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66° Festival de Cannes – Dossier sobre el Festival: Days of Heaven

66° Festival de Cannes – Dossier sobre el Festival: Days of Heaven

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Tras una semana de lo que en
inglés llamarían solitary confinement (una especie de aislamiento, nada más
que, en este caso, voluntario), a causa de ciertos virus que aquejaron mi
cuerpo, producto, seguramente, de una sentida y nada pasajera nostalgia y melancolía,
escribo este texto. A una semana de mi regreso del Viejo Continente, claro, no
a una semana de terminado el festival ya que, desde luego, no iba a apuntar
estas líneas durante mi primera visita a París, Londres, Ámsterdam y a la tan
cinematográfica Brujas, esta última merecedora de mi más sincera fascinación.
Habiendo hecho las aclaraciones del caso, y sumida en esta pseudo depresión
post-viaje, me propongo hacer un recorrido por lo que fue mi viaje al Festival
de Cannes y las 30 películas que vi.

Porque uno no toma
conciencia de lo que es Cannes hasta que no está de vuelta, en la rutina, si se
quiere, si se tiene -no es mi caso-, en la vida de antes, cuyo curso suele
verse interrumpido cuando uno asiste a este tipo de festivales. Siempre nos pasa,
a todos, desde el Bafici hasta Mar del Plata, pasando por cualquier otro festival:
uno suspende la cotidianeidad para sumergirse en ese mundo tan glorioso e
inasible que es un festival de cine, durante días y días, olvidándonos de las
cosas que dejamos de hacer, de lo que se acumula, de lo que se atrasa. Pero,
¿qué importa? Y menos que menos si el festival al que asistimos es Cannes, la
meca del séptimo arte, la médula del panorama cinematográfico mundial. Ahora
que estoy acá y me acuerdo de todo, tomo verdadera dimensión y me maravillo
frente a eso que, en ese momento, me pareció fantástico, pero no tanto. Ahora
tomo plena conciencia de que viví días de gloria (como el título de mi texto
reza, como la cortina musical que acompaña al logo de Cannes antes de cada
proyección, extraída, claro, de esa gran obra maestra de Terrence Malick, y que
dota a esa palma que sube por las escaleras al cielo de un encanto y una magia
que se prolongó, por lo menos en mí, hasta la última película que vi) porque,
de hecho, experimenté momentos gloriosos y porque asistí, de una u otra forma, a
una pequeña parte de eso que llaman la Historia del Cine.

Y aquí estoy, rememorando,
volviendo a saborear, cada momento, cada estrella con la que me crucé (que no
fueron pocas, gracias a mi útil y bien empleada tenacidad), cada película que
vi, cada Nespresso que tomé, cada calle que recorrí, cada larga fila que hice
bajo la lluvia, cada nuevo día que empezaba y terminaba con cine. Porque el
Festival de Cannes fue eso y más, inmensamente más. Fue cruzarme con Adrien
Brody por casualidad y charlar un rato, al igual que con Mads Mikkelsen; fue
esperar a los actores y directores en la pasarela que conduce a la sala de
prensa y emocionarme como perro con dos colas cuando venían, se acercaban,
charlaban, se sacaban fotos y respondían al “Soy de Argentina”, mi frase de
cabecera; fue ir a un almuerzo de prensa en un chateau de película en las
alturas de Cannes con el jurado y estar ahí, a un metro de ellos; fue ver a los
ganadores cuando ganaron y escucharlos después en la conferencia de prensa; fue
recorrer, extasiada, esa inconmensurable feria de películas que es el Marché du
Film; fue maravillarme ante cada Ferrari y Aston Martin que pasaba, aunque
luego eso se convirtiera en algo cotidiano; fue perderme en las callecitas pintorescas
y coloridas de Cannes buscando un lugar para comer barato o simplemente
caminando, en algún recreo que me tomaba; fue tirarme en la playa toda vestida
a sentir la arena y respirar ese aire hermoso; fue fascinarme ante los hoteles
de lujo empapelados con posters de películas; fue ir corriendo a buscar a Jose,
que siempre me guardaba el asiento porque entraba media hora antes sin hacer
cola; fue ver los fuegos artificiales varias noches en la playa; fue mirar un
rato de Tiburón en la playa, en esa pantalla inmensa que parece caerse en el
Mediterráneo; fue ver a Steven Spielberg y no animarme a preguntarle nada en la
conferencia de prensa; fue ver a Kim Novak y no reconocerla; fue salir
corriendo de la sala Lumiere para ir a hacer la cola en la Debussy; fue quedarme
afuera de la de los Coen; fue ver la mejor película del Festival, con Léa
Seydoux; fue emocionarme, sentir, embriagarme, reír, indignarme, llorar y
putear con las películas, con esa cosa mágica que es el cine, y que nos tuvo a
miles de personas metidas en una sala de cine por once días teniendo la Costa Azul
a menos de un metro. Eso es Cannes.

Y el primer día, la tan
ansiada apertura, fue para El Gran
Gatsby
(Fuera de Competencia). Ya mucho se ha dicho y escrito sobre éste,
el último delirio de Luhrmann, pero creo que, tal vez resarciéndome un poco por
lo que escribí inicialmente, El Gran
Gatsby
fue una buena elección para película de apertura (más allá de la
motivación de atraer a un público mainstream hollywoodense, como suele pasar
año tras año), una suerte de vaticinio de lo que es el Festival en sí, atestado
de glamour, colores estridentes, fiestas y, sobre todo, un montaje violento y
desenfrenado, como ese de las fiestas en la casa de Gatsby, con un Leonardo Di
Caprio que tarda en llegar, que se hace desear (como en la conferencia de
prensa), pero que, cuando finalmente aparece en escena, lo hace con toda la
presencia, la elegancia y el porte que solo un galán de estirpe clásica como Di
Caprio puede exultar, acompañado de un Tobey Maguire más terrenal, tímido y
apabullado frente a tanto glamour y frente a esa presencia misteriosa del
balcón que es Gatsby, el héroe que, en última instancia, termina necesitando a
esa presencia más terrenal para que lo ayude a reconquistar a la tan frágil
Daisy Buchanan (como se la suele ver a Carey Mulligan). Una relectura del clásico
de F. Scott Fitzgerald con todos los vicios -para bien o para mal- del director
de Moulin Rouge!, totalmente
desatado, en un intento de retratar la década del ‘20 en clave kitsch.

En la antípoda de El Gran Gatsby, pudimos ver ese mismo
día la mexicana Heli (Competencia
Oficial), de Amat Escalante, una de esas películas respecto de las cuales uno
se hace la pregunta, ¿por qué estuvo programada en el Festival? ¿Acaso, los
programadores, se están inclinando, cada vez más, por este tipo de cine de
supuesta denuncia social, a través del cual podemos echar un vistazo a la
problemática actual de los países tercermundistas y observar, sobrecogidos, las
desgracias de las que son víctima esos pueblos? O, tal vez, a los programadores
de este y tantos otros festivales les cabe el morbo de ciertas escenas, en particular
una que involucra el calcinamiento de genitales, y este cine, una especie de
latsploitation político. Si no, no se explica su inclusión en la Competencia
Oficial y, menos que menos, su premio a mejor director.

Después vino el turno de
Ozon y su Young and Beautiful (Competencia
Oficial), sobre una adolescente, como bien indica el título, joven  y hermosa, que decide prostituirse, vaya uno
a saber por qué, siendo esta frase justamente la que condensa el meandro de la
historia. Nunca sabemos por qué lo hace, ni nos importa en realidad, solo
sabemos que lo disfruta y que encuentra en la prostitución su forma de ir
creciendo. Gran actuación de su protagonista, Marine Vacth, y un final enorme,
que elude todo sentimentalismo, con una fugaz pero potente aparición de la
también hermosa -aunque no tan joven- Charlotte Rampling.

Como apertura de Un Certain
Regard tuvimos a The Bling Ring, de
Sofia Coppola, una película sobre la que todavía no logro esbozar una apreciación
del todo acabada. Liviana y frívola pero con plena autoconciencia de ambas,
Sofia Coppola nos trae su visión del caso verídico del grupo de chicas y chico súper
cool que asaltaban las mansiones de famosos. Iteración de las escenas de robos,
con diversas cámaras, planos y encuadres, la tecnología (google, Facebook y
compañía) al servicio de los ladronzuelos y de la justicia a la hora de dar con
ellos. Sofia Coppola conoce el código adolescente y lo explota en un film con
grandes momentos de humor (las fugaces apariciones de Leslie Mann son
simplemente brillantes) y nada pero nada de moralina (lo cual se agradece).

Con Fruitvale Station, también en Un Certain Regard, me pasó algo distinto
que con The Bling Ring. Salí de la
sala convencida de que estaba frente a una gran película y, con el correr de
los días, fui virando hacia el lado de la desilusión. También basada en hechos
reales, Ryan Coogler nos trae la historia de un joven negro de 22 años al que
la policía asesina en la estación de subte que da nombre a la película. El impacto
bestial de la escena inicial (captada con los celulares de los testigos del
hecho) es socavado inmediatamente ante la insistencia desmedida de Coogler en
subrayar el hecho de que el protagonista es un buen tipo, en plan de redención
de errores pasados, como si, acaso, ello agravara más una injusticia
incuestionablemente terrible. Las breves escenas documentales son, en sí
mismas, un alegato muchísimo más fuerte y contundente que todo el film.

Después pude disfrutar (en Competencia
Oficial y acreedora del premio a Mejor Guión) de la última de Jia Zhangke, A Touch of Sin (clara alusión y
homenaje a Touch of Zen, de King Hu),
una gran historia coral (si bien no estamos ante la típica estructura coral,
siendo los enlaces más sutiles) con un único eje: el pecado que todos tenemos
adentro. Cuatros historias muy distintas, la de un hombre harto de las
injusticias que decide hacer justicia por mano propia y embiste contra un empresario;
la de la recepcionista de un sauna que es acosada por un cliente y debe
responder a ello; la de un padre de familia que dedica su tiempo libre a ser
asesino; y la de un joven que va cambiando de empleo y tiene un amor no
correspondido con una prostituta. Grandes escenas de violencia (especialmente
la de la mujer del sauna), que irrumpen casi sin previo aviso, y un pulso
narrativo que nos adentra en los cuatro mundos sin precipitar la acción y dando
curso a que el pecado aflore en cada caso.

A no confundir el no
precipitar la acción con el tedio, rasgo principal de la última de Asghar Farhadi,
The Past (Competencia Oficial), el
de La Separación, el que hace de los
conflictos familiares el peor terreno posible sobre el cual construir una
trama. Con una Bérénice Bejo absolutamente indigna del premio a mejor actriz,
una trama enrevesada que no da respiro, personajes del pasado y del presente
que confluyen y recriminaciones pretéritas que vienen a perseguir a los
protagonistas que intentan llevar una vida en paz, Farhadi edifica esta montaña
de diálogos y situaciones enmarañadas dignas de un culebrón mexicano.

A
Stranger by the Lake
(Un Certain Regard) de Alain Guiraudie es
como una bocanada de aire fresco dentro de este festival. Una comedia policial
que no escatima en escenas de sexo explícito entre sus protagonistas, esos
misteriosos hombres que han hecho de una playa en el medio de la nada su lugar
de encuentro, su oasis natural de placer. Una historia de amor, de amores, de
relaciones casuales y no tan casuales, de amistad, con una cuota de humor
aportada por un detective (que merecería una película aparte) que investiga un
asesinato en ese lugar que le es tan ajeno como fascinante, como también lo es
para nosotros.

La que resulta también una bocanada
pero de aire húmedo y pesado es la italiana Miele, dirigida por Valeria Golino (mejor conocida como la morocha
de ajos azules que cautivaba a ambos hermanos en Rain Man y a Charlie Sheen en Loca
Academia de Pilotos
). Eutanasia y el eterno dilema moralista, ahora
encarnado en una joven que vive de eso, hasta que se le presenta otra clase de
enfermo, un depresivo, y ello le hará tambalear la profesión, los valores y su
propia vida. Predecible y sentimentaloide, como era de esperarse.

También con cierta cuota de
sentimentalismo nos topamos con la de Hirokasu Kore-eda, Like Father, Like Son (Competencia Oficial, ganadora del Premio del
Jurado), sobre dos familias que se enteran de que sus hijos fueron
intercambiados en la clínica al nacer, ahora que ambos tienen 6 años. Se debate
entonces el tema de la sangre versus la crianza, y cada familia, bien disímiles
entre sí –algo, quizá, demasiado remarcado en todos los órdenes- lidiará con el
asunto a su manera. Capítulo aparte merecen los niños, absolutamente creíbles
al reflejar el terrible trauma que se ven obligados a atravesar.

Y llegó el turno de mi amado
Benicio del Toro, con quien tuve la posibilidad de charlar, brevemente, antes
de que entrara a la conferencia de prensa de Jimmy P., de Arnaud Desplechin
(Competencia Oficial), película que protagoniza junto al bueno de Mathieu
Amalric (con quien también charlé). Post guerra y post-traumatic stress
disorder, como le llaman (o trastorno de estrés postraumático), padecido por la
mayoría de las personas que atravesaron eventos traumáticos, sea una guerra,
sea lo que fuera (mal diagnosticado, en este caso, como esquizofrenia).  Benicio del Toro, el Jimmy Picard del título,
es el native american blackfoot que es psicoanalizado por Matthew Amalric,
antropólogo pionero en el asunto del psicoanálisis. Juntos repasarán la
historia de nuestro protagonista, y modificarán mutuamente sus vidas, claro,
con cura y redención (tanto de historia familiar como social y política) final
asegurada.

Para acercarnos a la que
sería, a mi parecer, la gran estrella del festival, Léa Seydoux, me encontré
con Gran Central de Rebecca
Zlotowski (Un Certain Regard). La vida y la muerte conviven a diario para este
grupo de hombres y mujeres que trabajan en una central nuclear. De allí la
pulsión y el deseo irrefrenable de vivir el tiempo que tengan, siempre
incierto, siempre fugaz, y de sentir intensamente, como es el caso del recién
llegado (Tahar Rahim), que se enamora salvajemente (quién no) de la novia de
uno de sus compañeros (Léa Seydoux) y pone en jaque a todo un grupo de
individuos, hermético y centrípeto, que hace lo único que sabe hacer: tratar de
sobrevivir.

Y otros que tratan de
sobrevivir, la mayoría sin demasiado éxito, son los soldados que marchan y
marchan en Death March de Adolfo
Borinaga Jr. (Un Certain Regard), en una suerte de teatralización (lisa y
llanamente) artificial, con decorados de cartón, de la Marcha de la Muerte de
Bataan, durante la Segunda Guerra Mundial. Ciertos planteos filosóficos estilo The Thin Red Line, apariciones entre
oníricas y espirituales, recursos que se agotan rápidamente y una puesta en
escena que satura a los diez minutos.

La única película que vi de
la Quincena de los Realizadores, con su mismísimo director presente, fue La Danza de la Realidad, de Alejandro
Jodorowsky. Autoretrato en tercera persona, con su hijo en el rol de su padre,
y él mismo en una especie de voz de la conciencia aleccionadora que nos
acompaña durante toda la película, con un halo de grandeza y misticismo
autoimpuesto. Me confieso no muy admiradora del cine del director chileno, y mi
sentimiento se mantiene.

Ahora es el turno de la tan
esperada Shield of Straw de Takashi
Miike (Competencia Oficial). Tan esperada como decepcionante,  funciona como reverso de S.W.A.T., en la que el prisionero era quien ofrecía una recompensa
a quien lo liberase. En la de Miike, es el abuelo de una de las víctimas de un
asesino el que ofrece una alta recompensa a quien lo mate. Eso y toda la odisea
de un policía incorruptible (nunca faltan), que es capaz de poner en peligro a
todo su equipo y a sí mismo con tal de que nadie toque al asesino. Un policial
vertiginoso que resulta agobiante por las constantes sospechas y acusaciones
que nunca acaban.

Y si hablamos de films decepcionantes,
ni hablar de la última de James Franco, As
I Lay Dying
(Un Certain Regard). El título debería ser más bien Shoot me Dead,
porque antes de terminarla uno reza para que le peguen un tiro en el medio de
la jeta y se acabe el sopor y el tedio interminables. Pantalla dividida, un cajón
con el cuerpo de la madre de Franco y sus hermanos y un viaje interminable a no
sé dónde para enterrar el cuerpo. Una de las peores películas del Festival,
cuya inclusión en la sección Un Certain Regard sigue siendo un misterio.

La contracara de estas dos
últimas es Blind Detective de
Johnnie To (Fuera de Competencia). El director hongkonés nos regala, cada
tanto, una comedia. En esta oportunidad, el detective también está loco pero no
puede ver las distintas personalidades de los individuos sino que es capaz de
recrear en su mente (y, a veces, poniendo el cuerpo) las secuencias de los
asesinatos y, así, atrapar a los perpetradores. Parodia de series estilo CSI
(en todas sus interminables y aburridas variantes), comedia slapstick, con Andy
Lau y Sammi Cheng en una gran dupla detectivesca.

Ahora volvemos a Italia, con
La Grande Belleza (Competencia
Oficial) o cómo Paolo Sorrentino se dedicó a filmar extensos minutos de las
mejores fiestas de Roma, atestadas de ricachones y ricachonas cuyos problemas
existenciales son, justamente, esos: ser ricos y nada más que eso. Un escritor
caído en desgracia que busca su inspiración y ve cómo su mundillo acomodado se
va desvaneciendo con solo mirarlo. Eso sí, cada plano es una hermosa postal de
Roma, y Sorrentino se asegura de que la admiremos en todo su esplendor e
imponencia, pero, no hay mucho más que eso en esta historia tan visualmente bella
como vacía.

Y, hablando de belleza y de
Italia, tenemos que mencionar a Un Chateau
en Italie
(Competencia Oficial), dirigida y protagonizada por esa hermosura
peculiar que es Valeria Bruni Tedeschi, acá más linda que nunca, plena y
exultante por el amor de un Louis Garrel que oscila entre la melancolía y la
frivolidad que su edad le impone. Bruni Tedeschi entiende bien lo que es una
comedia dramática y, a pesar de un suceso terrible que involucra a su hermano
(el cada vez más hermoso Filippo Timi, el Mussolini más sexy que dio la
historia del cine en Vincere), elude
el sentimentalismo de manera brillante, gracias a esa cuota de humor cuya dosis
conoce a la perfección. Hay secuencias de un nivel de absurdo que resultan un
deleite en un Festival en el que abundan los dramones sociales.

Y, hablando de dramones, salí
del cine indignada después de ver Les
Salauds
(Un Certain Regard), la última de Claire Denis, aunque aparentemente
fui la única con esa sensación, teniendo en cuenta las opiniones de mis
colegas. Una trama familiar bastante enrevesada, de la cual se nos va dando
información a cuentagotas (el problema central no es ese), una historia de amor
descarnada (aunque, dado el contexto, está bien que así sea), y una subtrama de
prostitución muy mal desarrollada y con golpes bajos de la peor calaña; solo
voy a decir que hay un choclo que resulta sumamente perturbador, repulsivo y puesto
de manera torpe en dos escenas con el solo propósito de producir cierto shock; no
puedo parar de pensar en la tan gloriosa pata de pollo frito de Killer Joe.

Cambiando un poco de rumbo, Wakolda, de Lucía Puenzo, la única
película argentina en competencia (Un Certain Regard), fue, a su vez, la única
argentina que vi en todo el Festival. Ambientada en la Patagonia en 1960, retrata
la historia de una familia (Natalia Oreiro, Diego Peretti) que conoce a un
personaje misterioso, por su identidad que trata de ocultar (que se nos irá
revelando con trazos gruesos) y por la relación (con fuertes insinuaciones
sexuales) que trata de entablar con Lilith, una de las hijas de la pareja, de
12 años, quien proporciona el punto de vista inicial de la película, en una
especie de fascinación y enamoramiento pueril, dentro de una subtrama que
involucra un tema de genética y crecimiento y que termina completamente opacada
por el costado político.

Grigris, de
Mahamat-Saleh Haroun (nacido en la República de Chan pero que vive en Francia desde
hace años), en Competencia Oficial, nos trae la historia del Grigris del
título, Souleymane Dame, un bailarín (actor no profesional que se dedica a
eso), con una discapacidad en una pierna, característica que le permite bailar
de una manera muy particular. Una película correcta de principio a fin, que
genera empatía inmediata con el protagonista, a quien castiga un poco al principio
para luego darle la tan ansiada tregua que se merece, junto a su novia, ex prostituta,
final feliz incluido y vuelta a la comunidad de ella, donde las mujeres son el
centro y motor de todo.

Otra francesa, Michael Kohlhass, de Arnaud Des
Pallieres (Competencia Oficial), con el gran Mads Mikkelsen (que el año pasado ganó
el premio a Mejor Actor por su soberbia interpretación en The Hunt, ahora en cartelera), es una historia épica, una onda Braveheart pero que se queda a mitad de
camino. Una película olvidable (de hecho, casi me olvido de incluirla en este
texto), que retrata cómo una injusticia cometida a un vendedor de caballos desencadena
una batalla, en principio unipersonal, luego un poco más numerosa, no sabemos
bien si para vengar la injusta muerte de la amante del protagonista o solo para
que le devuelvan los caballos que le robaron.

Después le llegó el turno a La Jaula de Oro de Diego Quemada Díaz
(Un Certain Regard), la otra mexicana del Festival, pero que, a diferencia de
su compatriota Heli, es mucho más
humana en su retrato de otra problemática social del país: el ya tan conocido y
retratado asunto migratorio entre México y Estados Unidos. Pero acá el foco no
está puesto tanto en la odisea (si bien lo es y así se la muestra) sino más
bien en la relación que se va forjando entre tres adolescentes, que se van
descubriendo a sí mismos y al otro, que comprenden perfectamente el significado
de la amistad y que son capaces de actos de bondad de los que ni ellos tienen
conciencia. Nunca mejor aplicado el término ensamble para este joven grupo de
actores. Merecidísimo el premio Un Certain Talent que recibieron los tres.

La de Nicolas Winding Refn,
el de Drive, generaba mucha
expectativa, la cual se fue diluyendo estrepitosamente conforme avanzaban los
minutos del film. Porque, como bien dije en una crítica más extensa, Winding
Refn lo hizo de nuevo. Only God Forgives
(Competencia Oficial) es una regurgitación del cine de artes marciales,
estilizado hasta la médula, con ralentis y primeros planos que generan
vergüenza y risa. Un film acartonado, de color rojo, vende humo, sin hilo
argumental y actuaciones impostadas que sí, claro, están en sintonía con esa
sensación artificial y superficial imperante.

En lo que es la sección Fuera
de Competencia, además de las películas de apertura y de clausura, pude ver All is Lost, de J.C. Chandor, director
de la gran El Precio de la Codicia.
Robert Redford en un yate, en el medio del mar, luchando por sobrevivir. Sin
diálogo, excepto su propia voz en off al principio y alguna que otra
onomatopeya después. Algunos la compararon injustamente con Life of Pi pero sin el tigre. La poca -o
casi nula- empatía que sentíamos con el protagonista de aquella acá la sentimos
desde un principio tan solo viendo a Robert Redford hacer lo imposible para no
dejarse morir en el medio del mar. No puedo explicar bien por qué la disfruté
tanto, pero la (y lo) disfruté de principio a fin.

Y ahora, el turno de tres
grandes de la cinematografía estadounidense. Alexander Payne nos trae en esta
oportunidad a un Bruce Dern obsesionado con un supuesto premio que ganó de un
millón de dólares. Nebraska, título
de la película en Competencia Oficial, es hasta donde deberán ir, en principio
padre e hijo, luego toda la familia, a reclamar el premio. En el medio, habrá
una parada en el pueblo natal del protagonista (que ganó el premio a Mejor
Actor), con reproches y pasadas de factura varias al ahora potencial acreedor
del dinero, en una road movie simple, sin mayores pretensiones, entretenida y
con escenas cómicas que funcionan. El uso del blanco y negro contribuye con esa
sensación de nostalgia que nos invade constantemente, en parte producto de las
vivencias pasadas de ese hombre medio senil y medio arruinado por el alcohol, en
parte producto del lugar que funciona, en sí mismo, como personaje desolado y
desolador.

James Gray vuelve con The Immigrant (Competencia Oficial),
ambientada en la Manhattan de los años ‘20 y con Marion Cotillard como la
inmigrante de Polonia que se ve casi obligada a formar parte de una red de prostitución,
cuyo pimp es Joaquin Phoenix, para así juntar dinero y reunirse con su hermana
que quedó retenida en la Isla Ellis. Entre ambos crecerá una poco convencional
historia de amor, que solo en el final se sincerará del todo y encontrará,
acaso, la mejor escena de todo el film, con la pantalla dividida en dos, señal
de ese amor que nunca será, mientras él se queda reflejado en el espejo y ella
se aleja en bote con su hermana.

Jim Jarmusch, ya para el
final, nos regala una de las delicias del festival, su versión nostálgica de
los vampiros del siglo XXI, la contrapartida humorística de la solemne (no por
eso mala) Entrevista con el Vampiro.
Only Lovers Left Alive (Competencia
Oficial) es deleite puro, es disfrutar de ver a Tilda Swinton con esa hermosa
cabellera rubia, larga, y a un Tom Hiddleston oscuro, agotado, frustrado y
descreído de todo. Es que ya nada es lo mismo que siglos atrás. Adán y Eva se
encuentran solos, ocasionalmente acompañados por el Christopher Marlowe de John
Hurt y por la Ava de Mia Wasikoswa, hartos de los zombies que deambulan por la
tierra (nosotros) y teniendo que idear estrategias engorrosas para conseguir
buena sangre y ocultar los cuerpos de las víctimas. Jarmusch se da -nos da- el
gusto de hacer una película para goce propio, con humor, amor, buena música y
cuestionamientos existenciales de los únicos verdaderos amantes que quedan
vivos en la Tierra.

Y llegó la película de
clausura, la que da cierre al Festival, la que vendría a ser la frutilla del
postre (bastante insípida en este caso), Zulu
(Fuera de Competencia) de Jérome Salle. Es sabido que las películas de clausura
de Cannes suelen ser bastante malas, y esta no es la excepción. Estamos, en el
mejor de los casos, ante un retrato de una Sudáfrica post-apartheid for export,
con una trama que da vueltas sobre el tráfico de drogas y la invención de una
nueva sustancia para aniquilación humana, una buddy cop movie que chorrea
clichés por donde se la mire, con una dupla Bloom-Whitaker que simplemente no
funciona.

Pero me reservo para el final
la que fue, sin dudas, la mejor película del Festival, La Vie d’Adele (Competencia Oficial), de Abdellatif Kechiche (actor
y director tunecino que filma en Francia), que quedará por siempre en la retina
de quienes la vimos. Está comprada en Argentina, pero seguramente no se estrene
como la vimos nosotros, con sus gloriosas tres horas, por una cuestión básica:
tiene escenas de sexo explícito que la pacatería inútil y desvergonzada de las salas
comerciales no puede permitir. Ahora, cortar esas escenas, que son el corazón
de la película, implica un acto de mutilación escabroso. Es preferible que
directamente no la estrenen, porque a esta película hay que verla como fue
concebida por su director, un director que se enamora de sus protagonistas, en
especial de Adele, la del título (que en la vida real también se llama Adele), y
nos la muestra con esos primeros planos que exaltan su belleza, una belleza
pura, no consciente aún de todo su potencial, mientras va creciendo, y la acompañamos
en ese crecimiento y en el descubrimiento de sí misma y de su sexualidad, y en
ese, su gran primer amor con la mujer más hermosa de la tierra que es Léa
Seydoux, con el pelo azul que da nombre a la novela gráfica en la que está
basada la película (Blue is the Warmest
Color
), y en sus prolongados encuentros sexuales que son simplemente de
otro mundo, por su realismo, por su intensidad desbordante, porque estamos ahí
gozando con ellas, enamorándonos de y con ellas, pero también sufriendo, en
esta historia de amor que le valió la archi merecidísima Palma de Oro a la
película, a su director y a sus dos actrices. Hay que ver esta película,
amantes, no amantes del cine, HAY QUE VERLA. El único verdadero parte bocho de
todo el Festival.

Y eso ha sido todo. Todo mi
Festival. Las treinta películas que vi y una sucinta impresión de mis
sensaciones post-festival, aun sumida en una prolongada nostalgia y volviendo a
repasar en mi mente, y aquí en este texto, una y otra vez, todo lo que viví en
el Festival de Cannes, durante esos inolvidables once Días de Gloria.

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