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CRÍTICAS

Un Tranvía Llamado Deseo

 

Un Tranvía Llamado Deseo

Dirección y adaptación: Daniel Veronese. Texto: Tennessee Williams. Producción General: Daniel Gribank. Escenografía: Jorge Ferrari. Vestuario: Gabriela Pietranera. Diseño de Luces: Eli Sirlin. Elenco: Erica Rivas, Diego Peretti,  Paola Barrientos, Guillermo Arengo, Paula Ituriza, Gonzalo Martinez, Martín Policastro.  Prensa: Debora Lachter.

 

Una Locomotora Llamada Veronese

Y nuevamente el tranvía se puso en marcha… Acaso se trate de una de las obras más representativas del teatro estadounidense, una de las más importantes y consagradas del siglo XX, y sin dudas, la más elogiada de su autor, Tennessee Williams. Un Tranvía Llamado Deseo es EL clásico entre clásicos, y no hay con qué darle. No importa cuantas adaptaciones tenga, sigue siendo un retrato imponente e impactante de dos culturas opuestas, de la pasión y locura desenfrenada, las mentiras e hipocresías, la violencia… el deseo.

Y generalmente, cabría pensar que la mano de Williams está tan presente en todo el relato, que hay poco lugar para que un director, aunque tenga gran renombre, diga presente, –¡acá estoy yo… esta visión es mía!-. Menos que menos, si se trata de una puesta comercial, apuntada al público masivo, con un elenco cuyo solo nombre, hace saltar las boleterías.

Pero claro, cuando la máquina Daniel Veronese agarra y adapta él mismo a Williams (esta vez no cuenta con la dupla Federico González del Pino y Fernando Masllorens que lo ayudaran a adaptar a Miller, Labute o Simon entre otros), el director pone su sello. Así como lo hizo con las adaptaciones de las obras de Ibsen que se exhibieron en El Camarín de las Musas el año pasado.

Veronese no solamente es una locomotora a la hora de estrenar obras, una detrás de otra en la cartelera porteña, algunas incluso de su autoría, versátil en cuanto a expectativas comerciales (pasa de un teatro bien comercial como el Apolo a uno semi comercial como El Camarín), sino que también sus obras tienen un ritmo, una pasión, una intensidad dramática, una potencia narrativa, que provocan no solamente la sensación de que haya durado un instante, sino también la de que los personajes se estrellan contra una pared de ladrillo, para destrozarla y lanzar los restos de cal sobre el espectador. Cal que no se desprende rápidamente, sino que tarda bastante tiempo en sacarse de encima. Esa es la sensación de ver una obra de Veronese.

Pero esto no es una adulación. La energía de Veronese traducida a sus obras, a veces funciona y a veces no tanto. Con las obras de Ibsen funcionó a la perfección. El ritmo poderoso del que fui testigo en El Desarrollo de la Sociedad Venidera, confirmaba que la mirada del director sobre el dramaturgo nórdico adquiría autonomía. Lo mismo sucede con Un Tranvía… La mano del director se nota desde el primer al último minuto. Los caramelos de menta se atraviesan en la garganta y terminan de tragarse cuando todo terminó.

Sin embargo, si bien nunca tuve la suerte de ver otra representación escénica de la obra ganadora del Pulitzer, sí, por supuesto vi y amé la versión cinematográfica de 1951 dirigida por Elia Kazan con los inmortales Marlon Brando y Vivian Leigh.

Las comparaciones son inútiles. El enfoque Veronese es, sin cambiar una palabra del texto original, completamente distinto al que Kazan traspusiera al cine (tengamos en cuenta que Kazan la dirigió primero en teatro, con casi el mismo elenco).

Es muy probable que por esta razón, la versión contemporánea la disfrute más, aquel que nunca la vio en ninguna versión, que aquel que se la sabe de memoria.

No es que esta mirada sea errónea, sino que la velocidad a la que va, así como la omisión de ciertas tramas secundarias, y la poca relevancia de algunos personajes, provoca contradicciones extrañas. Además, para ser honestos, la elección de Diego Peretti como Stanley no parecía a primera vista la más adecuada, comparando al actor de Los Simuladores con Brando o Alec Baldwin (que la representó en una muy buena adaptación televisiva).

Esta es la historia de Blanche Duboir, una muchacha del sur de Estados Unidos, refinada, elegante, inteligente, conservadora,  aunque falsa e hipócrita, que se muda a la casa de su hermana Stella, que vive con su marido Stanley Kowalski, un mecánico veterano de la Segunda Guerra Mundial. Este personaje es misógino, borracho, hosco, bruto, pero también astuto.

El escenario es el departamento que el matrimonio tiene en Nueva Orleans. Entre Blanche y Stanley se proyectará una historia de celos, batalla por el territorio y una tensión romántica latente que explotará en el final.

En el medio de las sospechas, las mentiras de Blanche y los arranques violentos de Stanley, vemos a dos personajes más ingenuos e inocentes: Stella y Mitch, el corpulento amigo de Stanley, que se enamora de Blanche y cae en su juego demagógico.

Un Tranvía Llamado Deseo, representa no solamente un retrato de clases sociales brutalmente satirizadas y dramatizadas, sino también una guerra sexual, un alegato contra el poder de los seres humanos, de las adicciones al sexo, la violencia, y el dominio de manera tan desenfrenada, que si además es acelerada por su director, tenemos ante nosotros, no un tranvía que traquetea, sino un tren bala que pasa volando y nos deja la sensación de haber sido golpeados por algo, pero no saber muy bien por qué.

Los 100 minutos de duración son increíblemente rápidos e intensos. Obra atrapante de principio a fin. Personalmente, me hubiese gustado detenerme a ver un poco mejor la evolución de cada personaje hacia la locura, y no que empiecen tan arriba. Conocer las cartas, de forma más paulatina y lenta, aunque eso tomara una hora más. No por nada, el film de Kazán duraba más de dos horas.

El Stanley de Diego Peretti no solamente es violento, sino que tiene un gran dejo de encanto y carisma. No se parece al atractivo y deus sex machine de Brando. De hecho, Veronese trata de resaltar, no tanto su presente como mecánico, sino más que nada, las actitudes que tomó tras haber luchado en la guerra. Stanley tiene un comportamiento siniestramente fascista, milico, asqueroso. Ni siquiera pareciera estar borracho en algún momento. Sus impulsos no son químicos, sino realmente concientes. A este Stanley lo mueven el odio y los celos, no la cerveza. Es astuto y bruto. Cada manotazo que vuela en dirección a Blanche o Stella impacta en el espectador, y Diego Peretti, el Stanley menos esperado, se aleja de su imagen televisiva para lograr una interpretación interesante, enérgica y agotadora. Es verosímil dentro de su personaje. Algo similar sucede con la Blanche de Erica Rivas, que no tiene tantos astisbos de locura como sucedía con la versión de Vivian Leigh, sino que es más sutil, ingeniosa, maliciosa y despiadada. Pero loca no está (al menos a simple vista, y ahí es donde se generan dudas al final). Rivas es realmente una actriz con herramientas implacables a la hora de actuar. No solamente asombra su versatilidad y transformación física, pasar de la fragilidad a la fortaleza machista en un instante, sino también su porte, su mirada cambia. No estamos frente a la actriz de Por Tu Culpa. Una elección acertada. Tanto Peretti como Rivas funcionan mejor cuando están juntos que por separado con el resto de elenco. La tensión y la química, así como el contraste físico funcionan bien. Sin embargo cuando están con los otros actores, están más incómodos y sus  interpretaciones parecen más forzadas. ¿Será decisión del director también?.

En roles secundarios también Paola Barrientos y Paula Ituriza (con escasa participación) logran destacarse, gracias a una gran dinámica y fluidez para dialogar en el escenario. Por otro lado, el tercer eslabón importante del romance es el gigantesco Guillermo Arengo, que logra una avasalladora interpretación de Mitch. Mejor y más creible, más infantil, incluso que la de Karl Malden. Cada paso o línea de diálogo que pronuncia, deja un poco afuera al resto del elenco. Genial. Se come el escenario.

La puesta escénica también es elogiosa y meticulosa: el vestuario y escenografía tienen detalles de época sublimes, pero más que nada se destaca la iluminación. El paso de escenarios diurnos a nocturnos, el instantáneo juego de luces de los cuartos,  el aprovechamiento de las claraboyas escenográficas, para generar diversos climas lumínicos, que influyen en lo narrativo, y lo que se genera en el espectador. Hay pequeños detalles de ambientación que me abstrajeron del tiempo y el espacio, pero que no valen la pena mencionar.

El sonido (el paso del tranvía en escenas claves) no tiene la suficiente repercusión y tampoco el impacto sonoro que debería tener.  No es un factor que influye en la narración. Honestamente, hubiese preferido que no haya sonidos en off.

Un Tranvía Llamado Deseo cumple con las expectativas generadas. Es un espectáculo grande, profundo, dinámico, un retrato social de una era que no pierde vigencia. Porque no olvidemos que Williams, más allá de hacer un teatro intimista, también era, como Arthur Miller, pero en forma más disfrazada, un cínico y ácido crítico de la sociedad (a lo Truman Capote, pero menos gráfico). Sus personajes se mueven por impulsos pasionales y químicos, lo que está presente en esta adaptación, pero asimismo cabe preguntarse si la fluidez, dinamismo, ritmo y vígorosidad que le impone el director, no le termina jugando un poco en contra. Hubo varias escenas que me hubiesen gustado que tengan mayor desarrollo, que sean más extensas y climáticas, que la violencia esté un poco atenuada, que haya mayores sutilezas.

Pero el lenguaje de Veronese es así y hay que apreciar esta personalidad, de hacer una obra como realmente se quiere.

Discusión y reflexión sobre el arte, la vanidad y las relaciones humanas. Lo importante acá, es que Tennessee Williams no pasa de moda.

Valió la pena atravesar los muros de cámaras y celebridades del pasado lunes 18 de marzo para ver esta obra. No importa lo que tengan que hacer para llegar, pero véanla; aunque hagan combinaciones de colectivos, subtes o… tranvías (por las dudas no tomen el de El Deseo).

 

Teatro: Apolo – Corrientes 1372

Funciones: Miércoles a Domingos

Entrada: $120 y $140

 

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