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CRÍTICAS - CINE

En la Casa (Dans la Maison)

En la
Casa
(Dans la Maison, Francia, 2012)

Dirección
y Guión:
François Ozon.
Elenco: Fabrice Luchini, Vincent
Schmitt, Ernst Umhauer, Kristin Scott Thomas, Emmanuelle Seigner, Dénis
Menochet. Producción: Eric y
Nicholas Altmayer, Claudie Ossard. Distribuidora:
Ifa Cinema. Duración: 105 minutos.

Crítica previamente publicada aquí con motivo de
exhibición en el 60° Festival de San Sebastián.

Que a François Ozon es un tipo al que le gustan los
juegos es algo que ha quedado sobradamente demostrado a lo largo de su desigual
filmografía. Tanto si se trata de experimentar hasta desdibujarlas con las
fronteras de los géneros como de desconcertar al espectador con diversos juegos
de espejos, Ozon es uno de esos directores que se complace en jugar al
despiste: tan pronto ves una obra suya que te parece una maravilla como te
resulta absolutamente indiferente e impropia de un tipo de su talento la
siguiente. Como si estuvieran hechas por tipos diferentes o por un esquizofrénico
brillante que a ratos se olvidara de tomar su medicación.

Por suerte para todos, en San Sebastián nos ha
tocado disfrutar del mejor Ozon que hemos tenido en años y acaso el mejor de
toda su filmografía. Dans La Maison es una obra brillante que aprovecha
con muchísima habilidad un punto de partida no especialmente novedoso: un
profesor de literatura descubre entre la pandilla de lerdos adolescentes
incapaces de escribir dos frases seguidas inteligibles – al parecer en los
institutos de Francia también abundan en estos especímenes y no solo en los
nuestros – a un joven singular capaz, con la sola fuerza de sus palabras, de
construir una narración absorbente y altamente adictiva sobre su proceso de
intrusión, aparentemente real, en la familia típicamente de clase media de uno
de sus compañeros de clase, que ejerce sobre el aspirante a escritor una
fascinación que tiene mucho que ver con sus propias carencias por un lado y con
el deseo que le inspira una Emmanuelle Seigneur convertida aquí en toda una
MILF de lo más deseable. Como si se tratara del joven de Teorema – Ozon,
consciente del parecido, hasta se permite un gag sobre el tema  – el
escritorzuelo en ciernes alimenta el interés de su profesor de literatura (un
Fabrice Luchini que no puede estar mejor) y el de su aburrida esposa (Kristin
Scott Thomas, tan bien como acostumbra) mientras narra por capítulos esa
intrusión en vidas ajenas.

Lo mejor de Dans La Maison no es el
planteamiento, que ya de por sí da para bastante juego, sino la forma en la que
Ozon construye su relato: consciente del poder de fascinación y evocación que
tiene la ficción, ya sea con palabras o imágenes, su película navega de forma
continua entre varios planos, con una voz en off omnipresente pero que lejor de
perturbar lo más mínimo funciona a la perfección y unos protagonistas que
saltan como acróbatas por el interior del relato, entrando y saliendo de él
como si de personajes del mismo se trataran… que en el fondo es lo que vienen a
ser, hasta culminar un juego entre realidad y ficción de lo más suculento. Ozon
trufa su relato de soluciones imaginativas de puesta en escena y lo vitaminiza
con un guión inteligentísimo capaz de hacerte reír a carcajadas con el
comportamiento obsesivo de sus criaturas, que van de lo profundo a lo ridículo
con una facilidad pasmosa.

No hay que dejarse engañar por la aparente, solo
aparente, ligereza de la propuesta. Ozon tira con bala y lleva casi a las
últimas consecuencias el juego de representación y los distintos intercambios
de roles que se van sucediendo en el carrusel del último tramo hasta desembocar
en una resolución quizás inesperada pero, como bien argumenta la propia
película, la que tenía que ser justo para ese tipo de película. Continuará, si
el Jurado lo permite, en el Palmarés.


Por David Garrido Bazán


Crítica
previamente publicada aquí con motivo de exhibición en el ciclo de preestrenos Les
Avant-Premières 2013.

“El arte despierta nuestros sentidos de la belleza”

El voyeurismo ha sido filmado de manera muy
virtuosa numerosas veces, por grandes cineastas. Los ojos hipnotizados de Henry
Hill en Buenos Muchachos, mientras observa a los gángsters a través de
la persiana de su dormitorio, deseando convertirse en ellos algún día, o los
 voyeuristas más recordados: Norman Bates espiando a Marion desvestirse a
través de un agujero en la pared; y Jeff con sus binoculares, siguiendo la vida
de las personas que habitan el edificio de en frente. Como cinéfilos, somos curiosos
por naturaleza y nos obsesiona la imagen, ya sea un fotograma, un plano
detalle, la fotogenia de un rostro. Siempre buscamos saciar nuestra sed por
contemplar una parte en la vida de los personajes.  Y eso es lo que nos
permite el cine; espiar como si lo hiciéramos a través de una ranura en las
vidas ajenas. Esto es lo que hace el personaje de Claude (Ernst Umhauer) pero
de manera extrema: vivir las vidas ajenas como propias. Cuando comienza a
escribir sobre la vida de su amigo Rapha -al que ayuda en matemática- y su
familia, lo que empieza como una tarea para entregar a su profesor de
literatura, se va transformando en algo cada vez más oscuro y retorcido, que
obsesiona tanto al profesor  como al espectador.

El “continuará…” con el que Claude termina
su texto, capta la atención de Germain, su profesor, que a partir de ese
momento decide ayudarlo horas extras para mejorar su escritura. La fascinación
por el relato del alumno es tal, que comienza a compartir cada capítulo con su
esposa, Jeanne. A medida que avanza el relato, el matrimonio se encuentra
discutiendo sobre él en todos los espacios: en el cine, en la cama, en el
living, opinando sobre los personajes, sus sentimientos, sus acciones y cuál
será el desenlace de la historia. El póster de Match Point que se
encuentra en el cine, sugiere que no terminará bien. Cuando el profesor le lee
a su esposa el cuarto capítulo de la historia dentro de la historia, es decir,
los relatos de Claude, ella le dice “Te está manipulando”. Eso es lo que
hace Claude con Esther-la madre de Rapha, que será el centro de su obsesión y
su Edipo-a la cual manipula a través de su discurso de niño abandonado. Claude
llega a escribir el suicidio de su amigo, o a irrumpir en la casa de esta
familia “perfecta” para estar a solas con Esther, o escuchar conversaciones
entre la pareja, e imaginarse acostado en medio de ellos, en la cama
matrimonial. Y ahí es donde comienza a desdibujarse la delgada línea entre
realidad y ficción, y se acrecienta el clima onírico con apariciones del
profesor en la casa. Germain nos da una clase de guión, construcción de
personajes, conflictos, estructura narrativa y de puro cine. Le dice a su
aprendiz que deje al espectador sacar conclusiones, le enseña a desarrollar un
conflicto, a no darle alivio al lector/espectador, sino suspenso. Y eso es lo
que hace Ozon con nosotros. Nos manipula de manera que nos obsesionemos con la
historia de Claude al punto de no diferenciar qué fue real y qué no. Las
escenas oníricas que propone, jamás llegan al absurdo, sino que se divierte
jugando con la dicotomía entre lo real y lo fantástico, tanto en el cine como
en la literatura, hasta que la propia Jeanne llega a preguntarle a su esposo si
ella es un personaje de ficción.

También hay lugar para deslizar el fetiche. Así
como Norman Bates se disfrazaba con la ropa de su madre muerta, como también lo
hacía Don Jaime en Viridiana pero eran las prendas de su difunta esposa,
o un Archivaldo de la Cruz de niño, husmeaba en el ropero de su madre,
probándose los zapatos y las ropas, Ozon aquí entrega una gran escena
fetichista a lo Buñuel. Claude entra a la casa vacía, de la familia “perfecta”,
se dirige a la habitación matrimonial y primero se pone el perfume de Rapha
Padre –el gran Denis Ménochet, de Bastardos sin Gloria– y luego se dirige
al armario de Esther, donde examina con una mirada obsesiva sus zapatos rojos,
y los toca. Así como luego tocará sus pies, con las uñas pintadas de rojo,
mientras duerme, de manera casi enfermiza.

Ernst Umhauer es la fotogenia pura.  Con una
sensualidad casi retorcida, sus miradas entremezclan morbo, deseo y
perturbación.  La cámara se enamora de su rostro angelical y oscuro y por
eso su director le dedica la mayor parte de los primeros planos, deteniéndose
en él, para que contemplemos el arte de mirar; la manera en que mira a Esther
acostada -mientras escribe en su cuaderno la sensación que le produce la
suavidad de su piel-, o a Jeanne luego. Ozon juega con todos los tipos de
morbo: profesor-alumno, entre Claude y Rapha Hijo, entre Claude y Rapha padre 
y constantemente insinúa muy sutilmente la sensación de que puede llegar a
existir deseo sexual entre cualquiera de los personajes. Es más, en un momento
determinado, luego de leer otra entrega del relato de su alumno, el profesor
exclama: “El padre, la madre, el hijo, ¿es Pasolini esto?”

La última escena, en la cual profesor y alumno
están sentados en el banco de un parque, observando la cantidad de ventanas del
edificio que tienen en frente, es una cita explícita a la película voyeurista
por excelencia: La Ventana Indiscreta. A partir de una ventana en la que
se encuentran dos mujeres discutiendo, cada uno se imagina  una historia
diferente. Germain lo ha perdido todo debido a su obsesión por el relato de su
alumno. Su trabajo, su esposa, su casa.  O casi todo, porque mientras haya
historias, habrá vida. Como lo dice el último plano, y él mismo a su alumno:
“La gente necesita historias, la vida no es nada sin ellas”.


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