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DOSSIER

Sobre “House”, a 35 años de su estreno

Gilles Deleuze acuñó una palabra que resumía la trascendencia de la obra por sobre el artista. El percepto. Dentro de su teoría sería algo así como el resultado de haber alcanzado un grado de excelencia en la obra final la cual ésta se volvería perdurable incluso a la totalidad de la misma o hasta después de haber fallecido su creador. House, claramente, es ejemplo de ello. 

Roger Cobb es un ex veterano de Vietnam ahora transformado en un exitoso escritor de novelas de terror. Sobre sus hombros y espalda alberga una carga pesada, una cruz forjada en balas de metralleta bajo el fracaso de una guerra que marcó un antes y un después en la cultura y contracultura de un país iluminado por el extinto sueño americano. Aquella batalla perdida para una sociedad además ejerce como verdugo de otra aún más personal: la pérdida de un compañero al que dejó en manos del enemigo sin alternativa alguna. Los siniestros fantasmas que acechan su memoria lo obligan a cambiar de registro para su siguiente obra, dejando el horror ficcional para acercarse a un relato sobre su experiencia en la guerra. Su mánager le aclara que nadie quiere leer ya sobre dicha batalla, menos de una que no fue ganada. Lo que rige soberanamente es el terror de ficción: quizás una toma de posición frente a un género que dominaba la cultura popular Americana en la extinta década de los 80. Aun así Cobb hace caso omiso a sus consejos. 

Minutos más tarde nos enteramos que enfrenta además la desaparición de su hijo, sucedida tiempo atrás cuando visitaban con su mujer la casa de su tía, lugar que vio crecer al escritor. El siniestro hecho lo obsesiona día tras día, noche tras noche teniendo en cuenta las extrañas circunstancias de lo ocurrido. El suceso disolvió además los lazos familiares. Cansado de tormentosas pesadillas, que se repiten en loop  decide enfrentar sus demonios yendo a vivir a la casa que vio desaparecer a su hijo, sumido en una profunda soledad que pueda servir como inspiración para su libro. La enorme casona situada en un apacible suburbio es la herencia maldita que recibió tras el suicidio de su tía, una mujer solitaria y excéntrica que pintaba cuadros enfermizos y proclamaba orgullosamente que su morada estaba embrujada. 

Así arranca House (1986) de Steve Miner, obra maestra disparatada en tono de comedia terrorífica que alcanza lecturas complejas gracias a su enorme construcción simbólica. Si bien su tono es despreocupado, delirante y alucinatorio, adjetivos justos para definir las desfachatadas comedias de terror de los ochenta, jamás olvida el lenguaje del símbolo,  la intertextualidad y el metalenguaje. 

Cobb en su primera noche se acerca a una mandíbula de tiburón que descansa como trofeo en una de las paredes del estudio, la toca y se corta un dedo con uno de los dientes. Desde esa primera noche, desde este punto  queda “marcado” por la casa y todo lo que en ella se involucra. Al instante comienza a ser acechado por visiones tenebrosas y ruidos lejanos en lugares deshabitados, mientras lucha contra sus propios miedos. Cobb en ese “laberinto” ya conocido que es su nuevo hogar debe enfrentar los conflictos externos (la lucha “contra” la casa) a su vez que los internos (culpa, pérdida) y recién ahí volverse el “héroe” que reivindique sus fracasos pasados (Su amigo en la guerra, su hijo desaparecido, la ruptura familiar). El discurso transforma al relato en una especie de fábula reivindicadora sobre un sujeto que no es más que el reflejo de una sociedad en una época determinada en la historia donde se intentaba resucitar viejos valores  arraigados por políticas de derecha (desde el mandato de Reagan). Algo similar podía ocurrir con Rambo (1982): ambas historias sobre el hombre solitario que debe luchar contra la adversidad y un castigo impulsada por la misma sociedad. 

Los flashbacks revelan el tortuoso pasado que lo condena y cuya dimensión psicológica libera una batalla en su cabeza, razón por la cual su crisis transmutará en una revancha anunciada. La desaparición de su hijo en la casa se da de manera misteriosa y escalofriante, principalmente por un detalle en realidad irrelevante que no es más que un engaño para despistar al espectador: ese auto que se echa a andar rápidamente en la calle cuando Roger  busca desesperadamente al niño y que puede levantar más de una sospecha. Si bien unos segundos después somos testigos de cómo la casa se “traga” al pequeño, esa falsa información es la misma que enfrenta Cobb y motivo por el que el suceso es tan extraño y confuso: su hijo, en realidad, parece ahogarse en las aguas de la piscina de la casona. Su padre se sumerge al instante y como por arte de magia el pibe ya no está. La obsesión de Cobb por el hecho se ve reflejada en el azul marino y cristalino de sus ojos, el mismo azul de la pileta que le arrebató a su hijo: imagen clavada al iris de la retina como testigo de lo increíble, inverosímil y desconocido, lugar seguro donde descansa el último registro visual de su hijo. 

Recordemos que el agua en el cine de terror está sujeta a una tradición y resguarda una connotación principalmente negativa: culpa y castigo, amén de las santas Escrituras bíblicas y el salomónico diluvio que empapa este mito católico. En el film hay tres momentos importantes que la involucran: el funeral de la tía de Roger donde llueve torrencialmente (cambio de ritmo, de “clima”), la mencionada escena de la piscina y ya en el final, cuando Roger cruza hacia otra dimensión, lugar que lo lleva a un punto clave en el relato. Para acentuar esta teoría, su tío, un experimentado pescador murió ejerciendo este pasatiempo  aunque no se aclaran los motivos de su deceso. 

Mucho de lo que vemos en House es un desafío al espectador atento, activo, cuya abstracción debe ser absoluta. Son los pequeños detalles los que esclarecen la verdad sobre el engaño, dos funciones inherentes al cine y su proceder acá desplegado a cada momento y rincón de la casa. Hay una escena donde el fantasma de la tía le advierte a Roger que tenga cuidado, que la casa la engañó, haciendo sutil énfasis no solo en su misteriosa muerte, sino en el desconcierto que pueda despertar la aparición sin un porqué a ese trágico final. El engaño o la farsa  es parte del discurso sobre el cine, su naturaleza  y razón de ser. Hay mucho embuste a lo largo del relato, lo que salpica de cierta autoconciencia parcial (hasta involuntaria) toda la obra. 

Entre fantasmas, recuerdos dolorosos y una novela que es testimonio de un horror menos sobrenatural pero sí más emocional y psicológico conoce a un vecino tan entrometido como cariñoso y querible, Harold; típico ejemplar de rulos, panza prominente y padre de familia amistoso que a fuerza de cliché decoraban las comedias Americanas de antaño. Lo curioso es que éste le menciona a Roger que tiene familia (tras una formal invitación para ir a cenar a su casa)  aunque jamás vemos a ningún miembro de este “supuesto” grupo. Vemos a Harold con su perro, en su jardín, durmiendo en un sofá, o en altas horas de la noche espiando a su vecino pero nunca a su hijo o mujer. Tal vez Harold sea una criatura solitaria, tanto como lo es Roger, y la identificación con éste se refleje en el inmediato magnetismo que siente por él. Harold cuida de él justamente porque parece no tener a nadie en este mundo e intenta ser parte de la vida del exitoso escritor a quien admira. Especie de lado B del Charlie Brewster de Fright Night (1985) o el especulativo Jeff de Rear Window (1954), que transformaban al voyeur en aventurero a fuerza de tenacidad, algo de lo que Harold carece. 

Así como hay historias que necesitan ser atravesadas por el género femenino, House se entrega por completo a las inquietudes del hombre como figura moral y a su vez emocional,  como representación ética y política marcada  por la cavilación psicológica y física en cada una de sus formas y funciones. Es un film patriarcal, claro está,  en un sentido de unión masculina sin que esto adquiera connotaciones misóginas o despierte malinterpretaciones varias. Los hombres deben cuidarse las espaldas uno con el otro por pura fraternidad, camaradería. Las mujeres están, sí, pero acá la lucha le pertenece al género masculino. Para acentuar esta idea, una vecina le deja el cuidado de su hijo pequeño, por lo que Roger no solo debe ejercer de niñero, además enfrenta la posibilidad de que la casa quiera apoderarse del pibe intentando reabrir una vieja herida. Por suerte trunca  los intentos de la vivienda profana y le entrega, horas después, sano y salvo el pibe a su mamá. Recordemos que en los 80, la década le pertenecía a las madres solteras. 

Para Roger después de los horrores de la guerra, el horror sobrenatural  es un simple juego; juguete que se ve reflejado en el tono de la película, lúdico y frenético transformado en parábola reparadora y prima directa, antecesora o premonitoria de otrora obra maestra rabiosa como es la delirante Noche Alucinante (1987) de Sam Raimi. Por eso los miedos internos del protagonista lucen mucho más angustiantes y psicológicos que los que pueda expresar durante su estadía en la casona: miedos reales, palpables, terriblemente emocionales y latentes en cuerpo y alma. El uso del miedo externo (llamémoslo así a las manifestaciones sobrenaturales) no es más que una representación fantasmática*  de los temores personales de Cobb, identificación directa e inteligible para cualquiera dispuesto a disfrutar la poética desenfrenada y espeluznante que se explica a si misma mediante acciones y su puesta en escena. 

El ejemplo más directo en relación a la función fantasmática* es esa sombra rectora que antes fue un gigantesco y algo alocado compañero de Vietnam y que Cobb abandonó en manos del enemigo. Big Ben, que regresa de la muerte como soldado Zombie, cadavérico y atemorizante es quien tomó represalias contra Roger todo este tiempo secuestrando a su hijo, en cautiverio tras esa otra dimensión plagada de seres demoníacos. El film jamás abandona su contacto con lo fantástico en pos del psicologismo barato y explicativo por lo cual el vínculo con lo fantasmático no es más que pulsión interpretativa, siempre a base de lógica. Roger debe entrar en ese mundo aterrador y desconocido para poder hallar a su hijo (que puede representar  el subconsciente del protagonista y marcar a fuego la unión psiquis-casa). Lo extraordinario es la fusión del miedo interno con el externo, una simbiosis perpetrada por el caserón que no es más que un portal hacia nuestras peores pesadillas o cualquier manifestación subconsciente ligada al mal. Un envase que intenta detener el tiempo trayendo, literalmente, los fantasmas del pasado como metáfora para nada vaga del encierro personal que vive el protagonista en su mente. Las dos dimensiones que se alternan,  la histórica o relacionada al tiempo (miedos internos, personales) y la paranormal (miedos externos, sobrenatural) que cruzan líneas temporales, representativas y complejas pero no por ello confusas tuercen el relato de manera sutil sin que éste adquiera una complejidad digna de conocimientos académicos. El fantasma de Ben (pasado) intenta destruir al niño (representación del futuro y símbolo de inocencia perdida)  y quien debe detenerlo es justamente alguien que necesita una reivindicación como héroe. Si la inocencia (el niño) muere en manos del fantasma de Ben (pasado) no existirá esperanzas sobre un futuro (otra vez el niño). Contexto político sobre una década que intentaba borrar la salvaje, anti institucional y subversiva década de los 70, mucho más pesimista y oscura. 

El terror en House funciona como envase (como la casa en sí) de algo más complejo que trasciende las funciones meramente narrativas, o genéricas dentro del género en sí para conformar un estudio sobre la culpa, la redención, los miedos subconscientes. Dentro de ese arco complejo lo que extraña es el tono bufonesco y para nada solemne o meramente explicativo y denso que pudo tener de haber pertenecido a otro tipo de cine y en cuya  sofisticación se halla un metalenguaje irónico pero para nada anecdótico. Volviendo al principio del texto  con la frase que manifiesta el mercachifle manager de Roger y que enfatizaba en las demandas comerciales de dicha época, el relato formula una especie de antilogía entre la línea argumental  del escritor y sus deseos de escribir una obra personal, con la naturaleza que edifica el género. Es decir, Roger termina enredado en una historia de horror, a pesar suyo, pero sin abandonar las obsesiones sobre su pasado relacionado a la Guerra: muta en ese relato que anhelaba contar y parecía imposibilitado ante la falta de inspiración, salpicado con el terror ficcional (transformado en una espeluznante realidad) forjado bajo las demandas sociales que le habían advertido al inicio del film. Lógica metafísica, a pura cinemática y revisionismo histórico, ya que está. Aun así jamás renuncia al vértigo del terror que  da lugar a la mirada para gozar de la puesta en escena  y de sus relaciones estéticas sin la más mínima distracción discursiva ni el desinterés que nos gana ante la acumulación de acontecimientos, que son muchos, a su vez que fabulosos y divertidos. Algo que ocurre entre Roger y la casa, entre la realidad percibida por el personaje y aquella puesta en escena por la película en sí es la cantidad de información que tenemos ante nuestros ojos ya que el guión no lo explica todo aunque al final entendamos cada cosa. Esa perspectiva implica una relación entre puesta en escena y personaje capaz de suspender o limitar la facultad de nuestro juicio sobre su sentido y le otorga una riqueza narrativa y política más bien profunda sin desdeñar su humor embrujado. 

*De origen psicológico. Dicho de una representación mental imaginaria: Provocada por el deseo o el temor.

© Daniel Nuñez, 2021 
Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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