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CRÍTICAS - CINE

El Mundo Según Barney

El Mundo Según Barney (Barney’s Version, Canada, Italia, 2010)

Dirección: Richard J. Lewis. Guión: Michael Konyves. Producción: Robert Lantos. Elenco: Paul Giamatti, Dustin Hoffman, Rosamund Pike, Minnie Driver, Rachelle Lefevre, Scott Speedman, Bruce Greenwood. Distribuidora: Distribution Company. Duración: 135 minutos.

Un hombre (casi) común.

Barney Panofsky es un viejo productor televisivo de Montreal que dedica su tiempo al whisky, los cigarros y la soledad. En la primera escena lo vemos llamar al actual marido de su ex esposa a las 3 de la mañana: “Estoy acá, mirando fotos de ella desnuda, me preguntaba si vos también querías verlas. En ese entonces era joven y estaba en toda su gloria”. Horas más tarde su hija -la única compinche que tiene- le comunica jovialmente que al padrastro le dio un infarto. Barney sonríe. Ese pasado de sobresaltos que carga como un tortuoso equipaje lo ha convertido en un hombre cínico, resentido y atormentado, que pese a todo no perdió su ácido sentido del humor. Sobre la base de un episodio casual, el hombre debe destapar su cofre de recuerdos, momento en que el director Richard J. Lewis comienza a construir un relato por medio de flashbacks.

Es innegable que este Panofksy tuvo una vida agitada. Lo vemos frecuentar la bohemia romana de los 70, emborracharse con su insólito padre, casarse tres veces e involucrarse en la bizarra muerte de su mejor amigo. En el preludio de este viaje, El mundo Según Barney se regocija con las miserias que muestra, y la crueldad de algunas situaciones bordea el mal gusto aunque esto es disimulado por una efectiva dosis de humor negro. La performance del ganador del Globo de Oro Paul Giamatti, un actor segundón de superproducciones hollywoodenses que se destacó en películas independientes como American Splendor y Entre Copas, resulta ser bastante convincente, y ni hablar de Dustin Hoffman, que entrega una de sus mejores actuaciones en años. Sin embargo, con ellos parece no alcanzar.

El film de Lewis, basado en la novela de Mordecai Richler y nominado para el León De Oro en el Festival Internacional de Venecia del año pasado, podría ser visto como especie de falsa biopic. El problema es que el personaje central no parece merecer tanto interés como para justificar semejante consideración. ¿Eran necesarios 135 minutos de metraje para narrar la existencia de un tipo que, más allá de algunas cualidades pintorescas, no parece ser nada del otro mundo? Con el avance de los hechos narrados la propuesta inicial comienza a deshilacharse, a perder la brújula, a hundirse en la intrascendencia, y a esa altura del partido ya no hay humorada incisiva que valga, porque hasta ese recurso se torna irritante.

Al director, cuyos antecedentes se limitan a la pantalla chica, no le queda otra que apelar a un culebrón de lo más corriente. Si lo que se veía en los primeros tres tercios de El mundo Según Barney era más que nada la historia de los amores de este, el final lo constituye su lento y lastimoso deterioramiento a causa de un Alzheimer implacable, matizado con algunos detalles tan obvios como pretenciosos. Un mensajito de hace 30 años guardado en una billetera, una tumba matrimonial y demás cursilerías son empleadas para exaltar la relación entre el protagonista y su tercera esposa (una adorable Rosamund Pike), sin duda el amor de su vida. Al final, el suplicio del pobre Barney se termina. El nuestro también.

Como dato curioso, cabe destacar los cameos de varios maestros del cine canadiense: aparecen David Cronenberg, Atom Egoyan, Denys Arcand y Ted Kotcheff. Aprovechando que los tenía ahí, mal no le hubiera venido a Lewis pedir un par de consejos.

Por Julián Tonelli

Un Mundo Feliz.

Claro, el título original lo dice, Barney’s Version, y es su versión de la historia, el repaso de toda su vida desde su perspectiva. Porque en definitiva siempre es así, no contamos la verdad de nada, solo nuestra percepción de cómo ocurrieron los hechos. Y eso nos da un abanico de posibilidades, una gran cantidad de versiones, de todas las personas que hayan estado involucradas en un episodio, en un fragmento de la vida de alguien.

Y lo tenemos a Barney, un Paul Giamatti increíble, como siempre. Porque Giamatti es un tipo que, independientemente del papel que interprete, le agrega a la historia ese condimento especial, ese sabor único, ese gusto particular que, como en un plato exquisito, no podemos identificar bien de qué se trata pero sabemos que nos gusta. Y eso me pasa con él. ¿Por qué? Por varias razones, todas muy simples pero no por eso menos valederas. El Giamatti de ficción es un tipo inteligente y sumamente pensante y analítico, y el Giamatti de la vida real probablemente también lo sea; sí, no es una boludez lo que digo: esta cualidad se le nota y es explotada 100% en la pantalla. No importa que encarne a un loser, a un escritor virtuoso, a un policía obsecuente, a un tipo enamorado de un chica de un cuento, sus personajes siempre dejan entrever esa cosa de que el tipo es brillante, que la tiene clara, que se ríe de si mismo y de los demás. Sumado a esto, así como Al Pacino es un tipo que labura con la mirada, Giamatti labura con la boca, con la voz. Cada actor tiene lo que yo llamo su “caballo de batalla”, una característica que lo diferencia del resto y que está presente en todos sus personajes, y la suya es esta. Giamatti tiene una dicción perfecta; no se por qué pero siempre me llamó la atención eso, que el tipo te articula las palabras con esa voz ronca, con cuerpo, y las palabras adquieren otra presencia cuando salen de su boca. Me da la sensación de que cualquier parlamento que pronuncia se enaltece gracias a esta hermosa característica. Además de este rasgo inusualmente atractivo, Giamatti es un actor que se mete en sus personajes, que realmente se mete, los analiza, los desmenuza y te da esto, representaciones magnificas de individuos, nada más ni nada menos. Hace del ser humano aparentemente más común del mundo algo extraordinario. Me acuerdo de la película suya que más me impactó, Entre Copas, una película hermosa, con un argumento simple pero cautivante, un film perfecto, gracias, en gran parte, a él, a su dicción, a su inteligencia y a su amor por su personaje. Creo que Giamatti se enamora de sus personajes (como lo hace de sus mujeres en la ficción) y sabe sacar como nadie lo mejor de ellos. Me encanta eso en un actor, me encanta cuando veo pasión en la composición del personaje, y él es eso, pura pasión, desde el movimiento, desde la caracterización física, desde la mirada, desde la manera de hablar, desde todo punto de vista.

Gracias al director Richard Lewis (de quien no se casi nada -excepto lo que leí ayer en el folleto del cine, que dirigió algunas series, con lo cual no me interesa para nada-), podemos deleitarnos también con un par (o sea dos, nada más -ni nada menos-) de actuaciones soberbias. Dustin Hoffman es reverencial. Es el padre de Barney, judío hasta la médula, ex policía, y el padre más increíble del mundo, el padre que todos soñamos tener. ¿Por qué? Por una línea que dice en una escena; solo basta escuchar esa línea para saberlo. Barney le dice en un momento que encontró al verdadero amor de su vida, que no es su esposa con la que acaba de casarse, que se quiere divorciar e ir a buscar a esa chica; el padre le da un par de consejos geniales pero no muy útiles, hasta que en un momento le dice: “Ok, let’s do it”. ¿Y qué más necesita un hijo? ¿Qué otra cosa necesitamos aparte de la incondicionalidad absoluta, el hecho de saber que los viejos de uno están y van a estar, y nos acompañan en cualquier decisión que tomemos? Y que nos apoyan porque les basta saber que eso que estamos eligiendo es lo que queremos; eso que Barney quiere es suficiente para que el padre le diga “estoy con vos en esto y lo vamos a hacer juntos”. ¿Acaso no es lo único que le podemos pedir a nuestros padres, total incondicionalidad y confianza? Durante esa escena, yo anoche, en el Cine Club Núcleo, lloré como una pelotuda, más que en cualquier otra escena. Y es así cómo vemos que Barney ama a este padre, no permite que nadie le falte el respeto, ni su suegro ni nadie, y así es como lo llora cuando muere, lo llora y a la vez se alegra porque sabe que la vivió y que murió feliz. Creo que vi pocas películas en mi vida en las que en una escena, en el diálogo de una línea de una escena, se sintetice tan maravillosamente lo que es el amor incondicional entre padre e hijo.

Y también vemos lo que es el amor (casi) incondicional entre marido y mujer, por la otra gran responsable del atractivo de la película, Rosamund Pike. La mezcla que tiene esta mujer de mina dulce, inteligente, comprensiva, melancólica, sensual y otros tantos adjetivos es hermosa de observar. Hacia el final de la película como que la cosa se vuelve un tanto predecible y sus reacciones, muy predecibles también, pero eso no oscurece de ninguna manera su presencia en la película. Y para mí las grandes actuaciones se ven en lo macro y en lo micro, en lo más ostensible y en lo mas pequeño del personaje, en lo general y en los detalles y matices: en la escena en la que ella le dice a Barney, mientras le agarra la mano en la cama, “deja de hacerte el mártir, no te vas a dormir al living, no dormimos separados”; en la forma de mirarlo; en la manera de ponerse el pelo atrás de la oreja; en la forma de hablar. Rosamund Pike es simplemente hermosa y en esta película lo vemos en cada escena en la que aparece.

Y lo que trato de esbozar en esta crítica es lo siguiente: esta es una película de actores. En sí, la historia, qué se yo, no es la gran cosa, no hay mucha incógnita ni suspenso; ya sabemos de entrada cómo termina casi todo, vamos descubriendo un poquito cómo es que pasaron algunas cosas. La vida de Barney es interesante de cierta forma, pero no es lo que verdaderamente atrapa de la película. Lo que verdaderamente atrapa es lo que le imprimen estos actores de puta madre.

Por Cecilia Martinez

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