(Estados Unidos, 2012)
Dirección y Guión: Brian Klugman y Lee Sternthal. Elenco: Bradley Cooper, Dennis Quaid, Olivia Wilde, John Hannah, Jeremy Irons, Zoe Saldana, Michael McKean. Producción: Michael Benaroya, Tatiana Kelly y Jim Young. Distribuidora: Alfa Films. Duración: 97 minutos.
Los lindos tambien sufren.
Palabras Robadas es bipolar. Una parte es entretenida, interesante, con una línea argumental que fija cuestiones morales siempre atractivas; la otra es, por el contrario, ambiciosa, falsamente profunda, aburrida. Una de estas caras muestra la vida de Rory, un frustrado escritor que un buen día descubre una novela que nadie ha leído, escondida en un bello y misterioso maletín. Al no poder satisfacer los deseos de su familia y de su esposa con respecto a su carrera, el personaje copia palabra por palabra de aquella historia y la publica con su nombre. El libro es casi revolucionario, como el de En la Boca del Miedo pero para la clase alta y sin sangre. Premios, reconocimiento mundial y de su familia: un conjunto de felicidades inimaginadas para el protagonista. Sin embargo, la alegría se derrumba cuando aparece el verdadero autor de la novela.
Si esta cara de Palabras Robadas es muy digna es porque maneja con efectividad su conflicto principal: alguien roba algo y otro viene a reclamarlo. La película comienza a fallar luego de la primera media hora, justamente con la aparición del escritor original. En esa charla en el parque entre Rory y el verdadero autor, el suspenso se suprime, el drama se hace solemne (contiene un flashback de insoportables veinte minutos). El gran problema de este film es que tiene muchas ganas de dejar una huella, de establecer un discurso sobre la pasión, la moral, la verdad y la mentira. La inclusión de dos personajes inncesarios, que sirven para tomar posturas opuestas sobre el alcance de la realidad y la ficción, llevan al relato a ser extremadamente subrayado y moralista. Todo lo contario a lo planteado en Holy Motors, Take Shelter o Martha Marcy May Marlene (ninguna estrenada, por ahora, en los cines argentinos): películas que plantean la ambigüedad entre lo que es real y lo que es mentira; o cómo las dos se funden hasta poseer la vida de los protagonistas.
Lo más llamativo de Palabras Robadas no es la película en sí, sino la necesidad -desesperada, torpe- de ciertos de actores de representar papeles dramáticos. Bradley Cooper -fachero, vestido siempre con camisa y corbata- pertenece al mismo conjunto de personas enloquecidas por hacer llorar a su público. Al igual que le sucede a Robert Pattinson, no existe una naturalidad en sus interpretaciones. Por el contrario, todo es falso hasta el punto de sentir que ellos mismos están incómodos en estos roles. El principal problema de Cooper es que quiere sufrir como cualquiera de los espectadores que lo van a ver al cine. Esta autoexigencia lo lleva por el mal camino, lo aleja aun más del mundo al cual pretende acercarse.
Por Luciano Mariconda
Palabras Robadas nos va presentando en forma de muñecas rusas, una historia dentro de otra. La primera, es la de un escritor interpretado por Dennis Quaid que está presentando su nuevo libro. Cuando comienza a leer la primera parte, nos metemos en la segunda historia -la de ese libro- que es la de un joven escritor (Bradley Cooper) al que conocemos mientras se dirige a una gala en la cual recibe un premio por su novela. En el momento que se va con su novia en una limusina, vemos que a un costado, paradito bajo la lluvia torrencial se encuentra un viejito, que es nada más y nada menos que Sir Jeremy Irons.
En esta primera parte de la película, el relato se alterna entre ambos escritores, saltando de una a otra historia, y la voz de Clay (Dennis Quaid) invade en off la segunda, narrando la vida de Rory (Cooper) desde el punto cero, y mostrándonos su recorrido desde aspirante a escritor, hasta volver al punto en el cual comenzó –la gala- para luego continuar. La vida de Rory es una seguidilla de clichés: persigue su sueño de ser escritor aunque esto se le haga cuesta arriba y no tenga dinero para pagar las cuentas, por lo que se lo pide a su padre, que lo sermonea con buscar un trabajo estable y hacerse cargo de su vida. Luego se casa con su novia y se van de luna de miel a París. Es ahí en la ciudad del amor, donde entra en juego el objeto que dará pie a la tercera historia: un antiguo portafolio, en el que Rory descubre una novela aparentemente anónima, de páginas amarillentas que revelan el paso del tiempo. Él, frustrado porque cree que nunca llegará a convertirse en lo que desea, decide apropiarse de esa novela que finalmente es publicada por la editorial para la que trabaja. El problema es que una vez que “su” novela se convierte en un éxito, el viejito al que realmente pertenecían esas páginas, no sólo aparece sino que lo encara. Y le cuenta la tercera historia que nos traslada a París en el año 1944: su historia, la que dio vida a esa novela.
Dicho esto, lo que pasa luego es algo que como espectadores, desconcierta un poco: uno pensaría que el paso siguiente de este pobre viejito después de haber perdido su novela, y haberse enterado que otro la publicó bajo su nombre, sería reclamar sus derechos de autor, pero no. La película se va por otro lado que no es el esperado. De repente a Rory le invade una culpa tremenda por lo que hizo y necesita enfrentarse a ella, confesándose ante su novia y su editor. Justamente lo que provoca esa culpa en él es que este señor hace lo opuesto a lo que esperábamos y no le interesa en lo más mínimo presionarlo para que le devuelva de alguna forma su derecho. Es más, lo que le dice es: “Todos tomamos decisiones en la vida. Lo difícil es vivir con ellas y nadie puede ayudarte con eso.” Chau. A quien realmente le está hablando es a nosotros, nos dice: ¡cómanse esa mandarina!, ustedes también van a tener que vivir con el hecho de que ésta no sea una narración cómoda en la que pueden sentarse y disfrutar pasivamente, acá no contamos los hechos de la forma a la que están acostumbrados a verlos. Acá nos encontramos frente a una situación que nos incomoda. Esta elección del director, de quitarle al personaje el objetivo de recuperar la autoría de su novela, nos perturba. Hasta pareciera que el relato comienza a perder fuerza, que se estanca. Algo que debería pasar, no está pasando.
Lo más extraño es que a medida que el personaje aprende a convivir con la culpa, nos resulta imposible volver al estado de comodidad en el que estábamos al comienzo. Ese sentimiento de inestabilidad, de molestia, permanece hasta el final, y es esa misma sensación que causa el personaje de Dennis Quaid: es tan patético que no nos cierra. Ni su cara, ni sus gestos, ni su actuación. Hay algo en él que nos molesta, que nos hace ruido todo el tiempo y no sabemos por qué hasta que termina la película. Entonces, nos damos cuenta de que no nos cerró nunca porque ni a él mismo le cerró su propia vida, y nunca pudo vivir cómodo con sus elecciones. Por eso, Palabras Robadas es una película disfrutable a posteriori, recién cuando nos cae la ficha de lo que vimos y podemos repreguntarnos junto a la película si “¿Podemos volver a empezar sin mirar al pasado una y otra vez?”.
Por Elena Marina D’Aquila