Amado inmortal.
La inmortalidad no es moco de pavo. Una cualidad, a simple vista codiciada por muchos, puede ser una terrible carga para quien la soporta desde hace siglos. Como los vampiros, atrapados para siempre en su cuerpo y en su eterna juventud, Wolverine tiene la capacidad de la auto-sanación, la imposibilidad de envejecer y, por ende, de morir. Nuestro héroe mutante es inmortal pero alguien ha descubierto la cura, el método para otorgarle finitud a su vida, para darle lo que todos tenemos pero no todos queremos, una vida común y corriente: enamorarse, tener hijos, trabajar, envejecer, morir. ¿Quién podría rechazar semejante oferta? A pesar del sufrimiento perenne, de ver morir a quienes ama, de una existencia vana, Wolverine no está dispuesto a entregar el don que lo hace tan especial, acaso en busca de esa muerte honorable que tanto se merece. No importa cuán tentadora resulte la oferta de mortalidad ni cuán miserable sea la vida de nuestro protagonista, deshacerse del don no es una opción.
Alrededor de esta idea de inmortalidad versus mortalidad gira parte del hilo narrativo de la última entrega del lobezno de las garras letales. Teniendo miles de millones de años por delante, con la potencialidad desaforada que eso implica, Logan pasa sus días en el bosque, deambulando por ahí con el seño fruncido y protegiendo a todo ser vivo en peligro que se cruce por su camino, ya sean seres humanos o animalillos a la merced de despiadados cazadores, en especial osos grizzly. En una de esas hazañas, conoce a Yukio, quien le hace empezar a coquetear con la idea de la mortalidad como regalo preciado. Porque Yukio es la protegida (una especie de hija adoptiva) de Yashida, a quien Logan salvara allá por el año 1945 de la bomba de Nagasaki. Párrafo aparte merece ese prólogo, a través del cual se nos muestra la génesis de la relación Wolverine-Yashida, en una escena que pone los pelos de punta al observar cómo, en cuestión de segundos, la onda expansiva se aproxima, voraz, hacia nosotros.
Fascinado ante los poderes del mutante, Yashida (enfermo terminal, ahora en su vejez) manda llamar al amigo Logan para darle su último adiós, pretexto para, en realidad, obtener de él su poder de sanación y la tan venerada inmortalidad, plan que perpetra junto con su médica oncóloga, una mutante para el infarto. Es así como Logan se va volviendo cada vez más mortal y se va “humanizando”, lo que trae de la mano un nuevo amor (la hija de Yashida) y una supuesta calma que vendría con el combo vida común y corriente. Pero no. Logan no acepta este nuevo destino de la mortalidad y lucha para recobrar sus poderes, rescatar a la “princesa” y restaurar el orden natural de las cosas, ese orden que no le proporciona felicidad alguna pero que, por algún motivo, no puede abandonar. Esto implica patear culos a mansalva, pero ojo, no cualquier culo: ninjas, yakuzas y un Silver Samurai gigante. Toda la cultura japonesa milenaria y moderna fusionadas cual pastiche desaforado.
En el medio de todo, aparece en sueños Jean, con recriminaciones varias e insistentes pedidos para que Logan decida finalmente unirse a ella y acompañarla en su vida eterna celestial, algo que Logan pareciera anhelar. Jean (siempre sexy en su babydoll) se revela como una presencia onírica, a la vez que voz de la conciencia, que le va marcando el camino y celebrando su cercanía a la muerte. Después de todo, Jean es más que merecedora de ello, tras haber muerto a manos de su propio amado. Pero, muy a pesar del amor que Logan aún siente por ella, de la culpa, de su propia existencia miserable, nuestro mutante no puede escapar a su propia naturaleza. O, tal vez, no quiere, porque en el fondo sabe que el inevitable futuro está cerca, ese porvenir (con viaje al pasado incluido) que alberga no solo la esperanza de toda la raza mutante sino de todos los fanáticos de X-Men, que se deleitarán particularmente con la secuencia post-créditos.
Por Cecilia Martínez