A Sala Llena

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DOSSIER

The Act of Killing: Verdadero, falso, verdadero

Hace dos días vi The Act of Killing, obra maestra mayor
que se exhibió en el BAFICI de este año y de la que sólo había recibido
comentarios sumamente favorables. Personalmente hace mucho que no veía un
documental tan potente, uno en el cual cualquiera de sus escenas causa o
curiosidad, o extrañamiento u horror. Después de todo esta película es acerca de
torturadores y asesinos, gente desalmada que relata sus crímenes abiertamente. Son
tan honestos, crudos y crueles sus relatos que llega un punto en el cual cuesta
creer que estas mismas personas fueron capaces de hacer tamañas monstruosidades.
De hecho hasta que punto el documental es consciente de lo extraño que eso
puede parecer que a la hora de película –cuando uno ya recibió una cantidad de
información impresionante sobre los actos de estas personas- ya el documental
puede darse el lujo de que una escena de uno de estos asesinos haciendo algo
tan sencillo como lavarse los dientes cause escalofríos. Mientras veía el film
no podía evitar pensar que pese a su particularidad había algo familiar en la
propuesta principal del largometraje. Finalmente, buscando en mi memoria, me di
cuenta que el ejemplo no podía ser más obvio. Supongo que cualquier persona
leyó el Hamlet de Shakespeare. Si no lo hizo es improbable que no conozca la
estrategia del célebre príncipe de Dinamarca consistente en utilizar una obra de
teatro en la que se reproduce  el
asesinato de su padre para ver como reacciona el posible asesino real de su
progenitor (que Hamlet sospecha, por supuesto, que se encuentra entre el
público).

Varios siglos después a los
directores de The Act of Killing se
le ocurre una estrategia similar. Este documental sigue la historia de unas
personas que hace unas décadas atrás se dedicaban a torturar y matar comunistas
para el gobierno dictatorial de Indonesia. Al día de hoy este país está muy
lejos de ser una república de ahí que estas personas puedan pasear
tranquilamente por la calle y algunos de ellos trabajen sin problemas de
apretadores para el estado y no consideren lo suyo más que como un oficio
digno. Al punto tal lo piensan así que los realizadores les proponen algo
increíble: que representen para una película los asesinatos y las torturas que
hicieron en contextos que parecen sacados de películas de género (cine de
gángsters, films bélicos, relatos fantásticos). Las realizaciones no pueden ser
más inquietantes: no sólo se ve a los torturadores haciendo prácticamente de sí
mismos o reproduciendo las acciones de sus torturados, sino también que estas
representaciones se muestran en escenarios berretas, como si fuesen
producciones de última categoría o escenarios de una obra escolar, espacios en
los que se mezclan de manera perturbadora lo lúdico y lo siniestro. Uno sabe
que si esta gente se prestó a esto es porque hay una aceptación del matar como
algo totalmente natural (o al menos esto es lo que intentan creer en un
principio) al punto tal que no sólo no tienen problemas en admitir lo que
hicieron sino que se regodean en los procederes y hasta le dan indicaciones al
director de cómo operaban para hacer las escenas más realistas. En la película
hay, si, una búsqueda social hacia el porqué se pudo haber producido en
Indonesia esa naturalización de la violencia. Se habla de la inculcación del
odio a los comunistas en las escuelas, del apoyo gubernamental hacia las
metodologías brutales y de programas de televisión que vuelven a asesinos del
Estado personajes (por así decirlo) simpáticos.

Sin embargo, The Act of Killing, poco a poco va corriéndose de lo social para ir
virando hacia otra parte.

Por ejemplo, en uno de los casos uno
de los torturadores dice que lo que lo hizo asesinar comunistas sin problemas
fue una película que se exhibía en las escuelas y que mostraba a los comunistas
como el mal más absoluto. Sin embargo unos minutos después un asesino admite con
brutal sinceridad que poner esa película como forma de legitimidad de una
acción así de violenta es una excusa ridícula, una de las tantas que se
encuentran para justificar aberraciones semejantes sin sentir cargo de
conciencia. En otro momento la película muestra como un programa de televisión
de Indonesia exhibe a torturadores y asesinos como si fuese gente de lo más
agradable, mientras esto sucede The Act
of Killing
muestra al equipo técnico filmando a estos asesinos,
participando activamente de esa suerte de lavada de cara televisiva al mismo
tiempo que los productores del programa se preguntan como hace para dormir esa
gente sabiendo que mataron cientos de personas. 

Estas últimas dos escenas tienen
algo en común: ambos son ejemplos de que en el fondo un sentido común ético
termina asomando no importa cuánto se intente justificarlo por un contexto. De
esta forma The Act of Killing (que
traducido literalmente significa El Acto de Matar) es absolutamente coherente
con su título. Es una película sobre gente que actúa un asesinato pero también
un largometraje concentrado en el acto de matar en sí, desesperada por saber si
es posible cometer una acción de ese tenor y salir sin algún tipo de cargo de
conciencia.

Para esto The Act of killing hace el mencionado
procedimiento hamletiano: hacer que estos asesinos no sólo representen lo que
hicieron sino que se vean a sí mismos representando ese papel. Al conocido
príncipe de Dinamarca le bastó una representación teatral para poder descubrir al
asesino sintiéndose mal e incómodo con lo que veía, en cambio en The Act of Killing las expresiones de
los que ven en pantalla sus propios crímenes no son tan contundentes. Algunos
no logran ni inmutarse y otros en cambio necesitan verse varias veces  para tomar conciencia de la dimensión de sus
actos. En esa misma reiteración y extensión, en esa misma insistencia de The Act of Killing (película que
necesariamente debe ser larga y desgastante) de llegar a ver si existe un
remordimiento, o aunque sea una parcial comprensión de los actos de los
asesinos, se termina llegando a una de las escenas más tremendas de todo el
film. La misma encuentra a uno de los torturadores viéndose a sí mismo actuando
de una persona torturada. De pronto el victimario ve el daño en su estado más
puro, despojado de cualquiera de esas justificaciones absurdas (por nombrar
algunas que se escuchan en la película: que había que hacer eso para mantener
un orden social, que al fin y al cabo en Estados Unidos los soldados también mata
y no les pasa nada etc…) que tanto le gustaba esgrimir tanto a él como a sus
–por así llamarlos- “colegas”. Cuando termina de verlo dice en un estado
visiblemente shockeado (de un shock que además va asomándose progresivamente,
como una ficha que va cayendo de a poco, en un registro documental único e
impresionante) que ahora entendía como debían sentirse sus víctimas. Allí sin
embargo uno de los directores le avisa que no puede saber como podían sentirse
el otro ya que sus víctimas no estaban actuando sino que se encontraban en el
contexto de una amenaza real y sabiendo que podían perder sus vidas en
cualquier momento. Lo que sucede allí es de lo más demoledor que se haya visto
en el cine en muchos años: este mismo hombre empieza a relatar sus torturas y
cada tanto tiene que frenar porque se ve obligado a vomitar de los nervios.
Este momento es uno de los pocos en los que uno parece ver algo realmente
genuino, verdaderamente real.

Esto último no es poco. The Act of Killing tiene una
característica extraña y es que durante buena parte del metraje casi todo nos
parece mentiroso o extraño: desde la falsa armonía en la que dice vivir esa
sociedad, hasta las excusas de los asesinos y la impostada tranquilidad con la
que relatan los hechos. Curiosamente lo que más verdadero se siente en esta
película son las representaciones falsas, que aún con sus efectos especiales
berretas y fondos de cartón pintado reproducen sin mayores vueltas la violencia
imperante en esa nación. Es como si The
Act of Killing
tuviera la teoría (nuevamente, un poco a modo del Hamlet  shakesperiano) de que la única forma de sacar
a luz una verdad escondida detrás de una máscara es haciendo otra máscara que
revele esa realidad, como si en un contexto hipócrita otro artificio sea la
única forma de comunicación posible. Terminada esta comunicación, afrontada la
verdad en su estado más crudo, lo que queda es el asco y el horror de lo
sucedido y terminado eso lo único que queda es ver que pasa. Es como ese
plano final de The Act of Killing,
en el cual se nos muestra un musical evidentemente falso, con malos bailarines
vestidos en trajes azules tratando de simular con caras contentas lo fea y
claramente irreal que es esa imagen. Es un fondo horrible, que de algún modo
inevitablemente termina por caer y una vez vislumbrado es imposible de saber
que hacer con él.

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