De dioses y hombres.
La persistencia de los superhéroes como recursos indispensables para proporcionar recaudaciones millonarias se convirtió en un requisito para la supervivencia de la industria norteamericana. Semejante contienda elevaba al universo Marvel Comics como la principal entidad responsable de conseguir intercalar personajes populares en una franquicia constituida por diferentes protagonistas principales. El suceso culminó en la unificación que propuso Los Vengadores, permitiéndole a Joss Whedon un conglomerado de celebridades fantásticas que rompió los parámetros comerciales como fenómenos marketineros. Para contrarrestar a las creaciones fundadas por Stan Lee y Jack Kirby aparece la oportunidad de DC Comics para posicionarse en el mercado, ensamblando un catálogo de justicieros que condimente el calendario de estrenos.
La campaña para remodelar a estos vigilantes comenzaba con El Hombre de Acero, una primera entrega del proyecto que formateaba los capítulos previamente estrenados sobre la historia de Superman. La fórmula se aseguraba a Christopher Nolan y David S. Goyer, sumando a Zack Snyder y su tratamiento respecto a las historietas, habiendo previamente trabajado en las adaptaciones de Alan Moore y Frank Miller. Aquella película estaba dominada por la superficialidad filosófica de este tipo de aventuras, aunque la inminente presentación de Batman vs. Superman: El Origen de la Justicia presuponía un despliegue acorde al esteticismo de Snyder y una redefinición de los conceptos. Así tenemos a Henry Cavill interpretando nuevamente a Superman, y las incorporaciones de Ben Affleck como Batman, Gal Gadot como La Mujer Maravilla y Jesse Eisenberg como Lex Luthor.
La historia transcurre luego del enfrentamiento entre Superman y el General Zod en Metrópolis. Como consecuencia de las víctimas que murieron en la batalla del desenlace, descubrimos que Bruce Wayne intenta confrontar al hijo de Kriptón, retomando sus actividades justicieras como Batman e investigando las intenciones de Lex Luthor para desarrollar un plan siniestro. El entretenimiento funciona con retrospectivas de los personajes (nuevamente se reconstruyen los sucesos que llevaron a Bruce Wayne a convertirse en Batman), referencias al realismo norteamericano (la sensibilidad de estos ciudadanos es afectada por situaciones en sintonía con los atentados terroristas) y símbolos religiosos (el catolicismo reflejado en diferentes oportunidades mediante las decisiones de Superman). Estas relecturas se distancian del justiciero fracturado que retrataba Nolan para acercarnos al carácter aventurero de las historietas.
El guión de Chris Terrio y David S. Goyer recurre a mecanismos de publicaciones específicas (principalmente El Regreso del Caballero Oscuro, la historieta definitiva de Frank Miller) y los dilemas introspectivos de estos personajes (la impotencia de un encapotado que contempla al alienígena encargándose de los conflictos naturales, mientras es discriminado por determinados sectores de la sociedad) son desarrollados con una comicidad que consigue asomarse en determinadas oportunidades. El inconveniente aparece al desenvolver las variaciones de la trama, insertando peripecias que son indispensables para las siguientes historias (un recurso que se le encomienda al personaje de Diana Prince), superponiendo demasiados interrogantes que corresponden a la multitud de vigilantes de este universo.
La película obtiene resultados moderados, aparentando un comportamiento desacelerado si lo comparamos con la metodología de Snyder, aunque el realizador se reserva sus instancias inverosímiles (una magnifica secuencia con el hombre murciélago luchando en un desierto postapocalíptico que rememora a las plataformas de Watchmen y Sucker Punch). Hablamos de un producto diagramado para asegurarse una temporada redituable en recaudaciones con el propósito de establecerse como bisagra de los proyectos venideros, más allá de los interrogantes autoconclusivos. Snyder trabaja mediante un contrato de obligaciones que condicionan sus fundamentos para conectarse al siguiente episodio, regulando un equivalente de entretenimiento y dramatismo, soportados por el digitalismo tecnológico suficiente para montarnos un espectáculo sumamente pochoclero.
Por Enrique D. Fernández