Georgia somnolienta
What Do We See when We Look at the Sky? llegó a nosotros con todo el peso de los elogios y las críticas a favor de Cannes y otros festivales. Siempre conviene desconfiar de los consensos absolutos, más todavía si vienen alimentados por ese circuito y su largo historial de pifies. Siempre conviene, también, lanzarse a una película sin la red de las críticas y los comentarios previos y verificar uno mismo el vértigo que produce (o no) el salto. En el caso de What…, eso resulta al final (es decir, al comienzo) bastante fácil. El plano inicial de la película es de una belleza sobrecogedora, estamos lejos todavía de las minucias de la historia, del conflicto (lo que sea que eso deba significar), de conocer el plan estético del director, pero la película ya habla, o susurra, mejor, con una amabilidad extraordinaria, como poco o ningún cine lo hace ya. En realidad no sucede nada, solo vemos a un montón de adultos y chicos salir de un edificio que parece ser una escuela. La alquimia misteriosa no puede explicarse haciendo un listado discreto de sus componentes: ¿es el ángulo y la profundidad lo que nos emociona, el vínculo más o menos explícito con La salida de las obreras de la fábrica (es decir, con los comienzos del cine), el tono documental que sin embargo exhibe una planificación evidente? ¿O es la algarabía general que alterna con la seriedad de algunos rostros o con la indiferencia de otros, o los colores de la ropa, o la mezcla del edificio antiguo con la vegetación circundante? No sabemos, y está bien, en algún momento el mejor cine, el que nos emocionaba o nos sumía en algún estado de embriagamiento, gozaba seguramente del mismo aire misterioso, de la misma renuencia a comunicar sus operaciones.
La historia de What… es tan bella que la película necesita enunciarla velozmente para pasar enseguida a otros asuntos, como si tratara de sostenerla, o de demorarla, como si el director creyera (supiera) que tiene entre manos un animal precioso y extraño al que quiere sustraer al desgaste del tiempo. Lisa y Girogi se encuentran accidentalmente en la calle dos veces. La segunda vez, Giorgi la invita a tomar algo en un bar cercano. Lisa acepta, pero cuando sigue camino a su casa, elementos de los alrededores (un yuyo, una cámara de seguridad, un semáforo) tratan de advertirle que ha sido víctima de una maldición, y que al día siguiente su aspecto cambiará. Lo que estos espíritus no llegan a avisarle, explica el narrador, es que a Giorgi va a sucederle exactamente lo mismo, por lo que al día siguiente no podrán reconocerse en la cita.
La premisa fantástica agrega una condición más: los dos pierden sus habilidades, las que les permiten trabajar como farmaceútica y futbolista, y terminan consiguiendo trabajo en el bar en el parque al que fueron el día anterior. El trabajo los reúne, entonces, pero ninguno sabe quién es el otro. De allí en más, la película se ramifica sin parar hasta querer contarlo todo con una libertad y una respiración que hace acordar a otro tiempo, tal vez a una novela del siglo XIX. Esto se ve en el gusto casi obsesivo por la descripción: el relato sigue además a otros puñados de personajes, pero más que los vaivenes narrativos le interesa filmar el discurrir de la vida de la ciudad de Kutaisi mediante escenas y momentos dispersos que dialogan muy lejanamente (o no lo hacen) con los personajes.
Koberidze tiene entre manos una máquina de una potencia inusitada. La película sorprende todo el tiempo, nunca se acostumbra del todo a sus propias mañas y parece reinventarse a cada paso, como un cuerpo en permanente mutación. Llega un punto en que no sabemos bien en qué momento de la historia estamos ni qué es lo que sigue; nos encontramos, en cambio, inmersos en el fluir de la película, que rehúsa adecuar sus tiempos a los mandatos narrativos y, en su lugar, dispone otro tipo de ritmos, el de la ciudad y sus costumbres, el de la rutina laboral de los protagonistas, el de los chicos del barrio que juegan a la pelota, el de la misma pelota arrastrada por el río o el de los perros amigos que tienen diferentes ideas sobre el sitio en el que conviene ver los partidos del mundial que está por empezar.
La manga de Koberidze parece inagotable, el hombre sigue sacando palomas de todos los colores ante nuestros ojos sin que alcancemos a ver el compartimento oculto ni podamos reconocer el truco. Hay un acto de prestidigitación que es especialmente sobrecogedor: el director se las arregla para hablar de fútbol eludiendo cualquier clase de demagogia o lugar común. La gente de Kutaisi es fanática de ese juego y todos lo viven con el entusiasmo correspondiente, en especial Giorgi, que es fan de la Argentina. A medida que avanza la película, el mundial y el fútbol pierden sus contornos y se vuelven un objeto difuso, menos un deporte institucionalizado que un juego fantasmal que sucede en algún plano incierto, como se ve en el pequeño gag que Koberidze introduce de la nada: hay un tipo sentado viendo un partido y el sonido de una pava de té que lo distrae; la pava chilla, el hombre escucha, el montaje repite la alternancia hasta que vemos el sillón vacío: el hombre fue a buscar la pava, ahora se dirige a la ventana y ¡la tira por el balcón!
No es que convenga no revelar cómo sigue o cómo termina la historia de Lisa y Giorgi: el sistema What… opera por fuera de los límites de esos peligros, lejos de la psicosis colectiva por el spoiler. La historia se resuelve mediante la intervención del cine; un giro narrativo que, por otra parte, parece propio de un cuento de hadas, pero del siglo XX, confeccionado con la belleza circundante que el cine, pero del siglo XXI, parece haber perdido definitivamente de vista. Al final, podría decirnos Koberidze, la cosa no es tan difícil: se trata solamente de reeducar la mirada o de desautomatizarla lo suficiente como para reencontrar la belleza en las cosas comunes, en las tareas cotidianas o los juegos improvisados, en la somnolencia de una ciudad del interior, y de ver allí el trabajo de algo inasible que el cine, para nuestra sorpresa, todavía pareciera estar en condiciones de capturar.
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