Atención: Este texto tiene un poco -muy poco, porque no cuento argumentos- de eso que algunos de ustedes llaman SPOILERS. A mí me parece que esa obsesión arruina y les arruina varias cosas, pero cumplo en informarles.
Vi todas las Star Wars, las nueve. En el cine, incluso varias en fílmico y alguna en salas con ventiladores y sin aire acondicionado, y sin blandura alguna en los respaldos de los asientos. Y hasta recuerdo, en festejos de cumpleaños anteriores al gobierno de Alfonsín, los súper 8 alquilados de Star Wars proyectados en la casa de mi infancia en Marcos Paz; claro, en versión muy abreviada. Creo que nunca vi completa una de Star Wars -o La guerra de las galaxias- fuera del cine, aunque algunas las vi varias veces, y no solamente en reestrenos. Al principio del gobierno de Alfonsín hasta fui a saludar a Darth Vader en Harrods porque habían llegado los muñequitos y era todo un acontecimiento.
Hace pocos días vi El ascenso de Skywalker, a casi un mes de su estreno. No había leído nada sobre la película y apenas me habían llegado comentarios. Cuando empezó el rodante estelar me di cuenta de que no recordaba en qué estaba la cosa con varios personajes. No recordaba, por ejemplo, si Kylo Ren había mutado en otra cosa, si se había muerto, si se había cambiado de bando o si se había divorciado, o si todo eso junto. Y la película siguió, y fluyó con cohesión y me emocionó y terminó. Y me impresionó como la mejor de las nueve. A partir de esa impresión inicial me puse a pensar, y algo de lógica tenía: esta entrega final es una de las dos que dirigió el mejor de los cinco cineastas que participaron de la saga principal; de esas bifurcaciones o digresiones que llaman spin-offs vi algunas, pero no vienen al caso. Y había más lógica todavía en mi evaluación: ya me había gustado mucho el Episodio VII, también dirigido por J. J. Abrams. Y reviso lo que escribí en ese momento y sigo estando de acuerdo conmigo. Y sigo revisando y me doy cuenta de que seguramente haya borrado tantos detalles de lo que había pasado con los protagonistas en el Episodio VIII porque la detesté. Y leo el artículo de hace más de dos años y otra vez sigo estando de acuerdo conmigo. No siempre pasa.
Después de ver El ascenso de Skywalker puse en Twitter que la nueve era la mejor de las nueve. Eso motivó que me pidieran esta nota y también que alguno creyera que lo hacía para “ir en contra de la corriente”. Ni sabía cuál era la corriente. Después vi que “la crítica” en general -y en especial la de Estados Unidos- había sido más bien contraria a la nueva película. Y ahí recordé que “la crítica” en general había recibido con alabanzas el Episodio VIII de Rian Johnson. Y entonces también recordé -bueno, confieso que jamás lo olvido, y menos en estos tiempos- que François Truffaut escribió hace décadas que la mayoría de los críticos carece de opiniones propias y que tiende a plegarse ante las opiniones dominantes formuladas de forma más o menos vistosa. También me acusaron de estar loco y me pidieron que me arrepintiera, y hasta intentaron convencerme de que la película no podía ser buena porque Abrams había tenido en cuenta “lo que habían pedido los fans”. Yo ni había leído eso, ni sabía que los fans habían hecho pedidos al delivery de deseos de Star Wars ni al delivery de pizza, ni que se había escrito otro guion para el Episodio IX hecho por Colin Trevorrow, ¡el mismo que había logrado hacer una película mala de las Jurassic Park! Trevorrow y Johnson son de esos que disimulan -mediante una supuesta mirada personal basada en mera acumulación de guiños, nuevos personajes robóticos y cierta distancia cínica ante las franquicias que alguien irresponsablemente les prestó- que no saben hacer películas con cohesión, que no entienden los legados ni las tradiciones y que no saben cómo hacer para que los elementos que ellos entienden equivocadamente como laterales se integren y potencien la narración. Por eso en Episodio VIII Johnson filmaba a cada bichito como un adorno meramente chistoso y/o tierno, mientras J. J. Abrams conecta cada animal y robot, nuevo y pre existente, con los demás personajes y hasta con el mundo que nos describe de forma clara y sin parar de narrar. De ahí que entendamos que esos zorritos que miran asombrados los aterrizajes de varias naves no sólo están ahí porque son simpáticos sino porque observan con extrañeza y con la sabiduría de la naturaleza esos juegos de guerra que empiezan a desplegarse ante ellos; y así nosotros entendemos, entre otras cosas, que los protagonistas no están sólos en estas aventuras.
Abrams es centrífugo, abre, oxigena y hace crecer lo que narra. Johnson cerraba todo y asfixiaba, aislado en su cinismo y en sus supuestos detalles “creativos”. Quizás por eso hasta tuvo la ceguera de darle un personaje a Benicio del Toro, actor de gesticulación directamente morbosa y de presencia “canchera”, seguramente lo más lejano al espíritu de la saga que se puede encontrar en todo el catálogo de la asociación de actores.
Abrams, como los grandes directores del clasicismo y también de los setenta de Hollywood, puede tomar los materiales y sus circunstancias, vengan de donde vengan (incluso lo que hayan dicho los fans y hasta lo que le haya comentado su dentista) y sentirlos como propios y conectar con ellos, darles forma y hacernos conectar emocionalmente. Y hasta sabe que lo más triste ante la muerte de Leia es el llanto de Chewbacca en un plano lejano: los verdaderos cineastas piensan en cómo emocionar y trabajan para no ser obscenos, y saben que las reverberaciones, las aproximaciones pudorosas, las que escapan de lo frontal y de lo payasesco y exagerado siempre fueron las formas preferibles (por eso una frase mascullada casi de forma involuntaria por John Wayne puede hacernos llorar más y mejor que un festival de gestos de Sean Penn mientras sufre alguna enfermedad grave).
Abrams, además, decide trabajar algo así como un compendio de situaciones de todas o casi todas las Star Wars anteriores -bueno, sobre todo de la trilogía de los setenta y ochenta, pero no solamente- en formato de amalgama. Sin embargo, no se siente que esté meramente sumando sino que se percibe un armado que conecta las secuencias -porque se pensaron teniendo en cuenta el todo- para un objetivo mayor: que sintamos que esta película tiene el privilegio de cerrar esta saga porque conoce su propia tradición y lo heredado. En El ascenso de Skywalker se incluyen revelaciones fuertes como las había en El Imperio Contraataca, batallas en varios frentes y con algunos seres peludos como en El regreso del Jedi (comparar el montaje terso, lógico y clásico de Abrams con el craso y parodicamente televisivo de Johnson), ataques aéreos como los de Una nueva esperanza y hasta una persecución que remite a la carrera de cuadrigas de Ben-Hur ya citada por George Lucas en una de las precuelas.
En un cine en el que hay tantos petulantes y displicentes que pretenden hacer pasar por “miradas personales” y “osadías rupturistas” su desprecio e ignorancia por lo que los precedió y por lo que los rodea, debería valorarse que Abrams haya logrado un trabajo de reescritura con personalidad. Sí, claro que se notan los trazos previos de la saga y de otras películas, y está bien que así sea: Abrams no parodia ni copia sino que relee, reelabora, integra, enriquece y renueva elementos en un relato que apunta a la grandeza. La proeza de Abrams no merece tanto desprecio, ni estar nublada por tanta intoxicación informativa de la maquinaria del marketing. Las películas y el cine no son los chismes industriales de Variety ni los clubes de fans ni las tablas de recaudaciones; el cine es otra cosa, esa cosa que sabe hacer J. J. Abrams.