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CRÍTICAS - CINE

Madres paralelas

Madres paralelas es un melodrama que incluye hacia su mitad un giro inesperado. Pero, a diferencia del lugar común, tan inesperado es ese giro, ese volantazo, que la película toma otra dirección y ya no regresa al punto de partida. Dicho de otra forma, además de dos madres paralelas aquí hay dos películas paralelas y el problema es que, como nos enseña la geometría, las paralelas no se tocan.

Para ser más precisos: antes que dos películas paralelas aquí hay, importando un término de la época de los manuscritos, una película “palimpsesto”, esto es, una película hecha sobre otra película. En este caso, un drama político montado sobre un melodrama. Si en los arcaicos palimpsestos (procedimiento que también utilizaron las artes plásticas, cuando se pintaba un nuevo cuadro sobre otro) la intención era borrar por completo el antiguo texto para reutilizar los costosos pergaminos, en el caso de Madres paralelas el propósito ha sido el de compatibilizar, suturar un guión con el otro, algo que deja bastante maltrecho el resultado.

La afirmación de que se trata de una película realizada de esa forma no es una presunción ni un capricho del crítico por emplear la palabra “palimpsesto”; el propio Almodóvar lo confiesa así en una entrevista al diario El País: “Admite también que el proyecto, que arrastraba desde hacía un par de décadas, resucitó en una versión ‘más politizada’ tras la emergencia de Vox como tercera fuerza en el Congreso. ‘Me pareció que era más necesario que nunca recordar de dónde venimos y contrarrestar el revisionismo de la extrema derecha. Sus voces no son mayoritarias, pero hacen mucho ruido y contaminan la vida política española’”.

En cambio, lo que sí es presunción, aunque sea un hecho casi transparente, es que lo que realmente influyó sobre la decisión artística y personal del director por dar ese giro fue el documental de Robert Bahar y Almudena Carracedo El silencio de otros (2018), que el propio Almodóvar produjo y presentó en la Berlinale de aquel año (está disponible en Netflix, como lo estará Madres paralelas a partir del 18 de febrero).

Esta notable investigación fílmica relata el nacimiento del movimiento ARMH, la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica, que se inició en España a comienzos de este siglo para oponerse a la Ley de Amnistía aprobada parlamentariamente en 1977, y que proponía (y propone, porque aún sigue vigente) el olvido total, el perdón definitivo, la alborozada entrada a la Europa rica dejando atrás todo el pasado.

Esa amnistía, además de ser votada mayoritariamente, también hizo carne en la mayor parte de la sociedad española, y no sólo la de “derechas”. Quien mejor la expresó fue José Sacristán, actor de izquierdas en el personaje de izquierdas de Solos en la madrugada (1978, es decir, un año después de la sanción de la ley) cuando declaraba ante el micrófono de su radio para noctámbulos: “No podemos pasarnos otros cuarenta años llorando por los cuarenta años”. La ARMH, impulsada por familiares y víctimas directas de las torturas del franquismo, demostró lo contrario: para obtener justicia es necesario seguir llorando los años que hagan falta.

La impecable factura del documental lleva como protagonistas a algunas de esas personas, entre ellas María Martín, una mujer casi centenaria que quiere recuperar los cadáveres de sus seres queridos, fusilados por la Falange, y que se haga justicia con los responsables: para ello esperará “hasta que las ranas críen pelos”. Ella vive en uno de esos pueblitos donde, como decía Buñuel, se pasó de la Edad Media al siglo XX sin paradas intermedias. El de María Martín es sólo uno de los casos narrados por el film (que lleva como figura destacada a la jueza Servini de Cubría, cuando inició la llamada “querella argentina” contra los torturadores franquistas en 2010), y que, con seguridad, ha conmovido tanto a Almodóvar que decidió dramatizarlo e incorporarlo a “Madres paralelas”.

La película de base, el melodrama puro sobre dos mujeres que dan a luz el mismo día y que comparten una misma habitación en la clínica, prometía un desarrollo ejemplar; está tan estupendamente narrado que el espectador puede adivinar qué piensa cada personaje en cada situación límite, que son muchas. Y aquello que piensan, lo que confirma luego el argumento, suelen ser cosas a veces horrorosas.

Tan cautivante es esa parte del film que es una pena revelar (o “spoilear”) su trama, como se viene haciendo en parte de la prensa desde que se estrenó el film en el Festival de Venecia del año pasado. Baste decir que Janis (Penélope Cruz), en el papel de una fotógrafa cuarentona en quien no es difícil adivinar una heredera de Bette Davis, Joan Crawford, Barbara Stanwyck o cualquiera de las grandes divas del melodrama, tiene a su primera hija el mismo día que la adolescente Ana (Milena Smit) a la suya. Ambas fueron concebidas “por accidente”, pero sus madres decidieron seguir adelante. Ese es el único vínculo entre ambas, hasta que en un encuentro posterior, y fortuito, sabremos que una de las dos niñas ha muerto (aquí no se dirá cuál).

La atroz noticia genera, desde entonces, una relación diferente entre Janis y Ana, donde no falta el altruismo, pero tampoco, o sobre todo, las mezquindades y hasta las vilezas. Pero, cuando Almodóvar tiene al espectador inmerso en la historia, da aquel vuelco inesperado del se habló antes. Aparece otra película: la historia del pasado de Janis, el de sus ancestros fusilados durante la Guerra Civil por el franquismo en un pueblito igualito al de María Martín, y cuyos cadáveres han sido localizados por la ARMH. Arturo (Israel Elejalde), padre de la criatura de Janis a quien, al principio, no desea ni quiere reconocer, se ocupará –en su condición de arqueólogo forense— de la exhumación de esos cuerpos.

¿Y qué ocurrió con el melodrama, justo cuando se develaba su mayor secreto? El guión lo resuelve a los apurones, de manera casi inverosímil, como si le restara importancia, inclusive con un happy end en el futuro de la relación entre Arturo y Janis que parece indigno del realizador de Hable con ella. Como si nos dijera que ahora empieza la parte importante de la película: la política, en donde hasta es lícito que un personaje del melodrama acuse a otro (cuando la acusación debería ser a la inversa: perdón si queda oscuro, pero decir más sería “spoilear”).

Si, a rasgos generales, Almodóvar seguramente introdujo algunos tópicos en el melodrama que, con buena voluntad, podrían hacer tándem con la historia subsiguiente para que la coherencia sea mayor (las pruebas de ADN, por caso), hay otros donde tales costuras no funcionan, se deshilachan. Sin ir más lejos el comienzo mismo del film, cuando Janis somete a Arturo a una sesión fotográfica para una revista como si, en lugar de un arqueólogo forense, se tratara de Antonio Banderas o George Clooney presentando un perfume nuevo. ¿Habrá sido actor el personaje de Arturo en el primer guión?

La pregunta que persiste: ¿por qué, en lugar de un palimpsesto, o de películas paralelas, no hizo Almodóvar dos films distintos? Hasta podría haberse dado el lujo de que Rossy De Palma, que acá está tan seria, volviera a despertar algunas sonrisas.

(España, 2021)

Guion, dirección: Pedro Almodóvar. Elenco: Penélope Cruz, Milena Smit, Israel Elejalde, Rossy De Palma. Producción: Agustín Almodóvar, Esther García, César Pardiñas. Duración: 123 minutos.

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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