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DOSSIER

William Friedkin, el hacedor y el deshacedor

Ensayaremos aquí sucintamente las dos vertientes o derivas principales, axiales, de la obra para cine de William Friedkin.

En primer lugar, cómo ha manejado simbólicamente su inscripción en la autoconciencia del concepto del cine.

En segundo lugar, haremos un breve recorrido de su etymon espiritual. La relación con lo doble y la otredad.

I

Como ya hemos escrito y teorizado en nuestros libros y seminarios, con El exorcista y El padrino, filmados casi contemporáneamente, nace la segunda y definitiva etapa de la autoconciencia del concepto del cine. 

Es cuando una forma, una manera o modo, una teoría, un momento del despliegue anímico–espiritual no sólo sabe que sabe sino también qué sabe. 

Agregamos ahora: lo primero es una variante del “Cogito ergo sum”, cartesiano, siempre mal traducido, ya que no es “Pienso, luego existo” sino “Pienso y, por lo tanto, existo. En todo caso, ese “luego” en lugar de “por lo tanto” se debe a traducciones españolas, en las que ese “luego” difiere del uso en otras zonas donde se habla o se intenta todavía hablar el idioma castellano.

Pero dejemos. Ese es tan sólo “el saber que se sabe”. También puede definirse como la “percepción” o la simple “visión”. Al “saber que se sabe” le corresponde, mejor dicho puede o debería corresponderle, su paso siguiente –de darse– que completa el entendimiento: el saber qué se sabe. Que puede llamarse también la “apercepción” –como fuera definida por Leibnitz–o la “mirada”, como superaciones de la percepción o de la visión. La visión es física, la mirada es metafísica.

Como hemos apuntado en nuestro Dominio eminente, una escena breve, incluso un fragmento de una escena completa en el prólogo o íncipit de El exorcista nos da la puesta en escena de una idea hondante de la autoconciencia. Puesto que eso es también una definición sintética del cine y de su concepto. Si la idea es la imagen o la representación visual de un concepto, y siendo éste una definición completa –y siempre polémica–, el cine sólo debe y puede poner en escena esas ideas-conceptos. 

Poner en escena no es ilustrar. Es buscar el correlato simbólico material correspondiente a esa idea-concepto. Todo el resto es alegoría burda, ilustración.

Tenemos una excavación arqueológica en Irak, en las ruinas de lo que fue alguna vez Babilonia. Se alerta a uno de estos arqueólogos (luego sabremos que se trata de un sacerdote jesuita, el padre Merrin) que se ha encontrado “algo más”. Tras cruzar una suerte de laberinto, cuyo centro es una figura en cruz, y excavar más al fondo, más atrás, más escondido, se da con algo de otro tiempo. Más antiguo, anterior. Algo que tiene adherido una mota reseca de fango. 

Merrin toma un pequeño pincel-cepillo del bolsillo de la camisa de su colega local y comienza a limpiarlo de polvo. Tras ello, el espanto, que es –lo sabía Edipo y lo supo antes Adán– el conocer…

¿Qué es la autoconciencia sino ese rastreo de lo más antiguo, más escondido, “oculto” si queremos –aunque, vale mejor decir, perdido u ocultado–, sino ese excavar todavía más? Claro que para ello se necesita un aparentemente simple paso más; el empleo de una herramienta sencilla, usual, y sobre todo al alcance “de la mano”.

Ese simple y pequeño pincel-cepillo es la autoconciencia o el proceder heurístico de la autoconciencia.

Su carácter doble –cepillo por un lado–, evidencia su empleo como útil de limpieza: de quitar lo inútil o aquello que se ha acumulado y ha desfigurado todo eso anterior. 

Como pincel es simultáneamente aquello que servirá sin solución de continuidad para pulir, re-correr, y sobre todo re-conocer eso “cepillado” poco antes.

Ese es el método-camino y la heurística correspondiente de la autoconciencia del concepto del cine. Su recorrido, su senda hermenéutica y su útil material. No es el mero hecho de encontrar algo perdido, eclipsado, olvidado, sino también luego de re-conocido, saber qué hacer con él. Eso es el cine y eso es el centro, el motivo de la obra ejemplar –y la de otros pocos, muy pocos otros– de William Friedkin.

Existe lo permanente. Lo fijo, eterno e inamovible, que es “la mitad del arte”, según la definición canónica de modernité, acuñada por Baudelaire ysiempre entendida malamente, cuando no directa e intencionadamente al revés. Lo eterno es, o pasa a ser “la mitad del arte”, puesto que a eso eterno se le opone o enfrenta, cabe suyo, esa característica axial de la modernité. Lo fluido, lo en movimiento permanente, lo laxo, lo no fijo; “la pérdida del centro” –dirá Sedlmayr–; “la avidez de novedades”, la llamará a su vez Heiddeger.

Ahora bien –y esto es lo que sostenemos centralmente en nuestras teorías–,para mantener eso eterno e inamovible, para hacer conciente o siquiera intuir su existencia, es decir para re-presentarlo, según la condiciones de posibilidad de la época, se debe emplear como soporte ese material serial, bajo, caído, fabricado industrialmente, carente de aura o como se lo quiera llamar. 

Pero esto no debe ser visto –y ahí está muchas veces el inconveniente fundamental de entender esto–como una entrega pasiva, como un cruzarse de brazos frente a esa situación. Por el contrario, debe verse allí el ricorso, la astucia de la razón o, mejor dicho, de la Providencia: para que lo eterno, es decir lo tradicional, su tekné y su soporte material –que es lo simbólico y lo mitopoético–, permanezcan inamovibles, debe aceptarse ese estado de caída. 

Es el estado de “babelización”. Porque en esa Babel, en ese foso de Babel, existen, seguirán existiendo –por su carácter de inamovible y eterno, es decir tradicional– los signos y soportes necesarios para continuar con su re-presentación. 

No hay otro; ni hay otro método o forma. Si se emplea el material anterior a la modernité creyendo que se acerca ese hacer a lo “clásico”, no se hace más que caer en el neoclásico, en el remedo, la imitación, el reciclado. Allí es donde debe buscarse lo kitsch, por cierto.

La autoconciencia del concepto del cine surge, aparece–podría decirse que es empujada a aparecer– también debido a dos factores dados contemporáneamente. Uno ad intra y otro ad extra. Por un lado, la infantilización “cinéfila” del cine clásico de Hollywood, sobre todo en las manos improvisadas de tanto periodista parisino. A su procedimiento lo hemos llamado “kasperhauserización”. Es decir –y según el símil del legendario personaje de KasparHauser–: la pretensión de cierta vieja Europa, en especial francesa, y más que en especial parisina, de convertirse en guía, en rétor, en dador de palabra y de sentido a lo supuestamente primitivo americano. A lo supuestamente ingenuo, intuitivo, espontáneo; algo así como la continuación del chapucero flatus vocis del “buen salvaje” a quien hay que iluminara base de enciclopedias. 

Es también el intento por parte de cierta Europa de la conversión en folklore, en exotismo, de algo que ya sus propias usinas anímico-espirituales, cuanto materiales, no pueden producir. Agotadas sus fuerzas y sus dones, con su energía o libido exhaustas –o su “prâna” al decir de la traición india– se busca parasitariamente adherirse vicariamente al florecido árbol y al profuso bosque de símbolos de la expansión de la voluntad de su descendencia. 

Porque el cine clásico de Hollywood fue hecho por europeos en el exilio o en diáspora, o por sus inmediatos descendientes con apenas una generación americana. 

Pero ¿puede el padre o la figura paterna aceptar esa extensión apendicular de su potencia y de su capacidad anterior?

Muy difícilmente –lo sabemos de sobra–, ya lo es en la mera relación familiar endogámica… Imaginemos ahora esa dificultad pero llevada a lo exogámico, a lo territorial e histórico: allí esa dificultad resulta fatal y trágicamente imposible. Lo que explica de suyo la Historia occidental desde hace ya casi un siglo a esta parte. 

Pero ese es un tema a tratar en otro lugar.

Algo similar ocurre y hasta sigue en parte sucediendo con la Argentina y lo argentino,y que sólo puede mencionarse de pasada en este lugar. No sin apuntar que aquí a este dilema o arcano histórico, cuanto anímico-espiritual se pretende ignorarlo, buscando implementar “causismos” e inventando pasados y futuros cada diez años…

Esta fue la causa ad extra, exterior si queremos, de la autoconciencia del cine de Hollywood. La causa interna fue el surgimiento de una generación de directores expelidos por la televisión y por el teatro en el propio Estados Unidos. Quienes a su precariedad técnica sumaban una paralela precariedad poética intelectual; y por ello buscaron imitar simiescamente los tics más superficiales –en rigor, todos ellos– de las nuevas olas parisinas. 

Francia por lo demás vive –o al menos lo intenta por ya más de un siglo– de ser un fabricante de nuevas cosas: “nueva cocina”, “nueva izquierda”, “nueva derecha”, “nueva filosofía”; posiblemente ahora no le quede más remedio que inventar el “nuevo Islam”.

Veamos ahora esta relación polémico autoconciente con lo europeo parisino según el método hermenéutico de atenernos a la significación simbólica de la puesta en escena del cine y su concepto.

The French Connection. “La conexión francesa”. 

El título de marras, que es al parecer meramente informativo y referido a su plot o trama, es también –en obras como éstas que aquí tratamos– de carácter performativo. Es decir, expresivo. Es decir, también simbólico. A esta “conexión” o “contacto” que refiere la primera historia o fábula con respecto a un tráfico de drogas desde Europa hasta Estados Unidos se suma una conexión o contacto con algo más y también francés…

Tenemos la obsesión del dueto de policías neoyorquinos por buscar o atrapar a algo “europeo”, francés. Sobre todo, a dos de sus representantes… Uno de los detectives (es decir buscadores, descifradores) es más impasible, si bien mantiene y comparte los sentimientos digamos profesionales y de camaradería del otro. Éste –por el contrario– cae o re-cae en una obsesión particular. Casi personal-subjetiva.

Se trata de Popeye Doyle. El uso de su apellido –como en Rear Window–es irónico una vez más con respecto al autor de Sherlock Holmes; pero veamos a este “pop-eye”, esta mirada o mirar inocente, y veámoslo en la acción representación según nuestro método hermenéutico, teniendo presente si respeta o recorre de consuno en su puesta en escena la primera historia, indicial, de fábula o de trama.

Mira ingenuamente, de manera “pop-ular” el recorrido del dueto francés. En una escena ejemplar –porque nos sirve como ejemplo de lo que vemos allí, y de que puede trasladarse a lo general– lo vemos aterido de frío, a la intemperie, vestido de manera estrafalaria –de “cualquier modo–, mientras el dúo francés se entrega ceremonialmente a una suntuosa y elaborada comida dentro de un restaurante cuya atmósfera y decoración –es decir su propia puesta en escena– es también muy francesa. 

Afuera, a la intemperie y comiendo una porción de pizza mediocre y fría, y no muy consistente –en los pequeños detalles está el punctum de la toda puesta en obra– Popeye los ve primero; los espía de re-ojo; pero luego mira, fija su mirada, la marca, produce una marcación con todo eso y va invadiéndolo todo consu mirada “inocente” y “popular”. 

Mejor dicho “poseyéndolo” sin más. Puesto que el tema de la posesión es el etymon espiritual del cine de Friedkin, y no sólo del El exorcista.

A ambos franceses Popeye los persigue según diversos movimientos y móviles. Tren elevado. Tren subterráneo. A uno de ellos lo pierde, se le escapa; y éste se burla de su mirar ingenuo y de su recorrido –de su pop-eye– con un leve gesto de la mano; una suerte de bendición profana, casi un befa, pero una que se fijará, se marcará en su mirada. Porque ha pasado –como el cine y doblemente– del ver al mirar y así hasta el final.

Para seguir, alcanzar, “tomar” –porque tomar al posesor es una forma inversa y catártica de salir de la posesión ajena–, Popeye debe alterar el orden de circulación. Debe ir a una velocidad descontrolada, des-armando la propia Ley de circulación –que no es sólo circulación de tránsito, sino también de sentido– de su propia territorialidad. 

El limes anterior no basta; debe ser superado o traspasado. La territorialidad se ha puesto en movilidad permanente y, para fijarla y no dejar que siga circulando –como la propia droga– debe detenerla, hacerla fija. Volver a eso laxo, fugitivo, en movimiento permanente: fijar/lo. 

Debe seguir por otros medios y vías de acceso –la calle– a ese tren elevado y lanzado a toda velocidad 

¿No dijo el mentor de Friedkin –Howard Hawks– que “un film es un largo tren en marcha que atraviesa la noche”?

Pero ese tren en marcha que atraviesa esta otra noche de esta otra oscuridad ha sido asaltado, tomado por asalto por un francés quien lo lanza a una velocidad descontrolada, poniendo en peligro a todo el pasaje. 

Mientras de consuno Popeye en su particular velocidad (a la que ha sido empujada por el otro…) expone a un constante peligro a los suyos: es decir, lo propio, su territorialidad.

Que finalmente lo fije, lo elimine, se lo saque de encima en una escalera puesto ambos y en relación vertical, como opuestos, todo eso es –seguido lo anterior– fácil de entender en su “remate”. 

Pero el otro…

Éste es alcanzado en un extramuros, en un limes, en un lugar intermedio donde, al mirarlo cara a cara, Popeye puede repetir el mismo gesto de befa con su propia mano. En el caos subsiguiente, donde todo el resto de los traficantes consiguen ser fijados y o eliminados, Popeye busca, desea fijar, hallar a ese otro que lo repele pero que lo atrae como enigma. Vemos que se trata de un ajuste de cuentas personal. Se trata de disputar por una ley particular. Por otra legalidad y circulación.

Aquí no podemos más que –por nuestra parte–detenernos en nuestra particular mirada y su historia. Puesto que la escena a continuación con la que concluye el film nosfijó tempranamente en lo que intentamos des-marcar aquí.

Como se recordará, Popeye recorre una casa o una antigua fábrica en ruinas. Con restos de mampostería, cuartos y compartimentos, incluso sanitarios, en estado de semi destrucción. Ese interior que imaginamos anteriormente muy armado, muy construido, incluso suntuoso, ahora lo vemos y lo recorremos des-armado, des-construido. Sus compartimentos, sus espacios anegados y plenos de fango. 

Popeye busca inútilmente allí a alguien que tal vez ha existido en cuanto tal como un mero fantasma, como una ilusión; una rêverie más que nunca…

¿Un laberinto? Desde luego. Pero uno que no lo ha sido antes. Que intuimos, se nos deja intuir como un muy armado, organizado, ensamblado. ¿Editado? También. ¿Un set de filmación? También.

 

II

Se busca al otro en el escondite de uno mismo

Ernst Jünger, Radiaciones (Diarios I)

 

En el cine de Friedkin uno busca, persigue al otro, carga con el otro, cruza una calle, pasa a la otra vereda –“cruising”–, y se vuelve o puede volverse ese otro a quien se busca. En paralelo a preguntar/se por qué se lo busca…

Hasta se debe llegar a ser ese otro para disolverse como “uno” y salvar a otro; como el padre Karras debe hacerse otro, ser poseído, para salvar a Regan.

En Cruising, Steve Burns debe cruzar de vereda, de marco, de vestimenta, de ser y estar simular ser otro que tal vez ya se era. 

Ese otro, esa otredad existe. ¿Es falsa como el dinero que Raven falsifica y lava (símil invertido y siniestro del pincel-cepillo de El exorcista) en To Live and Die en LA?

¿Aaron no se ha vuelto el otro entrenado por Bonham, yahora éste debe eliminar, cortar de un tajo (disputan con puñales), seccionar aquello que ha vuelo su otro como en The Hunted? 

¿No quiere el marido de un matrimonio de años que su esposa –la que se hace otra y lleva otra vida donde se llama Jade–, una vez que se vea enfrentada en un espejo a su ridícula otredad e intente huir de ella, que ahora se convierta en esa Jade inventada?

¿Es Jade porque jode y jadea? 

¿Que sea el otro como enemigo bélico, como otredad de extremo pólemos aquel que tras la cesación –¿momentánea?– de la enemistad partisana, el que legitime nuestra acción, como hace al ex comandante vietnamita con el oficial norteamericano en Rules of Engagement?

¿Se lleva el otro en sí, y cuando se descubre se debe matar, copiar, tachar, eliminar, limpiar, cortar, exorcizar?

El otro-extremo, el demonio, el gran copiador, el gran simulador –“el mono de Dios”–, ¿no estaba ya en nosotros desde que nacemos y sólo cuando lo hacemos carne–como hace Karras–nos vemos reflejados en el terror de la víctima, comprendemos que ya éramos en parte eso?

¿Ha sido la América de Friedkin escrutada como usina de vicariedad, de fábrica de otredades? Porque no sabe qué es; y cuando lo supo mediante otros –judíos y católicos– que crearon el Hollywood clásico, ahora, al darse cuenta, lo miman de extranjeridad, o se ponen a demoler sus laberínticos edificios mediante gestos y befas paródicas como las que sufre ese anterior “pop-eye”

¿Concluye con la obra de cine de Friedkin el periplo simbólico imaginario de la duplicidad y doblez norteamericanas señalada originariamente por Edgar Poe? 

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