Tal vez, dentro de la filmografía tarantiniana, la saga Kill Bill no posea el visto bueno unánime de cierta parte del círculo crítico local y también internacional (aunque, no está mal recordarlo, el público en general siempre la ha tenido en alta consideración). Esto se debe a que quizás no tuvo ni ese costado iconoclasta que traía aparejada la ópera prima Perros de la calle ni ese desparpajo de Tiempos violentos. Tampoco, muy probablemente, estuviera a la altura de obras de madurez como Bastardos sin gloria o Django sin cadenas, ni qué hablar de esa pièce de résistance para un grupo muy selecto de conocedores cinematográficos que fue Jackie Brown. Sin embargo, al volver a ver las dos Kill Bill y, en particular, el Vol.2, uno no puede dejar de recordar aquello que había dicho François Truffaut en relación con la “política de autor”: “La película menos buena de Hawks es más interesante que la mejor de Huston”. Aquí podríamos cambiar Hawks por Tarantino y Huston por la mayoría de los directores mainstream actuales. Es que si bien Kill Bill: Vol.2 puede parecer, con respecto al Vol.1, un tanto inorgánica, deshilachada (como si estos capítulos finales hubiesen sido creados y unidos un poco a los ponchazos); y si las dos partes de este díptico se pueden llegar a percibir como una ostentación (a veces un tanto fastidiosa) de cinefilia videoclubera, hay aquí muchas más ideas sobre cine, sobre qué es y cómo se hace, que en diez estrenos juntos de la bendita cartelera de los jueves.
La segunda parte de la venganza de Beatrix Kiddo se distancia, por un lado, de la yakuza y del cine de samuráis que predominaban en la primera parte para adentrarse en la cita al western a través de la utilización de locaciones, música, vestuario y utilería que remiten a la iconografía del género. Resulta evidente tanto la referencia al western crepuscular (otros lo denominan manierista) –se reproduce explícitamente en más de una oportunidad el famoso plano de John Wayne y el vano de la puerta de Más corazón que odio– como al spaghetti western, mediante la constante inclusión en la banda sonora de las composiciones de Ennio Morricone. Al mismo tiempo, por otro lado, relega el cine de acción física, tan presente al comienzo de la saga, y se lo sienta en el banco de suplentes esperando el momento justo para aparecer, privilegiando, en cambio, la palabra. Es en este tramo del relato total donde hace erupción el talento de Tarantino como guionista, que, como un antiguo aedo, se complace en cantar a través de sus personajes las épicas vicisitudes de esta novia vengativa. Así es cómo nos enteramos, en una especie de flashback en blanco y negro, quién es Bill, el tenor de su relación con Beatrix y por qué instigó la masacre en la capilla el día del ensayo de boda de la heroína. Pero, si de recordar un momento de locuacidad ingeniosa se trata, sin dudas, el elegido y el recordado de muchos será el largo monólogo del villano mayor comparando a su Némesis con Superman. Aun quien no le haya gustado la película no puede sino maravillarse con la actuación de David Carradine como ese Bill sádico pero de corazón roto a lo largo del film y, en especial, en estos extensos parlamentos, llenos de guiños a la cultura popular tan característicos del director.
Comparar a Tarantino con un aedo no es azaroso. Está hecho adrede. No en vano lo que identifica a su cine, más allá de su imaginería visual, es, en el plano sonoro, la verborragia de sus personajes y el empleo de la música –muchas veces rescatada del olvido– no como mero ornamento, sino con propósitos netamente dramáticos. Además, si se piensa en los estudios teóricos sobre teatro contemporáneo, es de amplia difusión el concepto de “drama rapsódico” utilizado para describir un tipo de teatro actual que hace uso, entre otros procedimientos, de la fragmentación del relato, de diferentes géneros, de distintos tonos y de materiales de orígenes disímiles; idea fácil de trasladar a la filmografía completa del director. Entonces la rapsodia, entendida como esa pieza musical conformada con fragmentos de otras obras populares, es la práctica habitual del cine acuñado por Tarantino (plagado de citas y rescates de técnicas cinematográficas en desuso, de géneros ocasionalmente despreciados, de modos narrativos del pasado, de autores consagrados y de directores de culto) y el segundo volumen de Kill Bill no es otra cosa que su claro ejemplo. Y además se disfruta: no es poca cosa.
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