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CRÍTICAS - CINE

Boyhood, según José Tripodero

La película de este (u otro) año.

Es inevitable entrar a la cosmovisión de Boyhood por la puerta de la proeza cinematográfica de Richard Linklater, al filmar un puñado de escenas a lo largo de doce años con los mismos actores, lo que evidencia en cámara el paso del tiempo natural, sin el artificio que el cine le suele imprimir. Ellar Coltrane es Mason desde los 5 a los 18 años, la primera escena lo muestra tirado sobre el pasto, contemplando el cielo, mientras espera a su mamá (Patricia Arquette).

El primer diálogo de Mason es sobre una teoría infantil acerca de la existencia de las avispas pero lo significativo se da en lo inmediato, en el reto de ella por no entregar la tarea y por arruinarle el sacapuntas a la maestra al tratar de afilar rocas, lo que finalmente se transforma en un entendimiento de la curiosidad especial de su hijo.

La primera parte de esta épica silente se centra en la relación de hermanos entre Mason y Samantha (Lorelei Linklater, la hija del director), interceptada por toda la cultura pop de la época: Britney Spears, Dragon Ball Z, el furor del fenómeno Harry Potter, etc. El crecimiento de Mason, que no es otro que el de Coltrane ante nuestros ojos, está salpicado por una familia inestable: ya en el comienzo mamá y Mason Sr. (Ethan Hawke) están peleados, en vías de separación, allí comienza la vida nómade para los cuatro integrantes. Los dos niños son los que sufren la inestabilidad y la ausencia del padre, quien regresa después de un tiempo a intentar recomponer los vínculos con sus hijos. Boyhood es también “Parenthood” porque los padres crecen también, con todo lo que ello implica: tratar de encausar esas nuevas vidas en un mundo hostil (por eso Linklater tampoco se olvida de expresar, aunque sea en cuenta gotas, la actualidad de los contextos mundiales), tomar malas decisiones y sobre todo ofrecer la libertad exploratoria necesaria.

Por un lado, mamá se casa para formar esa familia que ella anhela (más de lo que sus hijos quieren) pero lo hace con su profesor, uno mucho mayor que ella, un hombre con un costado violento verbal y físicamente. La parte más romántica de la crianza le toca al padre, quien se sienta a escuchar a sus hijos y a compartir sus experiencias, a alentarlos para que no se queden en el molde que la vida les ha programado y a educarlos musicalmente (aparecen en el mítico soundtrack desde Paul McCartney hasta Wilco, pasando por Phoenix y Arcade Fire para el cierre). De todos modos Linklater no apunta al rol materno como el costado oscuro de Mason (a quién siempre le ofrece la astuta mirada subjetiva de lo que sucede con los adultos) sino que explota las cualidades de una mujer con defectos pero con la virtud de sobreponerse a esos obstáculos invisibles, aunque dolorosos. Hacia el final ella hace su catarsis porque se materializa su miedo ante la nada que le espera, al no ser capaz de hallar otros horizontes para su vida por venir.

Boyhood no precisa de progresión dramática, tampoco de un hilado de situaciones ni mucho menos de la presencia de acontecimientos en la historia. Le basta con la fortaleza de esculpir el tiempo en el crecimiento de sus personajes, ubicándose pertinentemente en un tono retratista, casi etnográfico, sin intervenir con discursos aleccionadores o formas absolutas. Linklater en el paso del tiempo deja fluir el devenir de Mason, como si dejara que el propio niño, adolescente y joven adulto encontrase solo su lugar en un mundo sobre el cual le pregunta a su padre (después de la graduación de la secundaria): “¿Cuál es el punto de todo esto?”, y por supuesto su padre le responde: “No lo sé”. Los momentos más preciados de esta obra maestra están en las pequeñas conversaciones que se vuelven lecciones sin quererlo, como en la majestuosa escena en el cuarto oscuro entre Mason (en ese punto una promesa de la fotografía) y un profesor, o en la charla del padre con Samantha sobre métodos anticonceptivos. En estos ejemplos se articula la palabra y la composición de una puesta en escena armónica: en la primera hay un rojo que encandila, que advierte, y en la segunda está la elección de quedarse con el rostro de esa risa nerviosa de una joven que escucha a su padre hablar de preservativos y cuidados varios. Hacia el final de este viaje melancólico que cruza el filo de la emoción durante casi tres horas, queda simplemente la traslación del disfrute de Mason y su nueva compañera, en sus silencios y en sus cruces de miradas. A esta altura Linklater nos interpeló sobre gran parte de nuestras vidas, y claramente entendió todo.

calificacion_5

Por José Tripodero

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