75 Habitantes, 20 Casas, 300 Vacas (Argentina, 2011)
Dirección: Fernando Domínguez. Guión: Fernando Domínguez. Producción: Fernando Domínguez. Dirección de Fotografía y Cámara: Natalia de la Vega. Sonido: Javier Farina. Montaje: Fernando Domínguez. Música original: Pablo Grinjot. Color: Alejandro Nakano. Intervenciones y títulos: Javier Di Benedictis. Duración: 70 minutos.
Dice Fernando Domínguez en relación a su primer largometraje documental: “Hace diez años conocí a Nicolás Rubió y me contó que había invertido las últimas décadas de su vida en pintar un pueblito francés de 75 habitantes y 20 casas, donde había pasado su adolescencia como exiliado de la Guerra Civil Española, y que llevaba pintados de memoria más de 600 cuadros retratando ese pueblo“.
Interesado por esta historia, Domínguez nos ofrece un retrato no sólo de ese proceso artístico sino también del juego entre la memoria y el trabajo del pintor. Este arriesgado y original documental está estructurado en planos fijos sobre las diversas obras de Rubió, sobre los cuales la voz en off del artista describe las anécdotas que motivaron cada obra, alternando imágenes de él mismo en sus momentos de trabajo. El esquema se rompe cuando el pintor realiza el boceto de la casa de su infancia, en el pueblo de Vielles, y se detiene ante la imposibilidad de completar ese recuerdo.
De esta manera, las dos cuestiones fundamentales que aparecen en 75 Habitantes, 20 Casas, 300 Vacas son el proceso de construcción que implica una obra de arte y la fragilidad de la memoria.
El mérito del director es lograr narrar estas temáticas dándole al artista plástico no la altura de un artista inspirado por una musa celestial (tal como sucede en la tradición clásica), sino un estatus de trabajador que, mientras está en su taller pintando y evocando recuerdos, descubre que de aquellos bocetos previos, pinceladas, dudas y silencios emerge la fuerza poética del artista plástico y se acentúan las memorias de su niñez.
Es más, para remarcar esta condición de trabajador, 75 Habitantes… trabaja sobre una banda de sonido que amplifica los objetos del taller del artista: la resonancia que emite la tiza al ser arrastrada por la mano al bocetar, el murmullo del pincel que da cuerpo a las figuras y el rasguido de la espátula que presiona sobre el espacio pictórico. En cuanto a la representación del proceso de trabajo, vemos la mostración de la preparación del bastidor, el reiterado borrado del boceto y la vuelta a dibujar sobre la mancha que deja el paño, los planos detalle sobre los materiales, todas acciones que dan cuenta del carácter de construcción de la obra de arte, evidenciando su hechura.
Por otro lado, los recuerdos del artista son potenciados por las intervenciones sobre la imagen pictórica hechas por Javier Di Benedictis. Se trata de distorsiones hechas adrede a las figuras del pintor que vuelven borrosas a figuras nítidas y que le dan a las imágenes un revestimiento de recuerdo de niñez. De hecho, el efecto le da cierto aire infantil a los trazos y las formas de Rubió. A este bello e inteligente recurso, se le suma la insistencia del pintor por descubrir cuál era la cantidad exacta de ventanas que poseía su casa; y es en ese esfuerzo donde vemos que las imágenes del recuerdo no logran armarse del todo.
Finalmente, hay otro recurso interesante que completa la imposibilidad de asir un recuerdo: una serie de fundidos en negro intermitentes sobre diversos cuadros que parecieran emular las interrupciones en la memoria y los esfuerzos del sujeto por reconstruir lo que el paso del tiempo desechó.
De esta forma, Fernando Domínguez convierte pincelada, composición y color en un relato respetuoso de una obra que se aborda como propia e independiente a la vez. Incluso podríamos decir que el parentesco fundamental entre pintura y cine -al que Jaques Aumont ha dedicado un libro-, ha sido establecido por este realizador de manera profunda y sencilla.