Todos Eran Mis Hijos
Dirección y Adaptación: Claudio Tolcachir. Dramaturgia: Arthur Miller. Interpretes: Lito Cruz, Esteban Meloni, Ana María Picchio, Vanesa González, Federico D’Elia, Diego Gentile, Adriana Ferrero, Carlos Bermejo, Marina Bellati. Prensa: Déborah Lachter.
Es dificil que la matemática falle. Si juntamos uno de los padres de la dramaturgia contemporánea, quizás uno de los cinco escritores más importantes del teatro estadounidense de todos los tiempos, como fue Arthur Miller, con un elenco de lujo bajo la dirección de una de las nuevas sensaciones de la calle Corrientes, es probable que nos encontremos con uno de esos raros placeres que de vez en cuando propone la cartelera porteña.
Todos Eran Mis Hijos fue la primer obra de Miller que empezó a darle nombre al autor. La escribió con tan solo 33 años, y fue llevada inmediatamente al cine, con las interpretaciones de Edward G. Robinson y Burt Lancaster.
Si bien, no fue la obra que catapultó a Miller a la fama como lo haría la siguiente, Muerte de un Viajante, Todos… ha resistido el paso del tiempo, y se convirtió en un clásico que tuvo varias repocisiones en Broadway.
En 1984 y 1985 fue llevada al teatro porteño con Ignacio Alonso, Alicia Berdaxagar, Aldo Braga y Hugo Soto entre otros, bajo la dirección de Emilio Basaldúa y Roberto Castro.
Esta nueva repocisión, es probable que sea la obra más esperada de la temporada.
No solamente por los nombres que acompañan la puesta en escena, sino también por la excelencia e intensidad dramática que transmite al espectador. Porque a veces los nombres fallan. Pero este no es el caso.
1948. Suburbio de los Estados Unidos. Un matrimonio veterano, Joe y Kate (Cruz y Picchio) vive en aparente tranquilidad junto a Chris (Meloni), su único hijo vivo. El hermano de Chris, Larry, desapareció durante la Segunda Guerra Mundial. Tanto el chico como Joe, piensan que ha muerto. Kate espera que algún día regrese a la casa, como tantos otros que siguen apareciendo y fueron dados por muertos. La llegada de Ann (González), la ex novia de Larry, que regresa al vecindario, a pedido de Chris, complicará las cosas. Primero, porque Chris va a intentar pedirle la mano en matrimonio, y segundo porque despertará las sospechas que surgieron en torno a Joe, cuando el padre de Ann, su ex socio, cayó preso por culpa de un accidente en la fábrica armamentista que ambos tenían.
Como juego de cajas chinas, se va desmarañando un conflicto dentro de otro, de forma armónica, pero a la vez sorprendente. Las revelaciones sobre los personajes se va develando ante el público que empieza simpatizando con los protagonistas por su cotidianeidad y pronto va descubriendo el lado oscuro del sueño americano.
Al igual que la mayoría de los textos de Miller, Todos Eran Mis Hijos, acusa a la sociedad estadounidense de hipócrita y falsa. Donde cada integrante, cuida solamente de su propio ombligo y no quiere afrontar el mal ajeno, enfrentando las consecuencias de sus actos en forma tardía, dando vuelta la mirada a los problemas reales, prefiriendo sentarse en el jardín de la casa a tomar limonada, en vez de admitir las culpas.
Más allá de criticar, la manera en que las fábricas armamentistas se beneficiaban económicamente durante la guerra, en el texto de Miller se pueden encontrar paralelismos y metáforas en torno a los juicios de la era macarthista, la caza de brujas (que supo simbolizar en el melodrama histórico Las Brujas de Salem, casi diez años después), y las listas negras de los artistas estadounidenses acusados de ser miembros del partido comunista.
Miller, en la figura de Joe (como el referente del gran soldado americano) simboliza a aquellos que denunciaron a sus propios compañeros entre los años ’40 y ’50 para salvarse de ser cazados. Muchas de las víctimas, de estas personas, terminaron exiliados o muriendo en circunstancias “poco claras”.
Pero volviendo a la obra de Tolcachir, este trata de ser fiel al contexto y reconstruye con precisión el jardín de la clase media estadounidense de los ‘50s, con las típicas rejas separadoras de vecindarios, la bicicleta apoyada sobre ellas, la paredes de madera blanca de las casas, el jardín esplendoroso, y las mesas y sillas de mimbre. Están cuidadosamente diseñados los peinados y el vestuario. La iluminación aporta profundidad al escenario y verosimilitud para explicitar la diferencia de los horarios del día, en que se suceden las acciones, desde el atardecer al anochecer, como si se tratara de una película de George Stevens o Nicholas Ray.
Los diálogos están llevados con naturalidad, y es un verdadero acierto que no hayan querido argentinizar la obra. Se respetan los nombres originales y nunca suenan forzados. No se habla en porteño, pero tampoco en un vocabulario neutro. No se escucha reclamativo, sino todo lo contrario. El timing con que están llevados los diálogos tienen una velocidad notable. Ni apurado, ni lentamente enfático. Sin necesidad de tener micrófonos, los actores logran sin esfuerzo elevar su voz por toda la sala de forma sorprendente.
Bueno, no se trata de cualquier elenco. Los antecedentes de cada uno de los intérpretes se anteponen. Lito Cruz está soberbio. No es ninguna sorpresa. Los paulatinos estados anímicos por los que pasa, de la tranquilidad al conflicto, de ser la autoridad de la casa a la humillación pública es notable, majestuoso trabajo. Un rey alicaído. Se destaca Ana María Picchio (en un rol que fue ofrecido a Leonor Manso, quien renunció a los ensayos, tras la muerte de su hijo) impacta desde el primer minuto que entra en escena, donde aparenta estar en un frágil estado mental, pero durante el desarrollo su personaje demuestra que esta mejor de lo que quiere demostrar ante los vecinos. Pero la sorpresa la aportan los jóvenes Meloni y González desafiando a los veteranos Cruz y Picchio en escenas claves, demostrando presencia y fuerza. Ambos entienden cada paso que dan sobre el escenario, como elevar el timbre de voz sin esfuerzo como si fueran veteranos.
Conjunto a los protagonistas aparecen notables secundarios, los infaltables vecinos chismosos e hipócritas, interpretados por Marina Bellati, Carlos Bermejo, Adriana Ferrer y Diego Gentile. Federico D’Elia, tiene una breve pero fundamental aparición en el segundo acto.
Tolcachir logra recrear un relato cautivante, con ritmo avasallante. Los 95 minutos de duración se hacen breves. La obra es tan disfrutable, que uno podría seguir viéndola largo rato.
A pesar del paso del tiempo, Arthur Miller, sigue actualizado en su moraleja y crítica social. Porque los valores que se ponen en juicio son universales… y porque las guerras continúan, y se siguen beneficiando las mismas personas.
La diferencia, es que Miller es optimista, y cree en el cargo de conciencia, en la culpa interna, en la verdad y la misericordia.
Es una lástima que en el resto del mundo, la realidad no imite a la fantasía.
Teatro: Apolo (ex Lorange) Corrientes 1372 Capital Federal – Buenos Aires – Argentina
Web: http://www.teatroapolo.com.ar
Entrada: desde $ 90,00
Días y Horarios: Miércoles, Jueves 20:30 Hs, Viernes, Sábados 21:00 Hs, Domingos: 20 Hs.