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CRÍTICAS - SERIES

Hollywood

UN DIOS MEZQUINO

Poco vista hasta para aquellos que conocen la carrera del director, Nickelodeon fue el tercer fracaso consecutivo de Bogdanovich y una de sus pocas películas fallidas. Allí Bogdanovich decide contar la historia del cine de las épocas previas al nacimiento de Hollywood, inventándose un grupo de personas que hacían cine como podían, cuando este arte aún no había alcanzado un lenguaje definitivo y lo que se tenía era un par de intuiciones estéticas. Más allá de sus errores y limitaciones (que son varias), hay un momento que siempre me pareció maravilloso en esta película. Se trata de un instante en el cual uno de los personajes se sube a un escenario a interpretar a un miembro del Ku Klux Clan en la obra de teatro The Clansman, la pieza teatral racista de Thomas Dixon que inspiraría la película también racista pero fundacional El nacimiento de una nación, de Griffith. 

De esta forma Bogdanovich se hace cargo de que una obra de arte histórica, que podemos amar por su relevancia, es también un producto inevitable de su tiempo con ciertos valores que hoy reconocemos como aberrantes; y que Griffith, un sureño racista, pudo ser también un genio. Bastará en todo caso conocer la historia completa y saber mirar esto con la debida comprensión, fascinación o repulsión, dependiendo de las sensibilidades de cada uno.

Hollywood, la miniserie creada por Ryan Johnson, parece ir para el lado contrario de la amorosa carta de Bogdanovich. Al igual que Nickelodeon, Johnson también inserta personajes de ficción cruzándose, interactuando o simplemente nombrando personajes históricos como Charles Chaplin, Elia Kazan, o Claude Rains. También, de paso, imagina una interacción constante entre Rock Hudson y el resto de los personajes creados por Johnson. De este modo, su ficción gira en torno a un grupo de artistas (dos actrices, un aspirante director, unos dueños de una productora ficticia, un guionista negro y gay, unas actrices) tratando de triunfar en la industria.  

Sin embargo, la mirada de Johnson es mucho más impiadosa. Ahí donde Bogdanovich decidía exaltar el nacimiento del cine como arte pero mencionar al pasar (sin que de todas formas sea un dato menor) el racismo normalizado de la época, Johnson decide nombrar un par de veces algún que otro director o actor importante del Hollywood clásico, o mencionar una que otra vez la sutileza que se requiere para ser una estrella de cine, y en cambio carga las tintas una y mil veces sobre un Hollywood que no permitía que los negros pudieran protagonizar una película, que ocultaba la sexualidad de las estrellas, que estereotipaba a los orientales y cuyas productoras eran dominadas por hombres que no permitían que una mujer tuviera las mayores jerarquías. 

De hecho la agresión de Johnson llega al punto de reproducir de forma grosera el estereotipo del gran productor de Hollywood ignorante y ávido de dinero, al que la calidad artística le importaba poco y nada. Una mentira histórica enorme y ridícula que olvida que los fundadores y dueños de las grandes productoras de Hollywood eran personas que tomaron riesgos estéticos, y que conocían y muy bien los directores a los que contrataban y las transgresiones que tomaban.

En todas las demás objeciones, la cuestión es mayormente cierta. El problema es que ninguna de esas objeciones hablan estrictamente de Hollywood sino de un contexto histórico y un público de la época que probablemente no hubiera tolerado ni la homosexualidad de una estrella ni –en su gran mayoría, claro- un protagonista negro, y que se caracterizaba por tener ideas sobre lo racial y lo sexual que en tiempo presente suenan espantosas. Que el Hollywood de los años 40, o 50, sea por conveniencia o convicción, haya obedecido esa línea, no prueba otra cosa de que fue también producto de su propio tiempo. El tema es que el Hollywood clásico no fue sólo eso: fue también la industria que posibilitó las más grandes obras maestras de Hitchcock, la que nos dio grandes westerns, a Cary Grant, Carole Lombard y John Wayne, la de las grandes comedias románticas y los escenarios espectaculares de los musicales de la MGM. Fue, en suma, la Meca que conjugó entretenimiento popular con sofisticación, lo que se dice uno de los hechos artísticos más extraordinarios del siglo veinte. Destacar constantemente su costado ideológico más mundano en vez de su carácter excepcional es como olvidarse de que Shakespeare escribió El Rey Lear, Hamlet y Noche de reyes para concentrarse en que creó un estereotipo judío agresivo acorde al antisemitismo imperante en la Inglaterra del SXVI. 

Se trata de una mirada propia de un dios mezquino, capaz de cambiar la historia y mirar las cosas desde afuera, pero donde lo destacable se diluye para poder rebajarlo al lodo de lo ordinario y el juicio moral se da desde la comodidad de la distancia histórica. Un hecho que en la serie Hollywood no sólo parece comprender el propio Johnson sino los mismos personajes, que aunque vivan en la década del 40 parecen tener plena noción de lo indignante del racismo de ciertas películas. Así es como pueden hablar horrores del racismo Song of the South, la hoy maldita y maldecida película de Walt Disney que en su momento fue un gran éxito comercial, ganó premios Oscar y que ni las propias minorías afectadas veían como ofensiva.

Claro que el reproche que me podrá estar haciendo el lector es que Johnson puede hacer el recorte que él quiere de un tiempo. Después de todo, cualquier película, serie o novela histórica no tiene que estar rindiendo cuenta respecto de lo que decide o no narrar.

Sin embargo, este recorte que hace Johnson me irrita particularmente. No sólo por mi amor por el cine americano clásico, sino más que nada porque ese recorte mezquino expresa la desagradable necesidad de la serie de mostrarse “buena”. De hecho, sus dos últimos episodios son una sumatoria de discursos autocompasivos con personajes marginados (una pareja gay –uno de ellos negro-, una esposa de un magnate a la relegan a un lugar de ama de casa, una oriental, una negra), hablando de la sociedad injusta en la que viven a puro primer plano melodramático. 

Ante tanta autosantidad impostada se le suma también –casi diría inevitablemente- una concepción del artista como maestro ciruela. Esto se da en una escena muy específica en la cual un alto ejecutivo de la productora habla con el guionista y el director. Entre los tres están planificando una película llamada Meg, sobre una mujer negra que ante la creencia de que nunca podrá llegar a ser estrella de Hollywood decide suicidarse. Frente a esto el productor le dice al guionista que hay que cambiar el final y salvar a Meg. La razón: hay que decirle a la gente negra de Estados Unidos, mediante esta película, que ellos también pueden alcanzar sus sueños. De este modo, Hollywood sostiene la idea de que una película puede cambiar una sociedad. Algo que la propia serie reafirma cuando, ante la exhibición y luego adquisición de prestigio de la película mediante el Oscar, imagina la posibilidad de que esa ficción inspire a los negros de Estados Unidos.

Esa concepción del arte como algo útil pocas veces estuvo en el Hollywood clásico real y decididamente  nunca apareció en sus mejores películas. Films que más de una vez escondían en sus tramas aparentemente simples una visión ambigua de la realidad y una mirada compleja sobre el mundo; o bien la idea de que el cine podía ser puro entretenimiento basado en la experimentación visual y la creación de gags.  

Un rasgo que hizo que el cine clásico americano escondiera, detrás de su exuberancia, su autocelebración frívola y su espectacularidad, una secreta humildad. Todo lo contrario de aquello que sucede con el otro Hollywood, el de la serie, que tras su “buenismo”, su supuesta preferencia por los sectores marginales de la sociedad, su desesperación por la corrección política, su discurso a favor del sexo libre y su indignación a flor de piel, no hace más que exhibir una soberbia francamente insufrible.

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