El honor de ser la primera película de la Competición de esta edición de Cannes correspondió a Monster, de Hirokazu Kore-eda. Un honor más circunstancial que simbólico, más aún en esta época en la que los pases de las películas a competición se cruzan y multiplican. Pero, sí, este año la primera película de la Competición fue la de un viejo conocido, Kore-eda, con una Palma de Oro ya en su curriculum, pero con una carrera que, pese a haberse ido consolidando (no hace tanto tiempo sus películas no tenían asegurada la presencia en Cannes), sigue siendo muy irregular. En cualquier caso, Monster es una de sus buenas películas, al menos del Kore-eda que más me interesa, el que deja de lado cualquier tipo de sentimentalismo tanto en las historias como en los personajes. Esta renuncia se debe en este caso al artificio de su propia construcción argumental: la misma historia abordada desde tres puntos de vista que vienen a ilustrar el viejo dicho de que las apariencias engañan.
Así, lo que en un primer momento parece ser una historia de malos tratos en un colegio, se convierte después en una de bullying, para finalmente derivar en una de malos tratos infantiles en el hogar y en una inesperada e incipiente historia de amor entre dos amigos del colegio. Una historia de mentiras y prejuicios que tiene como trasfondo un incendio (el punto de arranque del drama) y en la que el “monstruo” del título va cambiando de significado según avanza esta película con la que Kore-eda ha vuelto a Japón tras sus rodajes anteriores en Francia y Corea del Sur.
Las otras primeras películas de la Competición tienen mucho menos interés. En el caso de Le Retour de Catherine Corsini, porque este drama familiar parece más un spin off de The White Lotus (Córcega, las dos hermanas franco-senegalesas que tanto recuerdan a las chicas italianas de la segunda temporada de la serie de Mike White) que esa lectura sobre las diferencias de clases y el racismo en la sociedad francesa que pretende su directora. En el de Black Flies, de Jean-Stéphane Sauvaire, las razones se multiplican, empezando porque se trata de una de esas películas que recuerdan en demasía a muchas otras (en primer lugar, Bringing Out the Dead o incluso la muy superior Ambulance) y que, encima, no superaría un test de dopaje. Porque, como esta es una película protagonizada por dos paramédicos que conducen una ambulancia por las calles de Nueva York, Sauvaire ha entendido que el ritmo acelerado, la tensión que martiriza a sus personajes y la violencia latente son una mera representación de la velocidad a la que ha de desplazarse el vehículo cuando atiende una urgencia con la sirena puesta. Ni que decir tiene que Black Flies, película que empieza y acaba con el wagneriano preludio de Das Rheingold, es una propuesta muy inferior a A Prayer Before Dawn, la película anterior de Sauvaire que se pudo ver también en Cannes, aunque no a Competición.
Si la película nos habla de una versión atormentada de Estados Unidos, The Sweet East (Quincena de los Cineastas), primer largometraje de Sean Price Williams, director de fotografía de Alex Ross Perry y los Safdie, traza un retrato mucho más satírico del mismo país. Quizás también mucho más certero a partir de un personaje como el de la adolescente Lillian que, literalmente, se deja llevar, tanto por los avatares que le depara el guión como por las imágenes de Williams. Durante un viaje escolar a Washington D.C., Lillian consigue huir de un tiroteo para luego embarcarse en una serie de encuentros con unos activistas de izquierdas, un profesor universitario racista cuyo edredón está decorado con esvásticas, unos cineastas que la fichan de inmediato para rodar una película o unos islamistas radicales y gays… todo ello con Lillian vestida con trajes de época, como si estuviese salida del siglo XIX o de la comuna de The Village, de Shyamalan.
Por increíble que parezca el día empezó con las cuatro horas y media de Occupied City (Sesiones Especiales), de Steve McQueen, pura calma que McQueen filma en las calles y plazas de Amsterdam y que en realidad son dos historias. La primera, quizás la más importante, es la que adapta un libro de Bianca Stigter, Atlas of an Occupied City (Amsterdam 1940-45). Una adaptación en la medida que, como John Gianvito en Profite Motive and the Whispering Wind, toma un libro como eje narrativo, como un medio para situar en un mapa los lugares de la memoria. En el caso de McQueen estos son los de la capital neerlandesa durante la ocupación nazi, un recorrido por las calles y edificios, muchos ya desaparecidos, que reproduce las palabras del libro de Stigter (la extraordinaria voz en off de Melanie Hyams) para situarlas sobre el Amsterdam contemporáneo para así fijar la memoria, particularmente de la presencia judía, las víctimas principales de la persecución de los nazis. Los textos de Stigter nos hablan de las detenciones, de los traslados a Westerbrok y después a Auschwitz, del Invierno del Hambre, de las actividades de la Resistencia o de algunas tímidas protestas, mientras las imágenes de McQueen nos retratan la ciudad en otro momento ciertamente singular, y esta es la segunda historia, la segunda lectura que propone Occupied City, el del cierre de la ciudad a causa de la pandemia del Covid-19 y el confinamiento. Es así cómo McQueen toma el pulso de la ciudad contemporánea, esa ciudad que va despertando al mismo ritmo que avanza la película, desde los planos fijos iniciales a las protestas contra el confinamiento, las cargas policiales o las manifestaciones denunciando el cambio climático filmadas por una cámara que no renuncia al movimiento, o que nos lleva desde el silencio inicial hasta una música que poco a poco se va imponiendo desde lo diegético a lo extradiegético. Nada que no hayamos visto en otras ocasiones (Straub, Lanzmann) solo que ahora adoptando la forma de una inesperada sinfonía urbana.