se trae también cuenta para ellas y sus apariencias. En este caso es más un arrastre, algo que empieza desde esa primera declaración de unidad (la mención de las actrices en la libreta) y que va creciendo hasta el final. Las Piel de Lava son actrices además de sus múltiples personajes, como si se buscara convertirlas en estrellas, esas figuras que tan solo con aparecer delante de la cámara traen consigo a toda su obra anterior, y todos sus papeles. Esto tiene su propio momento hacia el final de la cuarta historia, en una secuencia que parece hecha de fragmentos aislados o descartes, donde decididamente no hay personajes, y hasta cierto punto tampoco actrices, sino simplemente mujeres. Los sucesivos planos sacan a la luz el homenaje a ellas mismas casi como una dedicatoria. Esa condición de apariencia inherente a la cámara cinematográfica es uno de los factores que más aportan a la totalidad, porque desde ese lugar podemos disolver la importancia individual de cada uno de los episodios para convertirlos todos en la historia del recorrido de estas mujeres.
Si queremos podemos leer esta idea conceptualmente a lo largo del tercer episodio, en el que acompañamos a las espías en la espera de su posible muerte. Es la parte más larga de La Flor porque es la que se ocupa de otorgarle un pasado complejo a cada una. Si la película fuese una larga novela, este episodio se permite contener cuatro cuentos internos. Tal vez la conclusividad de los mismos convierta al transcurrir de este episodio en el más satisfactorio de la película. Todas ellas cargan con una marca anterior, algo que puede llegar a influir en sus actos o sus destinos una vez terminada la espera. A veces es una debilidad, como la espía que abraza al propio status quo de la misión, o el enamoramiento de la otra. En el caso de la guerrillera es una cualidad tal vez sagrada, y en el de la rusa, una forma de ver el mundo resultante de sus experiencias. La forma de orquestar este episodio se nutre bastante de los personajes de Invasión, esa obra maestra que es explícitamente adorada por Llinás y por varios realizadores de su misma generación. En Invasión el grupo de agentes llegaba indefectiblemente a un destino trágico, y la película trabajaba con las marcas de cada uno, recordemos por ejemplo al que muere en un cine, viendo un western, quizás preso de su pasión. Pero en Invasión están Borges y Bioy, y si a ellos algo le interesaba era el carácter del héroe, en ese caso, trabajando con héroes trágicos, que a su vez conforman un mito para la ciudad ficcional de Aquilea y su posterior enfrentamiento armado. Toda esa mitificación está en la experiencia, en el momento en el que uno de los personajes ofrece su muerte por ser un cobarde, o cuando otro entiende que está bien que sea una mujer la que lo mande a morir.
La lectura que Llinás hace de lo borgeano y de cineastas como Hugo Santiago es algo distinta. Hay un dominio formal extremadamente preciso de lo que la película muestra y oculta para invitarnos a aquel universo de agentes y suspenso, hay una inminencia del duelo final, fuera de campo en cada momento, como la promesa de un elemento extraordinario y épico, pero que como todo anterior final, también es arrebatado, como si no tuviera utilidad, y la verdadera utilidad fuera la del recorrido, o el desarrollo de sus caracteres. En Llinás importa más el presente del relato que las implicancias. El personaje de Agustina Muñoz entiende, como nosotros, que las cuatro agentes son mujeres valientes y se niega a acatar la orden de dispararles por la espalda, entonces la expectativa y fuera de campo crecen, porque además de la posibilidad de puesta en acción de lo que hay en potencia, también se da lugar a una valentía que incorpora la consciencia de aquellos cuatro cuentos. Lo que no vemos son los cuatro (o cinco) destinos, ninguno de ellos. Jamás sabremos si las agentes se batieron a duelo, si fueron cobardes o valientes, si ganaron o perdieron, o si tuvieron miedo. Nada nos conecta con ellas salvo la información que habla de un posible heroísmo, pero que es más bien una especie de aura que no se puede sentir, y alguien nos jura que está ahí con un sustento material de planos y tropos de cine de espías. Creerlo es cosa nuestra, ¿pedírselo al film está de más? Quizás por eso haya un interés tan evidente en La Flor por los gestos literarios, un territorio donde se puede ejercitar el estilo y otorgarle sentido estético a esos recorridos planteados, y tratando de unir en términos retóricos lo mundano con lo extraordinario.
Llinás probablemente sea el mejor narrador de los directores que trabajaron en El Pampero o de cierto grupo de realizadores nucleados en el BAFICI, como son Alejo Moguillansky o Matías Piñeiro (que también hizo de otras tradiciones, sean Sarmiento o Shakespeare, juegos). Ningún plano está fuera de lugar, todo se muestra con una plena consciencia de lo que se ve y lo que se deja fuera, de lo que se espera que el espectador absorba, retenga, cuestione. Pero los momentos más ricos de La Flor, paradójicamente, son esos en los que como espectadores adivinamos que parten de formulaciones literarias. Esto no refiere exclusivamente a la voz en off del director, porque también los propios personajes tienden a encarnar lugares de narradores, como la escena del segundo episodio en la que la cantante Andrea Nigro se explaya sobre el vínculo con sus hermanas. En esos momentos, la puesta nos adentra en algo parecido a la lectura. Es en la literatura y su estilo donde parece estar la verdadera mirada intuitiva del director, y si bien el montaje y los planos aportan provechosamente desde su lugar, los momentos donde la inmersión le corresponde a lo narrativo en términos estrictamente cinematográficos siempre termina imponiéndose un límite. Se mira pero hasta cierto punto, a veces hasta se manifiesta explícitamente, con una voz en off que nos dice qué datos o informaciones deberían importarnos y cuáles no.
La literatura también contiene sus juegos de palabras, y parte de esta propuesta formal nos explica que tal vez no haya una cercanía tal con Hugo Santiago, Borges o Bioy. Citar letras de Pimpinela en clave Rejtman, como si fuera una nueva versión de los llamados telefónicos de Silvia Prieto, nos aleja más que acercarnos. En ese momento la lectura de la condición melodramática presente en la música de Pimpinela deja de ser operativa para aparecer nuevamente como juego formal, con un específico acto de desdramatización de lo melodramático. Aún así, algunos pasajes del film armados de esta manera brillan por sobre todos los demás, el científico secuestrado que mira las estrellas para tratar de entender en qué lugar del mundo está no está exento de grueso romanticismo, pero a la vez es un momento en el que se puede creer. También así funciona la introducción al episodio en la Unión Soviética, que es tanto un poema sobre la fatalidad del color blanco como el comienzo de una elegía sobre el fin del bloque comunista, y tal vez de toda la última parte del siglo XX. Ahí Llinás parece no temerle a nada, como si estuviera jugando a su propio juego, pero tratando de ganarlo, no sólo de exponerlo. Y eso se mantiene hasta el final, donde a pesar del evidente juego autorreferencial de doblarse a sí mismo en ruso y del ruso, la certeza de que “el mundo no se olvidará de ellos en diez o en cien años, sino mañana”, es desgarradora.
La libreta de un loco
Como a esta altura ya es de esperar en el recorrido, el cuarto episodio arranca con una oda a los árboles con una lúgubre voz en off, pero ahora sí, desde una instancia más externa. Este es el episodio “moderno”, y el más parecido formalmente a esa película anterior de Moguillansky, El escarabajo de oro. El director interpretado por Walter Jakob es una especie de parodia de Llinás y la película que filma, titulada “La Araña” hace lo mismo con el propio film. Así, los árboles de este episodio ya nada tienen que ver con las blancas nieves de Siberia, probablemente sea porque los sabemos obra de una especie de director esquizofrénico que poco parece entender de lo que hace, y que cuando encuentra una marca de estilo afirma que “descubrió la pólvora”. En esos términos, todo lo que impacta en nuestra humilde mirada de espectadores son los fuegos artificiales de un desvío estético, un engaño sobre el que ahora el autor puede permitir jactarse. El recorrido por La Flor puede parecer así de cínico cuando encontramos secuencias que le quitan precio a las anteriores, más aún cuando detectamos que no es error, sino gesto. Por algún motivo que desconozco tiene mucha aceptación la idea de nunca terminar de tomarse en serio, recurriendo siempre al elemento específico que falsea a todo lo anterior.
El cine aparece ahora como un asunto de locos, donde las decisiones que son tomadas son explícitamente ideas aisladas que se formulan inconexas a la realidad de los personajes, y sin embargo los resultados pueden ser distintos a lo esperado, pueden ser bellos y poéticos, porque siempre se puede descubrir la pólvora y hacer que las cosas funcionen en la superficie. Los escritos del cuaderno de un obsesivo devienen en una historia de brujas, magia, libros borgeanos de ediciones apócrifas y, bien acorde a la propuesta, hospitales psiquiátricos. Algunas de las imágenes de este recorrido son brillantes, como el auto incrustado entre los árboles, o los paseos de los locos por los jardines del hospital, pero si queremos pensar en la locura tal vez necesitemos algún marco de cordura para poder ver sus bordes, de lo contrario sólo nos entregamos al caos narrativo como definición práctica, donde todo vale. La figura de Walter Jacob pareciera ser el centro, la incógnita que podría destrabar la deriva constante. El episodio finaliza con la noticia de que fue encontrado, como si se tratara de un punto de giro que promete iluminar el asunto. El giro es, por supuesto, hacia la siguiente historia, que desde un proceso de imitación continúa desarrollando otro aspecto de la mirada e inquietudes estéticas de Llinás.
Renoir es una parte fundamental de la película porque parece ser lo canónico, el hito que justifica el despliegue formal tanto de Llinás como de muchos otros de sus realizadores amigos. La remake de uno de sus films termina siendo un ejemplo vivo de cómo funciona esa lectura. Más allá de las similitudes o diferencias con la película de origen, o de la imitación fotográfica, lo que sucede es una recuperación gestual. Así como en varios de los episodios anteriores en los que se remitía a otra época se notaba que no existía el menor interés por respetar los detalles como las patentes de los autos o los dispositivos tecnológicos, en este episodio es el verosímil completo del pequeño universo armado lo que excede a toda lógica. La remake de Llinás apuesta exclusivamente al intertexto, con lo cual el vestuario, el tono de actuación y las locaciones aparecen en función de él, como si se tratara de un ensayo, o la propia aventura del realizador probando a Renoir. Pero en esa gestualidad encontramos también la debilidad por lo plástico, que no se limita solamente a lo fotográfico, sino al tratamiento entero, con una puesta en escena siempre declamada, evidenciando cada operación en tanto falsedad organizada.
De la trama de Un día de campo tal vez solo se conserven los movimientos de los actores, de la misma forma que los personajes de las películas de Matías Piñeiro entran y salen de cuadro como si bailaran con la cámara y el espacio, en el estilo de encuadre de Renoir. El film original planteaba en su relato una relación sentida pero imposible entre dos personajes. El momento de revelación de esta amargura se daba en el reencuentro final, en el que la mujer decía entre lágrimas que pensaba en lo ocurrido todos los días, para luego volver a separarse. El límite era territorial y de clase, si en Francia teníamos a los parisinos yendo a la provincia, podría ser que su transposición argentina contemple de alguna manera algo de una posible misión llinasesca, que parece ser la de explorar la potencia de las historias que se dan en las afueras de lo urbano, aunque la mirada tienda a estar siempre emplazada en una cierta ilustración porteña. La lectura sobre Renoir parece ser entonces puramente materialista, tal vez otra de esas tradiciones formales en las que la película busca inscribirse. Llinás no recrea este momento, en el que la dominante es una afección trágica de los personajes, lo que hace es interrumpir el relato para incluirlo por audio, mientras vemos las imágenes de aviones haciendo piruetas con humo en el cielo, dibujando líneas que podrían ser la versión “extraordinaria” de las líneas en la libreta.
En ese sentido, La Flor es como un lienzo en el que Llinás pinta un extensísimo collage de recursos materiales, tratando de contemplarlos todos sobre su superficie. La afinidad con la pintura impresionista probablemente tenga algo que ver con esto. Durante el tercer episodio, la secuencia de París busca diálogo con varios cuadros de Manet que se sobreimprimen en la pantalla. Más que cualquier otra referencia pictórica, el impresionismo parece el más acorde, porque es el trazo lo que sobresale. Entre sus posibles variantes, pintar el cielo con formas que podrían ser las líneas que dibujaban a la flor se vuelve una puesta en práctica de esa lectura, además de evocar el temperamento de maquiavelismo estético. Esta es una más de las expresiones que afirman la unión con una mirada primordialmente europea, particularmente francesa. Durante el episodio de las espías, la historia de Europa se cuenta como propia, pese a la posible unión con la historia de Argentina en tanto colonia española (aquí es simplemente un país latinoamericano sin nombre). La familiaridad es en este caso algo más parecido a una simulación. Cada país, ciudad, costumbre, se narra con la naturalidad de lo propio, como si se mostrara constantemente un ficcional pasaporte de nacionalidad europea, y la afinidad emocional con historias, luchas y tragedias de aquel viejo continente. La Flor hace cohabitar a estos elementos en igualdad de condiciones con, por ejemplo, un tratado completo sobre árboles nacionales, con lo cual se vuelve casi imposible trazar una perspectiva clara de pertenencias.
El humo en el cielo no deja de producir emoción, aunque tal vez se trate de una emoción individual, de la intimidad de un cuaderno, cuyo dueño, como ahora ya sabemos, podría ser uno de los locos del asilo del cuarto episodio. La insistencia por la superficie del registro se terminaría de volver explícita en el último episodio, que consiste en la proyección de las imágenes sobre lo que parece ser la piel de un animal. Esto le da otra textura y produce un efecto de distanciamiento, vemos la historia pero sin olvidar el material en el que la imagen se imprime, como si fuera un extraño intento de recuperación de la materialidad fílmica en medio de una situación digital.
La cámara extraordinaria
Mucho de la película tiende a girar más sobre las emociones de su autor que sobre el destino de sus personajes, y en lo que concierne al cine y a su historia, Llinás se comporta como un romántico. Entender al romanticismo en la actualidad nos obliga a vincularlo necesariamente con una cierta cuota de nostalgia. A diferencia de las propuestas nostálgicas de moda que invaden a gran parte del cine y las series actuales, la propuesta de La Flor está repleta de teoría e investigación, pero no está tan lejos si nos adentramos un poco en la naturaleza de esa mirada. Contrario a la visión del cine como una hegemonía cultural, que opera sobre el imaginario colectivo, la mirada de Llinás está más atenta al cinematógrafo en sí. Lo que se extraña es esa relación directa, “objetiva”, con las cosas, y lo curioso es que una película que haga tanta ostentación de narración termine focalizándose más en la naturaleza del registro, que es una de sus partes, pero la más primitiva.
Esto no es novedad, la historia del cine (y su crítica) de alguna manera se puede dividir entre quienes buscaron la incorporación del dispositivo a un sistema de ideas y de poder cultural, y quienes continúan aferrándose (diría yo nostálgicamente y en muchos casos acríticamente) a esa primera noción, científica y positivista, de la máquina. Para este segundo caso, la lectura de los famosos textos de Bazin termina excluyendo el sentido religioso de su mirada (que carga con una fe para con el mundo alternativo creado) para hacer de la epifanía fílmica el goce de la mirada sobre la fenomenología de lo material, una afirmación del mundo conocido, para en todo caso eventualmente enrarecerlo. En el caso de Llinás, estos fenómenos parecen ser los materiales de la historia del cine y sus vertientes, y La Flor sería la celebración exacerbada de esa diversidad, como si cada estilo o género permitiera distintos tipos de epifanías, todas aparentemente válidas y sin jerarquía, focalizadas en el desarrollo formal y la consciencia de su despliegue.
Recuerdo que mucho de lo que se hablaba alrededor de Historias Extraordinarias cuando se estrenó tenía siempre que ver con una respuesta a una parte del cine argentino que se había estancado en lo mínimo y lo costumbrista. Que era un cine que no se animaba a proponer conflictos universales y que siempre terminaba llevando sus historias al vacío. Se ponía siempre al centro en lo mundano, convertido cada vez más en una serie de individualidades sobre las que se vuelve cada vez más difícil hacer cuestionamientos, películas a las que no podemos pedirle nada. Me sorprendió que nadie haga referencia a que su última porción de película anunciaba explícitamente (mediante una voz en off) que las historias iban a empezar a volverse más vagas, claramente acá mostrando una especie de dominio sobre esto que en el denominado Nuevo Cine Argentino ya era marca de estilo detectable.
Historias Extraordinarias apelaba a la necesidad de lo extraordinario pero sin terminar de quitar el pie de esa marca anterior, como si la detección, el conocimiento y la autoconsciencia formal bastaran. Su épica declarada se iba asentando poco a poco en estos sucesivos cierres esquivos. Diez años después, La Flor radicaliza el estilo, y en lugar de plantear una disolución interna de los relatos, es la forma total del film la que comienza a romperse, ya abandonando todo destino, como si nuevamente no hubiera ningún lugar a donde ir.
Lo que queda detrás, asomándose como posibilidad, es el trabajo con las tradiciones. Porque, como venimos diciendo, La Flor tiene la vocación de ir hacia atrás y salir a buscar fuentes de relato. Luego del largo recorrido, podemos confirmar que la tradición no es un destino, sino simplemente el decorado de un medio. ¿Cuál es el destino? El juego es el disfrute de sus reglas y la duración la suma de las partes. Aún sabiendo que nuestro tránsito junto a las Piel de Lava es continuo (a punto tal de que luego de varias horas sentimos que ya las conocemos, como si se tratara de un acercamiento afectivo a través de la película), sigue tratándose de una cuestión de registro. Es admirable que no deje de colarse el inmenso trabajo de su producción, lo cual termina provocándome una sensación tal vez contradictoria, porque si se tratara de una relación proporcional creo que sería extraordinario dejarnos atravesar por todo eso que La Flor usa para nutrirse imaginado en semejante escala. Pero mientras la película termina, en esa secuencia de créditos que podría ser un episodio más, la sensación es de refugio, un último lugar en el que evitamos desprendernos de ese compendio infinito que es La Flor, como si se negara a terminar. Sería estúpido -y nada productivo a esta altura del texto- hacerle reclamos por su extensa duración, contrariamente, quisiera saber o poder imaginar un destino, tal vez acorde a una noción fundamental que venimos tratando de entender desde que existimos, y es que las cosas terminan, que no vivimos para siempre. Quisiera saberlo o imaginarlo porque sé, y sabemos muy bien desde que existe el cine, que es algo que estamos preparados para reconocer y afrontar.
© Mariano Morita, 2020 | @marianomorita
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